jueves, 8 de agosto de 2024

Capítulo LXXII: Las averiguaciones de Andrés Rastrilla


Hay instantes en la vida en que una rara conjunción de factores provoca una insólita sensación de plenitud y bienestar. Me había sucedido en la sidrería El Refugio, hace décadas, y lo volvía a sentir en este momento. La temperatura, la brisa, los olores, la compañía, una breve tregua en los padecimientos físicos y psicológicos, la ausencia episódica de cualquier tipo de obligación o responsabilidad inmediata, en suma, un diminuto oasis en medio de la penosa travesía del desierto en la que habitualmente estamos insertos. Y no lo perturba, tan siquiera, la conciencia de excepcionalidad del momento, porque quién sabe si volveríamos a estar los mismos otra vez sentados a la mesa, en una tarde así, tan proclives a exprimir las últimas gotas de nuestra amistad.

—Según me han contado, Marcial, acaba usted de incorporarse al siglo, después de otro de sus retiros —A Samuel, tan dado a categorizar y darle un orden jerarquizado a su realidad circundante, le gustaba mucho, siempre que se dejaba caer por el pueblo, ponerse rápidamente al día. Para ello, con mucha amabilidad y discreción, nos iba sometiendo a cada uno a un cuestionario adaptado hasta que daba por actualizados sus conocimientos.

—Pues sí, he estado trabajando en un breve ensayo sobre lo que yo llamo El Principio de aceptación. Hace un montón de años que escribí unas notas sobre una conversación que habían mantenido Juan y Braulio sobre el particular y que Juan me contó días después. ¿Se acuerdan de Braulio? Era un pozo de sabiduría popular. 

—Inolvidable —apelé a la nostalgia—. Me encantaba charlar con él un rato cuando me lo encontraba en la ermita, en el paseo del Odra o en el banco del Teleclub.

—Pues hace poco encontré esas notas por casualidad y comencé a escribir un diálogo expositivo, del estilo de los de Cicerón, como el De amicitia o el De senectute, que son más monólogos que diálogos. Pero, definitivamente, no es mi estilo. Así que lo estoy escribiendo en formato de ensayo tradicional.

Ante la más que previsible disertación de Marcial, Salva se refugió en la pantalla de su móvil y Andrés se quedó prendido del programa de fiestas, que ojeaba sin descanso. 

—¿Y ha llegado a alguna conclusión relevante? —Samuel siguió risueño con su escrutinio, entre sorbo y sorbo de café.

—Creo que sí, aunque no muy original, pues ese principio es uno de los fundamentos de la filosofía estoica. Si acaso, la novedad es que yo lo formulo de manera muy radical: la vida, para ser soportada, debe consistir en un proceso de aceptación, es la única manera de manejarla y comprenderla sin sucumbir a la histeria, la frustración o la desesperanza; o lo que es lo mismo, la única manera de soslayar el suicidio —Marcial conocía el efecto narcótico que producía la exposición de sus teorías, así que esta vez se esforzó por ser conciso—. Somos contingentes, insignificantes, por eso debemos aceptar de buen grado todo lo que nos suceda, pues no tenemos la posibilidad (yo diría que ni tan siquiera el derecho) de aspirar a más. De esa manera, todos los reveses son asumibles, incluido el sumo revés que hace unos días embistió a Adolfo, el de la desaparición. Es un principio, una actitud general ante la vida, y también un proceso, porque los contratiempos, de sobra está decirlo, se van acumulando en mayor medida según avanzamos en edad, por lo que la aceptación debe ser mayor y más exigente. 

—Me sorprende semejante formulación en alguien como usted —le interrumpí brevemente—, con su densa hoja de servicios como rebelde sin causa.

—Yo siempre me he rebelado contra las convenciones, los ritos, los mandamientos, las órdenes… pero no contra lo que podría llamarse «el destino». Yo polemizo y me rebelo contra el que me trata de imponer sus normas, subjetivas e interesadas, pero no contra un linfoma, un accidente de tráfico, la ciática, la artrosis o, sobre todo, contra el paso del tiempo y todas sus miserias. La culpa la tiene Platón —le gustaba decir a Marcial para tachar cualquier pensamiento trascendente—; no está mal tener alguna esperanza, pero no una sobredosis de esperanza.

—La vida es un engaño, decía mi abuela y refrendaba Braulio —resumí, acordándome de mis frecuentes conversaciones con aquel anciano de camino a La Pedraja.

—Sí, ese podía ser el resumen —aceptó Marcial, que no tenía muchas ganas de seguir hablando.

—¿Han visto en el programa de fiestas que toca en la verbena la orquesta Cometa? —Andrés cambió abruptamente de tema, y me pasó el programa para que yo lo corroborara.

—Sin gafas no veo a tres en un burro, Andrés —le respondí, devolviéndole el díptico—. Cada vez me acuerdo más de Adso de Melk.

—¡Siempre pendiente de las verbenas! El poeta es capaz de hacer la batidora con la cachava y todo —bromeó Jesús entre risas—. ¿De quién dices que te acuerdas, Juan?

—Supongo que habrán visto y leído El nombre de la Rosa. La novela cuenta unos acontecimientos terroríficos vividos en una abadía medieval cuya narración corre a cargo de un monje que fue testigo de todo ello en su juventud. El protagonista es un franciscano, Guillermo de Baskerville, hombre de una inteligencia portentosa, que consigue desvelar una trama detectivesca casi imposible de desenmarañar, porque el asesino es un libro. 

—Ah, sí, claro —recordó Jesús—, el segundo libro de la Poética de Aristóteles.

—Exacto. Pues al final de la película se les ve atravesando, como dos figuras diminutas sobre sus modestas cabalgaduras, un enorme entorno montañoso desolado y frío, dejando atrás la abadía humeante tras el incendio que ha devastado la biblioteca. Entonces, la voz en off de Adso de Melk recuerda la dádiva material más apreciable que le legó su maestro, unas lentes con las que ahora puede escribir su obra.

—Todo eso para decir que no puede leer sin gafas —ironizó Lorenzo—; ¡hay que ver lo retóricos que son ustedes!

—Bueno, para decir eso y algo más —dejé caer enigmáticamente.

—¿Qué más, si se puede saber? —Samuel no perdía ocasión de completar su formulario.

—Adso ha escrito, ya en su vejez, cuando ha perdido buena parte de su agudeza visual, la narración de los extraordinarios sucesos de los que fue testigo en su juventud en aquel monasterio benedictino poseído por el mal y, entre ellos, el recuerdo de una fugaz pero intensísima experiencia amorosa, carnal y espiritual, que quedó incrustada para siempre en su cerebro.

—Y… —a Lorenzo le estaba fastidiando tanto rodeo.

—Pues que, a estas alturas de nuestra vida, tras el fallecimiento de Adolfo, a quien más podrían inquietar las revelaciones sobre su familia, y aprovechando que estamos aquí todos los que debemos estar, me gustaría anunciarles que tengo la intención de ser el Adso de Melk que narre los sensacionales acontecimientos derivados del suceso que tuvo lugar en el mes de julio de 1936 en la abadía de Santa María de Obona. Y para ello, naturalmente, solicito su consentimiento. 

—¿Nos está diciendo que por fin se levanta el secreto de estado, que se da por concluido el proyecto «Amnesia» y que va a contar por escrito todo lo que sabe? —preguntó Lorenzo francamente sorprendido.

—Sí, eso estoy diciendo. 

Todos se quedaron pensativos, sin saber muy bien qué decir, hasta que Marcial rompió el silencio con una pregunta de lo más circunstancial:

—¿Y ya ha pensado usted en el título de ese relato?

—Tengo dudas entre dos posibilidades y lo someto con gusto a su parecer: o bien Dicen que hay un muerto en el páramo, o bien Las averiguaciones de Andrés Rastrilla, como tituló Mariángeles la sección del Telediario de la Noche de Reyes que trató el asunto.

—Pero ¿qué he averiguado yo? —exclamó Andrés, que se había quedado transpuesto y despertó al oír su nombre.

—Por lo que se deduce de esos dos posibles títulos —razonó Marcial—, usted le quiere dar al relato de todo lo sucedido un tratamiento novelesco.

—Sí, más o menos, pero reproduciendo con absoluta fidelidad los hechos, al menos, hasta donde yo pude llegar a conocerlos. Modestamente, y como bien ha dicho Lorenzo, creo que fui el que sostuvo más cartas de la baraja entre sus manos.

—¿No me diga que nos vamos a enterar de sus intimidades con Elvira? —bromeó Marcial— ¿o eso no entra en el relato?

—Por supuesto, aunque no espere usted muchos detalles. Lo mejor sería decir, como el monje de Melk, que de Elvira sólo queda su nombre. 

—Mucho más complicado será describir los encantos de la misteriosa Sylvana —Lorenzo aprovechó la ocasión para empezar a ajustar cuentas con nuestros añejos embustes.

—¡Usted ni se los imagina! —saltó Andrés como un resorte, decidido a evitar que una triste novela pudiera deslucir en un ápice su gran historia de amor. 

—A mí me parece muy bien —Samuel se atenía siempre a los procedimientos establecidos—. No sólo le doy mi beneplácito, sino que le animo a hacerlo. Creo que, como decía Andrés antes de que Cupido le nublara el entendimiento, todos queremos saber la verdad. 

Los demás, salvo Andrés, que expresó algunas reservas, estuvieron totalmente de acuerdo en darme su permiso para acometer la tarea y mostraron su predilección por el segundo título. Yo les agradecí mucho su confianza y, así como consideraba la «Poesía entre dos milenios» de Andrés un homenaje en verso a nuestros tiempos de adolescencia y juventud, mi intención era convertir «Las averiguaciones de Andrés Rastrilla» en la versión en prosa del mismo propósito. 

—Pues tendremos que brindar por la futura novela —propuso Jesús Borro, novelista acreditado y que era quien mejor calibraba el reto al que me enfrentaba.

—Creo que queda una botella de champán desde las Navidades —proclamó Ángel antes de ir corriendo a inspeccionar las cámaras frigoríficas y preparar unos vasos a la altura de la ocasión.

—Hay que ver cómo ha encontrado este hombre su vocación tardía de camarero —ironizó Marcial al verlo cruzar la puerta del bar como una estrella fugaz—. Luego volvió hacia mí su mirada y me preguntó, medio en broma medio en serio, si la Sociedad seguía operativa y si yo guardaba aún aquel misterioso teléfono que nos puso en contacto con ella.

—Ni conservo aquel número de teléfono ni creo que comunicara con nada después de tantos años. En todo caso, los honorarios por sus servicios estarían totalmente fuera de nuestro alcance —le respondí, también medio en broma medio en serio.

Ángel posó sobre la mesa la botella de champán y fue rellenando los vasos meticulosamente. Luego nos levantamos todos de las sillas y los hicimos tintinear unos con otros, mientras Marcial proclamaba:

—¡Por las averiguaciones de Andrés Rastrilla!


FIN DE LA NOVELA


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martes, 6 de agosto de 2024

Capítulo LXXI: ¡Pobre Adolfo!

 

—¡Pobre Adolfo!

La expresión se escapó de la boca de Andrés como una queja lastimera o un apagado gemido. Él había compartido con Adolfo, durante los últimos años, serios problemas de salud y, a pesar de que éste había ido profundizando su apartamiento y su legendario laconismo con el paso del tiempo, Andrés se mantenía como uno de sus pocos vínculos con el mundo exterior y sentía por él la querencia solidaria que se tiene hacia los asaltados por parecida adversidad.

Adolfo había sido enterrado cuatro días antes. Era, por decirlo de alguna manera, nuestro primer representante permanente en el cementerio y eso nos había conmovido mucho a todos. El primer círculo de defensa había doblado su brazo frente al asaltante del castillo. Los demás no sabemos qué lugar tenemos asignado en la lucha, si estaremos bien guarnecidos tras una saetera, si a la intemperie, más allá del foso, o si en el salón del trono, esperando cómo el enemigo derriba la puerta y culmina la conquista… Sabemos, eso sí, que el castillo será asaltado y todos sus defensores exterminados. Pero la caída del primer puesto avanzado estremeció a toda la fortaleza, es natural.

Estábamos en el porche del Teleclub, al abrigo del sotechado que lo protege del sol y de la lluvia. No era frecuente que coincidiéramos tantos en Pedrosa, tan golpeada por la despoblación y el abandono, pero aquel primer fin de semana de agosto se seguía celebrando la fiesta de verano y, a su reclamo, en parte nostálgico y en parte funcional (no había mejor manera de ubicar unos días a los nietos), acudían los que en algún tiempo se dio en llamar «los hijos del pueblo». Habíamos tenido que unir dos mesas para dar sitio a todos los que estábamos, a los que se sumó Jesús Borro, que se dejó caer sobre la silla después de un ligero titubeo, tras posar el bastón junto a la pared. 

—No sabía que Adolfo estuviera tan mal —dijo, cogiendo al vuelo las palabras de Andrés. 

—Al final un tumor ha sido más letal que el gran asesino en serie Eutiquio Ramírez Sandoval —Marcial no podía evitar, ni en el momento de mayor recogimiento, sacar a pasear su innato sarcasmo.

Durante muchos años, el proyecto «Amnesia» (como, con precisa ironía, lo calificó Lorenzo) había constituido todo un éxito. Tras la liberación de Andrés, apenas si hubo entre nosotros alguna referencia a aquellos acontecimientos, ni en conversaciones particulares ni en reuniones de grupo. Creo que no fue menos intensa la autocensura individual que el deseo colectivo de suprimir totalmente aquel episodio de nuestras vidas. Curiosamente, sin embargo, fue al ir entrando en la vejez cuando, tal vez por ver totalmente periclitada cualquier eventual amenaza o por el estado general de indiferencia propio de la edad, comenzaron a menudear las referencias más o menos explícitas a aquellos acontecimientos, como la que, de manera tan cruda, acababa de hacer Marcial.

—Eutiquio Ramírez o Eutanasio Ramírez; Juan nos lo podrá contar, que es el único que tuvo en su mano todas las cartas de la baraja —a Lorenzo siempre le atrajeron los juegos de palabras, generalmente tan bien traídos como éste—. Cosas de la vida, en esta última etapa no le hubiera venido mal al pobre Adolfo contar con sus servicios.

Desde que el bar del Teleclub se vio obligado a funcionar con un modelo de autogestión, Ángel se fue especializando en el manejo de la cafetera, que no solo manipulaba con singular maestría, sino que completaba con un esmerado servicio al cliente. Elaboraba los cafés con mimo, en la compleja diversidad de su demanda, y nos los servía a la mesa. 

—Deberíamos poner una galleta con el café, como hacen en las ciudades —propuso Andrés, cuando recibió su cortado. 

—¡Tendrás tú más que decir! —le cortó por lo sano Salva, quien, a pesar de sus serios problemas de movilidad, conservaba los arrestos verbales de siempre—. A éste le vamos a pedir una caja de gaseosas, a ver si se ahoga. ¡Siempre poniendo pegas!

—¡Eso, eso! —celebró Esther divertida— ¡que beba gaseosa!

—¡Cómo se ponen ustedes por nada! —se defendió Andrés—. Yo sólo he bebido gaseosa donde la Flugen, que en paz descanse; tampoco hay que exagerar.

—¡No hay quien pueda con este hombre! —insistió Esther—. ¿Qué pasa, que la Flugen tenía una manera particular de servir la gaseosa?

—Esther, —terció Marcial—, los poetas están exonerados en sus actos de toda responsabilidad, porque son seres inspirados, es decir, se les ha metido un espíritu divino en su interior que es quien los maneja. Para Andrés la gaseosa era dulce ambrosía y la Flugen el hermoso Ganimedes que se la brindaba.

—Sí, ya... El espíritu de la Sylvana aquella se le metió dentro, no te jode… —Esther nunca había dado mucho crédito a la coartada de Andrés y no perdía ocasión, últimamente, en manifestarlo.

—Pronuncie Sylvana con y griega —puntualizó socarrón Marcial, que sabía bien cómo excitar el furor de Esther.

La conversación, que iba cogiendo vuelo, se pausó con la aparición de Samuel, que acababa de llegar de Madrid. Exhibiendo su tradicional cortesía, comenzó un lento ritual de saludos que fue alcanzando, uno por uno, a todos los sentados a la mesa. 

—¿Cómo quieres el café, Samuel? —le preguntó Ángel, tan inserto en su papel de camarero.

—Solo, con unas gotas.

Salva cogió a Ángel por el brazo, como para hacerle una confidencia, aunque, en realidad, lo que pretendía era otra gracia de su estilo:

—Con unas gotas de gaseosa, así disfrutará de un café inspirado.

Justo cuando Samuel acabó por tomar asiento, vimos venir a Casilda con un carrito de bebé, lo que produjo una pequeña conmoción, pues todos nos levantamos a mirar a la criatura y hacerle fiestas.

—¡Qué monada, Casilda! —Esther sacó al bebé del capazo y comenzó a alzarlo una y otra vez mientras, entre salto y salto, lo ametrallaba a besos—. ¡Me lo como, me lo como!

—Siempre me ha intrigado esa tendencia retórica de las abuelas al canibalismo —Pocas cosas le divierten tanto a Marcial como despojar al lenguaje de su aparataje metafórico.

Casilda respondió con uno de sus torrenciales arrebatos de risa, que no habían perdido frescura e intensidad con el paso de los años.

Cuando me tocó el turno de aupar al bebé, me vinieron a la memoria los dos episodios vividos hacía tanto tiempo en Tabanera, y que bien podrían haber sido el primer y segundo capítulo de nuestra común y varia historia y que, sin embargo, se quedaron orbitando para siempre el planeta de los sucesos deshilvanados.

—¡Enhorabuena por lo que te toca, Casilda! ¡Qué criatura más rica!¡Y qué afortunada de tener una abuela como tú!

—¡Gracias, Juan! La verdad es que ahora es esto lo que me da la vida.

Después de un buen rato junto al carrito, las mujeres optaron por irse con Casilda y nosotros nos sentamos de nuevo a la mesa.


Capítulo LXXII: Las averiguaciones de Andrés Rastrilla

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jueves, 1 de agosto de 2024

Capítulo LXX: ¡Feliz Año Nuevo!


La mañana que siguió a la noche de la rifa, como me había acostado temprano y sin mucha afectación alcohólica, me apliqué nada más levantarme al rito anual de podar el plátano del corral. Y ya casi estaba rematando la faena cuando resbalé de la escalera de mano que utilizaba para ese menester y caí al suelo con el tobillo ligeramente flexionado.

El resultado fue un fuerte esguince que me obligó a andar con muletas durante un par de semanas y me dejó varado en casa durante todas las vacaciones. Para empezar, me perdí la actuación en directo de Andrés en Radio Evolución, cuya poderosa declamación, Abriendo puertas a la Navidad, tuve que escuchar por la radio; y, por supuesto, me quedé sin la salida estelar del año, la de Nochevieja. 

Con todo, y a duras penas, me las arreglaba para calentar la gloria todos los días, tarea que desde niño me producía una extraña fascinación. En eso estaba en la mañana del 31 de diciembre cuando oí la voz de Casilda, que llegaba desde la puerta de la calle. 

—Hola Juan, ¿estás por ahí?

—Pasa, Casilda. Estoy aquí alimentando el fuego. Hoy tenemos que calentar la casa a conciencia, que hace un frío que pela.

—Siento mucho lo del pie, ¡qué putada, en plenas fiestas!

—Peor hubiese sido si me pilla trabajando. Creo que hasta me vendrán bien unos días de sosiego, después de tantas emociones. 

—Pues nada, venía a decirte que muchas gracias y perdón por lo de la otra noche, que os fastidié la fiesta. ¡Qué vergüenza!, nunca me había puesto así.

—No digas tonterías, Casilda. No hay nada que perdonar. Eso nos pasa a todos…

—Espero no haber dicho demasiadas estupideces, es que no me acuerdo de nada en absoluto.

—No te preocupes, no dijiste nada irreparable —le comenté riendo, mientras dejaba entrecerrada la chapa de la choranca, que ya había encandilado con fuerza—. Se te metió en la cabeza que te llevara a Tabanera y no decías otra cosa. Y lo mejor es que estuvimos en Tabanera y ni te enteraste.

Ella estalló en una de sus carcajadas francas y limpias. 

—Espero que la próxima vez, en un sitio tan romántico, sea capaz de mantener mejor el dominio de mis facultades.

En ese momento llegó mi madre de la compra, charlamos los tres un poco sobre el frío, el funcionamiento de la gloria, la cena de Nochevieja, cómo pasan los años y alguna otra cosa por el estilo hasta que Casilda se fue.

¡Qué moza más salada es Casilda! Y parece muy buena persona —mi madre empezaba a preocuparse por mi errática vida sentimental y trataba de orientarme, cuando había ocasión, con el mayor tacto que le era posible. 

Después de comer, bajé con el auxilio de las muletas a tomar un café al Teleclub. En el porche me encontré con Lorenzo, que se interesó por el estado de mi tobillo, pero que muy pronto cambió de tema:

—He estado hablando con Marcial y me ha contado todos los detalles del proyecto «Amnesia».

—¿Y cómo lo ve usted? —Lorenzo era, sin duda, el escollo más difícil de superar para el éxito de ese plan que él había motejado de manera tan certera.

—Usted sabe perfectamente que no me gusta nada. Tenemos conocimiento de delitos muy graves que van a quedar impunes.

—Puede ser —le respondí—, asesinatos ejecutados por una persona fallecida, crímenes solicitados por la víctima y un secuestrado que niega tajantemente haberlo sido. Francamente, yo dejaría las cosas estar.

—En cualquier caso —prosiguió él— si el poeta y usted, que iniciaron todo esto y han sido los más combativos e implicados en ello, así lo desean, yo, que sólo he asistido a algún episodio aislado, no pienso entrometerme. Ustedes y su conciencia sabrán. 

 —¡No se me ponga tan solemne! —le ofrecí mi mano, como si estuviéramos firmando un pacto y él la tomó con fuerza— ¡Trato hecho! Y, ahora, a tomar el café, que no está el tiempo como para quedarse parados al relente en medio de la calle.

De vuelta a casa coincidí con Mariángeles, que bajaba por mi calle, muy acelerada con los preparativos de la Noche de Reyes. 

—Lamento decirte que vuestras investigaciones sobre el hombre muerto en el páramo han perdido mucha presencia en el telediario de la Noche de Reyes.

—Lo celebro —le respondí bromeando—, no nos gusta nada la notoriedad pública. Pero, solo por curiosidad, ¿se puede saber por qué?

—Te habrás enterado de que hace dos semanas robaron el jamón de la rifa del Teleclub, la que coincide con las últimas cifras de la lotería de Navidad.

—Algo he oído, sí.

—Pues a los chicos les ha parecido que sería muy gracioso hacer un vídeo al respecto, con entrevistas, reconstrucción del robo con banda sonora, y cosas así… Y eso va a ocupar buena parte del telediario. De vosotros sólo se va a mencionar a Sylvana, la exótica novia de Andrés, que lo ha tenido secuestrado más de una semana…

—Igual el término «secuestrado» no es el más idóneo —le sugerí—; yo utilizaría «abducido», es más novelesco.

—Vale, se lo comentaré. A mí también me parece más gracioso. 

El resto de la tarde lo pasé leyendo en casa. Felisín me había confiado como un tesoro un ejemplar de El nombre de la Rosa, lectura adictiva donde las haya, y más para un filólogo siempre en ciernes. La novela me tenía tan abducido o más que Sylvana se dice que tuvo a nuestro poeta. Pero el año no podía terminar sin rendir las debidas preces al recinto sagrado de la Flugen, nuestro templo pagano, por mucho que aquellas escaleras fueran todo un tormento para mi maltrecho tobillo.

Llegué muy pronto, de manera que sólo me encontré en su interior a Jesús Borro y al poeta, que sostenían una animada disputa sobre la veracidad de lo que Jesús denominaba «El mito de la musa colombiana».

—Jesús, los mitos acaban por sobreponerse siempre a la realidad —así traté de disolver aquel último reparo a la versión de Andrés—. ¿Quién se acordaría de la Guerra de Troya si sólo hubiéramos conservado los partes de campaña transmitidos por un sargento? A la Guerra de Troya la eterniza la tradición poética, no lo que allí sucediera de verdad, un intercambio de golpes anodino que no le interesaba a nadie. Yo me quedo con la versión mitológica de Andrés, que será la que se conservará para siempre en el imaginario colectivo de Pedrosa del Príncipe.

—¿Tú también quieres una gaseosa? —me interrumpió la Flugen con su tacto habitual.

—No gracias, Flugen. Vuelvo a la cerveza. Y, por cierto, feliz Año Nuevo. 

—También para ti, hijo —me respondió—; a ver si el año que viene os dejáis de buscar pelanduscas por ahí. 

—Está bien —concluyó Jesús—; yo también, aunque me siento más cómodo en la investigación histórica, admitiré la versión mitológica de Andrés, siempre y cuando me inviten ustedes a una cerveza, que me he dejado la cartera en casa.

—¡Eso está hecho! —le aseguró el poeta, que también deseaba pasar página.

Luego llegaron todos los demás, precedidos por el tonante Salva y seguidos por las chicas. Hasta la hora de ir a cenar estuvimos haciendo planes para esa noche y la de Reyes. Las campanadas cada uno las oyó en su casa, comiendo las uvas, pero luego salimos todos de nuevo para ver unos fuegos artificiales que había organizado el ayuntamiento. A Andrés le parecieron tan excepcionales que soltó una de las pocas astas de toro bravo que yo le había oído no asociadas a la comida o la bebida.

Al cabo de un rato, y después de la tradicional guerra del champán en el Teleclub, mis amigos fueron partiendo hacia Melgar, no sin antes tratar de persuadirme de que mi pie maltrecho no era un inconveniente que justificara no salir de fiesta en Nochevieja. Cuando ya no quedó ninguno, me retiré a casa, en la que tenía un plan no menos fascinante que la noche de Melgar: acabar antes de acostarme con las pocas páginas que me quedaban de El Nombre de la Rosa.


Capítulo LXXI: ¡Pobre Adolfo!

Presentación de la obra e índice general

lunes, 29 de julio de 2024

Capítulo LXIX: Como si nada hubiera pasado

 

—¡Vamos espabilando, que ya tiene que haber empezado «el lento» en La Cristal! 

Aquella noche no tenía yo el espíritu de batalla necesario para sumirme en esa especie de mercado de ganado cuyo objetivo final era cobrarse una pieza y ascender de la mano con ella a la primera planta, en la que se ubicaba «el reservado». Se atenuaban las luces hasta casi oscurecerse la sala, sonaba una música melódica y comenzaba un teatrillo de máscaras en el que, en realidad, la res elegía al tratante, tras un complejo ceremonial de acercamientos y resistencias. El poeta, contra su costumbre, tampoco se mostró muy motivado, así que Salva nos dejó solos.

—¡No valéis para nada! —se despidió resignado.

Era mi noche de atadura de cabos sueltos y no podía dejar pasar la oportunidad que me brindaba el azar. Me había quedado a solas con el poeta, al que veía tranquilo y satisfecho tras la ingestión de dos cabecillas de cordero. Ocasión óptima para hablar con franqueza. Nos pusimos a charlar apaciblemente sobre cualquier cosa, hasta que encontré el momento oportuno para entrar en materia.

—Hay una cosa que no me cuadra, Andrés. Yo dejé al sospechoso en Tardajos sobre la una y usted se bajó del coche de línea de Madrid, en Pedrosa, a las tres. Una de dos, o lo liberaron antes de tiempo o usted no estaba retenido en Madrid.

Al poeta le pilló por sorpresa un abordaje tan directo sobre un tema que se había declarado prohibido y pareció meditar mucho la respuesta.

—Nunca había estado antes con una mujer como Sylvana —dejó caer a plomo como única explicación.

Andrés solía agotar mi capacidad de sorpresa, pero aquello superaba ya todos los registros.

—A ver, Andrés, que estás hablando conmigo y aquí no nos oye nadie…

—Ella no quiso venir al pueblo —siguió argumentando como si tal cosa—. Le gustan las ciudades grandes. Nació en Medellín y llegó hace tres años a Madrid.

Entonces me di cuenta de que aquel cabo suelto ya había sido atado, y de qué manera, por la Sociedad, así que di el tema por zanjado.

—¿Y volverá usted a verla?

—No creo —me respondió, haciéndose el melancólico—, yo tengo aquí mi trabajo y mi vida. Es una pena. Por cierto, pasado mañana hablo en Radio Evolución. Si quiere usted venir conmigo, ahora que está de vacaciones, no hay ningún problema para entrar en el estudio.

—Pues no lo descarto —le contesté.

De las tantas cosas insólitas que nos había tocado vivir el último medio año, nada me fascinó tanto como la férrea asunción por parte de Andrés de aquella versión alternativa a la de su secuestro, que defendía con tanta convicción y minuciosidad en sus detalles que, si yo no conociera la verdad tan a fondo, podría haberme hecho dudar.

Esa actitud era decisiva, porque Andrés era la única prueba incontrovertible de la actividad delictiva de la Sociedad. Ya no existían las pertenencias de Ernestina, el cuerpo de Eutiquio Ramírez era imposible de identificar, prefería no pensar dónde estaría el de Elvira, pero, en todo caso, seguro que desvinculado con precisión quirúrgica de la verdadera causa de su muerte. 

En aquel momento, lo único que deseaba era encapsular todo lo vivido y proyectarlo fuera de este mundo como una pesadilla o un mal sueño. 

En esas reflexiones estaba, cuando, a la salida del mesón, nos abordó Lucía desencajada. 

—¡Gracias a Dios que os encuentro! Casilda está en La Pesa con el colocón del siglo. No puede tenerse en pie. La tenemos que llevar a casa, Juan.

Nunca antes había visto a Casilda así. Lucía la había dejado al cuidado de Marcial hasta encontrar a alguien que la pudiera llevar al pueblo.

—¡Juan! Quiero que me lleve usted al campanario de Tabanera —gritó Casilda con voz de arrabalera al vernos llegar, adornando su súplica con un estridente puñetazo en la mesa que hizo caer un par de vasos al suelo, que se quebraron con estrépito.

—¡Esto no hay dinero que lo pague! —vociferó enfurecido uno de los dos hermanos que llevaban aquel antro.

Entre Marcial y yo incorporamos a Casilda, que hacía amagos de vomitar.

—Lléveme a Tabanera —insistía ella, en su ritornelo etílico.

Mientras la conducíamos al baño, oí a Andrés interesarse por si aún quedaba algún huevo duro.

—Aquí los únicos huevos que quedan son los míos, que me los vais a reventar —le contestó el camarero, totalmente desquiciado.

Lucía nos confesó que, además de alcohol, se habían metido no sé qué pastilla, que a Casilda la dejó fuera de juego en el acto y a ella no le hizo el menor efecto. 

—Bueno, pues nos volvemos a Pedrosa los cinco que hemos venido en el coche, si les parece —propuse yo, que había notado a Marcial algo alicorto aquella noche y al poeta sin su tradicional afán por retornar a casa lo más tarde posible los días de fiesta.

—A mí lléveme usted al campanario de Tabanera —Casilda, después de la visita al baño había cobrado cierta estabilidad, pero aún no salía del razonamiento circular de un borracho tradicional.

Todos, salvo Marcial, se habían quedado dormidos dentro del coche cuando lo desvié para tomar el embarrado camino de Tabanera. Cruzamos el Odra por el precario puente que lleva al despoblado y detuve el coche en el mismo lugar que la vez anterior. Ni el inmisericorde traqueteo a causa de los baches del camino había conseguido despertar al pasaje del asiento de atrás, las dos chicas y Andrés, sumidos en un profundo sueño.

Marcial y yo, a pesar de la helada que estaba cayendo, salimos del coche a tomar un poco el aire. Nuestra respiración exhalaba un denso hálito entre el intenso frío de la noche. La luna y su deslumbrante cortejo de estrellas lucían con lujuria a través de la diáfana atmósfera del cielo de diciembre.

—Acláreme, Juan, por favor, el camino a seguir, porque yo estoy un poco desnortado —me preguntó Marcial, en un tono inusualmente serio en él.

—He hablado esta noche a solas con el poeta y me ha comentado que él nunca estuvo secuestrado, que conoció a una chica colombiana y ha estado con ella hasta que su relación se ha hecho imposible, porque él quiere seguir viviendo en Pedrosa y ella no. Ya conoces a Andrés, sería capaz de mantener esa versión ardiendo en la hoguera.

—Bien, entiendo esa parte —concedió Marcial, que se mostraba más receptivo de lo habitual—, pero ¿qué pasa con todo lo demás?

—Adolfo acabó entendiendo lo que pasaba y bastante tiene con superar ese miedo. La mejor forma de ayudarlo es no sacar nunca el tema en su presencia. Yo hablé en Palencia con una persona que no existe, pero que me ofrecía todas las garantías. La conclusión es que, si lo dejamos estar, todo lo que hemos vivido es como si no hubiera existido jamás, es decir, que no hay nada que temer. 

—¿Y qué me cuenta de Elvira?

—Marcial, para mí el no volver a verla implica un desgarro emocional difícil de imaginar. Usted está en su derecho de hacer lo que quiera, pero yo le voy a pedir un favor personal: en mi presencia vamos a hacer también como que no existe, como que hubiera muerto. 

Marcial, de natural polemista y combativo, no se solía conformar con explicaciones poco claras y no verificables, pero le debí transmitir toda la desolación que sentía y me prometió cumplir con el favor que le había pedido. 

—En suma —concluyó—, la vida sigue como si nada hubiera pasado.

—Eso es, como si nada hubiera pasado, aunque hayan pasado tantas cosas.

La helada apretaba cada vez más, así que nos metimos en el coche. Al arrancar, Casilda pareció despertar de su denso sopor e irguió un poco la cabeza.

—Lléveme a Tabanera —murmuró apenas, recostó de nuevo la cabeza en el respaldo del asiento y se volvió quedar profundamente dormida.


Capítulo LXX: ¡Feliz Año Nuevo!

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jueves, 25 de julio de 2024

Capítulo LXVIII: La rifa del R-5


El Día de los Santos Inocentes cayó en domingo, con lo que se esperaba una enorme afluencia al sorteo del Renault 5 en la discoteca Las Vegas 2, en Melgar. Por eso habíamos quedado más temprano de lo habitual donde la Flugen, para, desde allí, partir directos a Las Vegas. 

—Da gusto veros así, todos juntos los del pueblo; que aquí hay chicas que no tienen nada que envidiar a las de la ciudad —proclamaba la Flugen, encantada de tener su viejo café repleto.

—Lo que te da gusto a ti es ver a tanta gente haciendo gasto —Adolfo también iba normalizando su limitada y áspera retórica.

—¿Y tú también andabas con una de fuera, como estos dos cenutrios? Que no se te ha visto el pelo últimamente —contraatacó la Flugen, que aprovechó para zaherirnos también a Andrés y a mí, a los que consideraba instigadores de aquel movimiento insurreccional contra su negocio.

Adolfo prefirió no replicar y se retiró a organizar una partida de futbolín. 

—Bueno, ¿tomaréis otra ronda antes de iros a Melgar? —insistió la Flugen—, que me he pasado aquí muchos días más sola que la una. 

—Vale —aprobó Marcial—, pero yo ahora me cambio a la gaseosa, como el poeta, porque ya sabéis que hay que emborrachar la mente, no el cuerpo —y arrojó un billete arrugado y un puñado de monedas sobre el mostrador—; aquí está todo mi peculio. No tengo ganas de ir calculando cuándo ni cuánto me toca pagar a mí. 

—Yo creo que también me vas a poner otra gaseosa, Flugen, que la noche va a ser muy larga —le pedí yo. Ya que se nos llamaba cenutrios, ejerceríamos como tales. 

—¡Una ronda de gaseosa para todos! —resumió Salva a voces, como era su costumbre.

—¡Ya veréis cómo refresca! —exclamó Andrés muy complacido de un éxito tan inopinado de su bebida predilecta.

—¡Yo no puedo con él! —a Esther le costaba mucho transigir con las que ella tachaba de «excentricidades consentidas de Andrés»—. «¡Cómo refresca!» dice el tío, un veintiocho de diciembre con cuatro grados bajo cero en la calle.

—Bueno, yo os la pongo —a la Flugen le preocupaba que nos aficionáramos a una bebida con tan poco margen de beneficio—, pero esta caja de gaseosas yo la había comprado solo para Andrés. La próxima ronda bebéis otra cosa. 

Nos repartimos en los coches de la manera más equitativa posible. Conmigo venían Andrés, Marcial, Casilda y Lucía. 

—¿Hacemos una paradita en Tabanera? —bromeó Casilda cuando nos acercábamos al cruce de Castrojeriz.

—¡Déjese de historias! —objetó Andrés, que se solía tomar todo muy en serio— ¡A ver si no vamos a llegar a tiempo a la rifa del coche! Creo que, si no se presenta en el acto la papeleta, se saca otro número. 

Lo que no había en el mundo era una rifa que pudiera evitar nuestra parada ritual en el bar de La Pesa. Cuando entramos nosotros ya estaba casi toda la barra tomada por gente de Pedrosa.

—¡En esta noche tan especial, extraordinario surtido de huevos duros! —proclamó Salva cuando nos vio entrar, parodiando el estilo de un vendedor ambulante, mientras sostenía con las dos manos una fuente llena de huevos cocidos—. ¡Distintos tamaños y calidades, distintas coceduras, distinto sabor!

—A mí póngame dos —le indicó con discreción Andrés a uno de los camareros, que pugnaba con Salva por devolver la bandeja a su sitio. El gesto del poeta no le pasó desapercibido a Silverio:

—A usted le toca un huevo, como a los demás. ¿No ve que no hay más que una fuente y hoy somos muchos?

Salva le entregó a Andrés dos huevos y justificó ese privilegio por su calidad de poeta, recitando a voz en grito uno de los fragmentos líricos más conocidos de Andrés, que acabaron coreando todos los presentes en La Pesa, sobre todo el último verso, que resumía el imperativo vital de nuestro poeta:

Así es este señor,
un pelín burlesco,
pero un gran soñador
y aunque sea picaresco
¡busco a mi gran amor!

—Hay que obedecer al tesorero, Andrés, ya nos desquitaremos más tarde usted y yo en el mesón de Las Vegas con un par de cabecillas de cordero asadas —le prometí, para no enredarnos más en el tradicional tema de los huevos duros.

—No se preocupen, yo cedo de buena gana el que me corresponde —anunció Esther, señalando a la fuente con un ademán de profunda repugnancia. 

—No sé cómo se las arregla, pero el tío ya se ha zampado los dos huevos —insistió Silverio.

—Deben mostrarse más respetuosos —proclamó Marcial con solemnidad— ¡Andrés es un intelectual!

—¡Ni eso! —sentenció Adolfo, que se había subido a la arcaica báscula que daba sobrenombre al bar para pesarse, sin importarle mucho que el indicador se agitara atolondrado por toda la escala.

Las Vegas 2 estaba intransitable. Las papeletas para el sorteo del coche se repartían gratuitamente junto con la entrada de la discoteca a lo largo de todo el año, por lo que la enorme cantidad de gente que concurría aquella noche convertía el simple hecho de entrar en la discoteca en una empresa heroica. Nuestro grupo se fue disgregando rápidamente entre aquella masa informe de personas, hasta que en poco tiempo me vi solo y apretujado por una multitud. 

Me resultaba tan atosigante aquella situación que me escapé como pude, contra la corriente que seguía entrando, y le di todas mis papeletas a un chico de Villaveta que había sido compañero mío en el seminario de Tardajos, al que me encontré en el exterior, pugnando por entrar. 

—Toma, y que tengas suerte. Ahí dentro no hay quien pare.

Él las recibió de muy buen grado y siguió con su batalla por acceder al recinto. 

Yo me fui retirando del enorme hormiguero humano que se había formado frente a la discoteca y que irradiaba por todas las calles adyacentes. Me apetecía una cerveza sosegada, así que obvié La Pesa y seguí caminando hasta La Concha, refugio tradicional para parejas de cierta edad, un lugar aburrido, pero tranquilo. Me coloqué en la mesa más esquinada del local, adonde no tardó en aparecer Arsenio, el camarero, con mi cerveza. Todo listo para una apacible tregua al abrigo de un puerto seguro, en la agitada navegación de aquella noche.

Pero, al poco de estar allí, vi entrar a don Dionisio acompañado de una señora que tenía todas las trazas de ser su esposa. Me hubiera gustado eludirlo, pero él también reparó en mi presencia y se dirigió de inmediato a mi mesa.

—¡Buenas noches, Juan! Me alegro de verle. ¿Están libres estos asientos?

—Sí, por supuesto, siéntense aquí, por favor.

Una vez acomodados y servidos, el inspector me presentó a su señora.

—Irene, este mozo se llama Juan, y nos hemos conocido en el curso de una investigación policial. Trabaja como funcionario en un Ministerio.

«¿Mozo?»

—Mucho gusto, señora. Así es, trabajo en el Ministerio de Educación.

Don Dionisio dio un gran rodeo (la enorme afluencia de gente, la fastidiosa rifa del coche, el frío intenso que estaba haciendo…) hasta llegar a dónde le interesaba:

—¿Y sucedió algo digno de mención en su visita a Málaga y Madrid?

—La pregunta, tan ambigua y reptil, sobre todo con su esposa presente, hubiera merecido otra contestación. Pero estábamos en pleno proceso de demolición del caso «Eutiquio Ramírez» y me venía genial la circunstancia para cerrar también el capítulo del comisario. 

—Un fracaso estrepitoso, don Dionisio, en todos los sentidos. No encontramos ninguna lápida en el cementerio de San Isidro, ni a nombre de Dorotea ni de Teodora, con lo que haber llevado hasta allí sus aparatos hubiera supuesto un esfuerzo inútil. En Málaga, ninguno de los Olaverrías con los que pudimos hablar tenía nada que ver con Estanislao Olaverría, y el viaje fue tan frustrante, largo y fatigoso que Elvira y yo acabamos enfadados, cada uno por nuestro lado…

—No me quisieron atender —a don Dionisio le costaba reprimir tanta satisfacción— y yo ya cuento en mi haber con muchos casos como ese. A la gente común siempre le gusta ver grandes conspiraciones detrás de una muerte difícil de explicar, pero la experiencia nos dice que, en el mundo real, las cosas suelen ser lo que parecen. 

—¡Qué razón tiene usted, don Dionisio! —no me regodeaba yo menos que él en la suerte y también me costaba simular mi gozo— ¡Cuánto trajín nos hubiésemos ahorrado siguiendo sus consejos!

—«Zapatero a tus zapatos» dice el refrán —concluyó el comisario, que reventaba de condescendencia, aunque aún le quedaban algunas curiosidades por satisfacer—. He oído, sin embargo, que su amigo el poeta ha estado desaparecido unos días…

—Señora Irene, le ruego que me disculpe la expresión —me encantaba aquel viaje a las normas de urbanidad del siglo pasado—, pero no encuentro mejor manera de describirlo. Mi amigo se quedó incrustado entre las columnas de alabastro y los cántaros de miel de una musa caribeña, una tal Sylvana, con y griega, de nacionalidad colombiana. 

—Bueno, —dijo el inspector mirando a su mujer con una picardía bobalicona—, no soy yo quien se lo reproche. Y, por cierto, ¿qué fue de esa tal Elvira? ¿Usted se daría cuenta por fin de que no estaba del todo en sus cabales?

En ese momento sí que tuve que morderme la lengua hasta echar sangre. Me contuve, sin embargo, y sólo me permití una pequeña dosis de cizaña, para que don Dionisio, a ser posible, pasara una mala noche.

—Muy bien no estaba, no. Fíjese que llegó a decirme en Málaga que se había equivocado de acompañante, que hubiera preferido mil veces a un hombre de verdad, como usted. Supongo que haría referencia a aquel viaje que hicieron juntos y a solas en su coche de Palencia a Madrid, cuando nos encontramos en la taberna Oliveros. 

Irene torció una torva mirada hacia su marido, como reclamando de inmediato una urgente exégesis de aquellas palabras, momento que yo aproveché para despedirme de los dos con mucha rapidez y cortesía en dirección al mesón de las Vegas, porque temía que en un día tan concurrido pudieran acabarse antes de lo acostumbrado las cabecillas asadas de cordero. 

Y no iba muy desencaminado, porque al entrar me encontré a Andrés y Salva engullendo dos buenos ejemplares. 

—¡Hay que joderse! —me saludó Salva al verme entrar—, no me ha tocado el puto coche por dos números. 

—Y tampoco le ha tocado a ninguno de los nuestros —añadió Andrés—, lo cual es muy raro, porque los números tenían que ir seguidos.

—Le ha tocado al cebadera ese amigo suyo de Villaveta —siguió Salva refunfuñando, mientras apuraba con delectación los sesos del cordero—; ése con el que estuviste en el seminario de Tardajos. No sé cómo se las arreglan todos los gilipollas para tener tanta suerte. 

—Luisa —le dije a la regente del mesón—, póngame una cabecilla de cordero, que veo que escasean. 

—¡Y tanto! —respondió ella— tus amigos ya van por la segunda. Pero has tenido suerte, que todavía queda una.

Los cogí por el cuello, a cada uno con un brazo, y me puse a canturrear tan mal como sólo yo soy capaz:

—«¿Qué pasará? ¿Qué misterio habrá? Puede ser mi gran noche…»


Capítulo LXIX: Como si nada hubiera pasado

Presentación de la obra e índice general

lunes, 22 de julio de 2024

Capítulo LXVII: Nochebuena


Hasta la tarde del día de nochebuena no bajé a Pedrosa. Contra lo que yo me esperaba, parecía haber calado la necesidad de superar todo lo sucedido. Cuando se fue posando la alborotada polvareda heroica de la aventura, comenzamos a calibrar el enorme riesgo que habían corrido nuestras vidas y a sentir una especie de miedo retrospectivo que se filtró en nuestra conducta. Ya ni siquiera el poeta proclamaba su deseo litúrgico de saber la verdad. Pero tampoco lo hacían los escrúpulos legalistas de Lorenzo, las enarboladas soflamas éticas de Marcial, el imperativo investigador de Jesús o mi insaciable curiosidad por estudiar los sombríos recovecos de la condición humana. Quedaba algún amargo rescoldo, desde luego, pero que se iría sofocando poco a poco.

Como en otras nochebuenas, dedicamos la tarde a una visita etílico cultural por los alrededores de Pedrosa. Hicimos parada frente al rollo gótico de Boadilla del Camino, en el monasterio de Santa Clara de Astudillo, en la iglesia de San Juan de Santoyo, en la de San Hipólito de Támara y en la fortaleza templaria de Santa María la Blanca de Villalcázar de Sirga. Y junto a las delicias del arte, en cada pueblo pagábamos una suerte de pontazgo en alguno de los bares de la localidad. El impuesto, convertido en vino o cerveza, fue relajando los controles que habían mantenido firme el acuerdo tácito de no invocar al fantasma de Eutiquio Ramírez y su secuela de atormentados espíritus errantes. 

Antes de recalar en el Teleclub, donde era tradicional beber la última copa tribal, previa al refugio de cada cual en la intimidad de su familia, nos detuvimos en el bar Niza de Astudillo a hacer balance de nuestra expedición. Samuel siempre sugería que cada uno expresara sus preferencias en un ranking de cinco hitos clave, como él los llamaba, lo que siempre daba origen a una interesante reconsideración de todo lo visto y a apasionadas discrepancias al respecto. 

—Ya empezamos otra vez con los rankings —protestó fastidiado Andrés, a quien le incomodaba realizar ese esfuerzo intelectual en un día de fiesta.

—¿Por qué no nos describe, entonces, las cualidades de esa presunta sirena que cautivó sus sentidos en Madrid? —le preguntó Marcial, saltándose de súbito todos los tabúes establecidos.

—Si el poeta no se manifiesta —traté a la desesperada de atajar aquella vía de agua—, ahí van mis preferencias: número uno, el órgano aéreo sobre columna pseudo marmórea de la iglesia de Támara; número dos: la visión cenital de la última cena en la puerta del sagrario de San Juan de Santoyo; número tres: el pimiento que cobija en su mano Doña Leonor Ruiz de Castro y Pimentel en el templo templario de Villalcázar; número cuatro, las veneras, al derecho y al revés, que adornan el rollo jurisdiccional de Boadilla del Camino; y quinto y último, ese trozo de Al Andalus clavado en el corazón de Castilla la Vieja, el doble arco polilobulado de la fachada del palacio Real de Pedro I el Cruel en Astudillo. Ya ven que mi selección es minimalista.

Buen intento, Juan, —Marcial, irredento defensor de la libertad de expresión al que cualquier efluvio alcohólico hacía incontenible, volvió a la carga; —pero yo quiero que el poeta me describa los encantos de aquella irresistible Calipso que lo tenía atrapado en su red de amor. 

«Los últimos rescoldos de la resistencia» pensé.

—Era colombiana —le respondió el poeta sin entrar al trapo, dejando claro que era tan insistente manteniendo un embuste como en la búsqueda de la verdad—. Se llamaba Sylvana, con y griega, y tenía los ojos grandes; era alta, morena, tetuda, muy graciosa y muy apasionada. ¿Quiere saber usted algo más?

—Yo voy a decir mis cinco hitos —Samuel trató también de apaciguar, aunque sin mucho éxito.

—¿Y usted? —Marcial me interpeló entonces directamente a mí— ¿se dignará a contarnos algún día sus fabulosas aventuras, una vez perdidos todos sus compañeros de travesía, y qué fue de Circe, la maga que convertía a los hombres en cerdos?

—Algún día, Marcial —le respondí muy serio, mirándole fijamente a los ojos—, porque a diferencia del astuto Ulises, el torpe Juan disfruta y quiere seguir disfrutando de la compañía de todos sus amigos, que es lo más importante. Y de los hechizos de Circe iré saliendo con mucho tiempo y mucho dolor, porque, lamentablemente, ella nunca pudo escapar de su isla encantada. 

Al ver que mis palabras habían silenciado por un instante a Marcial, intenté retomar nuestra rutina, esa que simulaba que en estos últimos cinco meses no había pasado nada fuera de lo normal. 

—Estoy ansioso por oír las preferencias de Samuel.

—Yo creo que resulta más emocionante comenzar por el número cinco e ir ascendiendo —empezó por decir Samuel, al que no dejó seguir Lorenzo, que, como Marcial, no acababa de aceptar de buen grado el abrupto cierre de nuestras investigaciones.

—Tengo mis serias dudas sobre que el encubrimiento de una organización criminal sea la manera más sensata y ética de proceder. 

—Muy bien —le respondí un poco hastiado ya de aquella discusión—, vaya usted a la policía, a presencia de don Dionisio o algún otro petimetre semejante, a contarles que ha descubierto las actividades de una asociación delictiva llamada «Arre Burro Producciones» que se dedica a eliminar, previo pago y con una amplia gama de opciones, a gente adinerada que desea morir. Y que uno de sus agentes era una persona sin identidad que dedicó su vida a ir asesinando, mediante un suicidio simulado, a todos los descendientes varones de una célula anarquista que violó a su madre en julio de 1936. Le sugiero que se esmere en dar credibilidad al relato, porque de primeras no suena muy verosímil.

—Y, además, yo —saltó Andrés de improviso y muy enfurecido— nunca admitiré haber sido secuestrado.

—Así las cosas —insistió Samuel—, no tengo muy claro si otorgar el número cinco al artesonado polícromo del coro de Santoyo o a su impresionante retablo en su totalidad, y no solo a la puerta del sagrario.

—Déselo al retablo —aconsejó Andrés, al que traían sin cuidado todas estas sutilezas artísticas y manifestaba la tendencia natural de Samuel a la sobreargumentación; y que, por encima de todo, tenía muchas ganas ya de volver a Pedrosa para cenar. 

El Teleclub estaba atestado de gente en ese estado de optimismo colectivo e irracional previo a festividades de especial emotividad, como la Nochebuena. A lo lejos, en la pantalla de televisión, el rey seguía hablando entre la indiferencia general, pero como atrezo imprescindible de una escena que se repetía año tras año.

—¡Ya han llegado los comeiglesias! —se oyó bramar a Salva, que nos hacía gestos desde la otra esquina del bar para que nos aproximáramos. 

Nos reunimos todos en aquel rincón, los que veníamos de la excursión con los demás chicos, Adolfo, Salva, Gerardo, Jesús… y con todas las chicas. Nos deseamos una feliz Navidad entre besos, abrazos, apretones de manos y palmadas y planificamos el viaje para asistir a la rifa del coche en Melgar, el día de los Santos Inocentes.

—¿Vendrán con nosotros, chicas o seguirán en brazos de los esculturales efebos de Hinestrosa? —Marcial parecía ir recuperando su tono habitual.

—Parece que volvéis a apreciar el producto nacional… —respondió Casilda con mucho retintín.

—¡Ya veremos! —corrigió Esther entre risas, lo cual en ella era un sí abrumador.

—Salva, —propuso el poeta— ¿le interesa saber el resultado del ranking de esta tarde?

—¡Váyase usted a la mierda! —le respondió éste con todo el refinamiento del que era capaz.


Capítulo LXVIII: La rifa del R-5

Presentación de la obra e índice general

jueves, 18 de julio de 2024

Capitulo LXVI: El retorno del poeta


Creo que le oí a Braulio decir una vez que las cosas que uno posee sólo se saben apreciar en su justa medida cuando se han perdido. Había conocido a Elvira hacía menos de medio año, y nuestra relación desde entonces discurrió de manera muy episódica y tumultuosa, una montaña rusa de emociones que había excluido desde el primer minuto cualquier compromiso serio o plan de futuro. Y, sin embargo, la sensación de desamparo que sufrí al conocer su muerte fue tan intensa que me encontraba totalmente desorientado e inerme, como un gato doméstico abandonado de súbito en medio de la selva amazónica. Sólo me activó el recuerdo de Andrés, cuya ausencia se alargaba más de una semana y a quien me imaginaba aterrado en su cautiverio.

Cuando llegué a Pedrosa me dirigí directamente al Cotorro Quitapenas. Allí seguían Lorenzo y Marcial vigilando con diligencia a nuestro prisionero. Me recibieron con gran alivio y, aunque tenían mil preguntas que hacer, fui muy parco en explicaciones:

—Me llevo a este hombre al punto de entrega. Decidle a Salva que ya puede irse a su casa a descansar, que Adolfo no corre ningún peligro; y ustedes también pueden retirarse. En cuanto el sospechoso quede libre, Andrés volverá a Pedrosa sin ningún daño.

—A ver, Juan —reclamó Lorenzo, que no veía claro un procedimiento tan expeditivo—; creo que nos merecemos una explicación. Cuéntenos qué ha pasado en Palencia. ¿Qué garantías tenemos de que, una vez que hayamos liberado a este hombre, soltarán a Andrés?

—Todas —le respondí, tratando de abreviar lo más posible aquel difícil trámite—. Les suplico que confíen en mí, por favor; todo está solucionado, pero hay que hacer las cosas rápido, porque, si no, no sólo Andrés y Adolfo, sino todos nosotros correremos un serio peligro.

Yo tenía una confianza ciega en la palabra de aquel delincuente que se hacía llamar Aurelio Víctor, supongo que porque me confesó la muerte de Elvira sin ninguna necesidad de hacerlo. Marcial y Lorenzo, sin embargo, recelaban de mis palabras, pues tenían muy presentes la ocultación del secuestro de Andrés y mi asistencia furtiva al concierto.

Pero como eran personas inteligentes y no vislumbraban alternativa alguna a mi plan que no fuera mantener encerrado al sospechoso, con todo lo que aquello traía aparejado, no tardaron en transigir. Me debieron ver, además, tan seguro de lo que decía y tan decidido a hacerlo que, por fin, me dejaron marchar, no sin haber insistido varias veces en acompañarme o vigilarme a distancia. Improvisé sobre la marcha una de las infinitas mentiras que tendría que urdir para echar cada vez más tierra sobre todo aquel asunto:

—El trato con el agente de Palencia exige que sea yo el que haga la entrega y, además, solo, sin ningún acompañante. Y esta vez no puede volver a suceder lo de la noche del concierto. 

Bajé a casa a por la caja de Ernestina y todas las fotocopias que habíamos realizado de las cartas y fotografías que contenía. Me resultó imposible no sentir en su contacto la intrépida imagen de Elvira colándose en la habitación de la residencia de Guadalajara y me pregunté cuántas veces más me asaltaría su recuerdo tan violentamente, casi como una presencia física. 

De vuelta en la bodega, Marcial me dejó una navaja para cortar las cuerdas con las que teníamos atado al sospechoso cuando llegáramos al punto de entrega. También me confiaron las llaves del coche y la pistola, que guardé con mucho celo en la guantera.

Cuando llegué a Hinestrosa, tras comprobar por el retrovisor que nadie nos seguía por la larga recta que antecede al pueblo, detuve el coche y corté con la navaja las ataduras que atenazaban a nuestro cautivo, al que había sentado a mi lado.

—¿Conoce usted a Aurelio Víctor? —le pregunté, mientras me deshacía de los trozos de cuerda arrojándolos por la ventanilla.

—Gracias por todo —me dijo, antes de responder a mi pregunta—, se ha portado usted muy bien conmigo y ha contenido a ese bruto que me encañonaba con la pistola y que podía haber cometido alguna insensatez. No, yo no conozco a nadie con ese nombre. Ya le he explicado que la Sociedad tiene una estructura piramidal, de manera que yo no puedo acceder a nadie que esté sobre mi nivel. Recibo órdenes y una compensación económica, así de simple.  

El coche estaba en el mismo lugar en el que lo habíamos dejado. El sospechoso lo abrió y se sentó al volante. Le entregué con discreción la pistola, que posó con mucho cuidado debajo del asiento del copiloto.

—Es un arma defensiva —se excusó, cosa que no tenía mucho sentido hacer a esas alturas.

—Por favor —le pedí, por último, al confiarle la caja de Ernestina y las fotocopias, metidas en una bolsa que había enrollado sobre sí misma—, esto debe llegar cuanto antes a manos de Aurelio Víctor. 

—No tenga cuidado, así se hará —me aseguró, mientras dejaba el bulto sobre el suelo del asiento de al lado—. Cuídese. A pesar de todo, ha sido un placer.

Quinto Curcio, en un gesto de despedida, me ofreció su mano, que yo apreté con fuerza. Aquel tipo había acabado por caerme bien.

Volví a Pedrosa a la hora de comer. Mi madre logró reprimir la inmensa curiosidad que le había inspirado mi insólita sucesión de entradas y salidas de aquella mañana y de la noche anterior. Debió de verme tan serio, reconcentrado y poco comunicativo, que prefirió sacar a pasear dos o tres temas banales.

Sobre las tres y cuarto de la tarde paró en Pedrosa el coche de línea de Madrid, gestionado por La Sepulvedana. De él descendió Andrés con la prosopopeya de un emperador, aunque solo lo contemplara Braulio, que era el único que quedaba sentado a esa hora a la puerta del Teleclub. Con todo, la noticia de su llegada se extendió como fuego en paja seca y a mí me asaltó una hora después, mientras metía el coche en el garaje. 

—Parece ser que ya tenemos a nuestro poeta en casa —me sonrió abiertamente Casilda, que transitaba mucho mi calle en sus visitas regulares a una de sus tías—. Estáis intratables —añadió guiñando un ojo—, triunfáis allá donde vais, tú en Palencia, el poeta en Madrid… ¡Y lo que me habré perdido!

Envidiaba esa capacidad innata de Casilda de estar siempre de buen humor, una dádiva que los dioses reparten con escasa prodigalidad.

—Así que eso es lo que retenía a Andrés en Madrid…

—A ver, Juan —Casilda adornó el comentario con una carcajada—, a mí no te me hagas el sorprendido. Lo va diciendo él mismo a todo el que le pregunta.

Había que reconocerle a la Sociedad una eficacia extraordinaria. Pocas personas conocía yo más insobornables que Andrés cuando sostenía alguna de sus fijaciones obsesivas y me preguntaba con qué tipo de amenazas u ofrecimientos habrían podido persuadirlo para ir difundiendo aquella falsa especie. Sea como fuere, era una bendición, porque todos conocían al poeta, y por muy forzado que les resultara su testimonio, sabían que lo mantendría contra toda objeción. Por descontado, yo me sumaría a esa versión de manera incondicional:

—Somos esclavos del deseo carnal, Casilda, no sé por qué nos cuesta tanto reconocerlo. Nos trae y nos lleva a su antojo, unas veces a Palencia, otras a Madrid, otras a Tabanera… Y los seres inspirados también son de carne y hueso.

—Ya te vale, Juan, ya te vale —me dijo, mientras se despedía dedicándome un beso.

Necesitaba mi paseo terapéutico a la fuente de La Pedraja. El alivio que sentía al ver conjuradas todas las amenazas que pendían sobre mis dos amigos se entreveraba, de manera inextricable, con la impotencia y la amargura que me producía el vacío dejado por Elvira. Atravesando en soledad la fría estepa paramera me pareció que, a partir de entonces, lo más sensato sería retirarme por una temporada a mis cuarteles de invierno y, a la hora de salir, hacerlo con arreglo a unos parámetros de absoluta convencionalidad. Había que aguantar toda tentación, hasta con los amigos más íntimos, de exhibir presuntuosamente lo que nadie más que yo sabía. Muy al contrario, había que ir ayudando a asentar las falsas teorías que surgirían por doquier, entre las que prevalecía sobre todas la que reduciría toda nuestra extraordinaria aventura a unos torpes escarceos donjuanescos. Ambigüedad, mixtificación, olvido…

El regreso desde la fuente, porque nada invitaba, en un día tan gélido, a sentarse en los bancos de piedra, lo dediqué a construir otra estrategia, la que me permitiera convivir apaciblemente con el recuerdo de Elvira. A pesar de lo abrigado que había salido de casa, un cierzo cortante, que ahora me daba de cara, me forzaba a caminar cabizbajo, mirando al suelo. Conservaría como gemas preciosas, nítidas y resplandecientes, custodiadas para siempre en un fino cofre de marfil, mientras el tiempo deshace el armazón de podredumbre y amargura de donde fueron extraídas, una decena de recuerdos: el sol filtrándose entre su negra melena ondulada en la terraza de la sidrería El Refugio, en Tineo; el perfil de su cuerpo desnudo, de espaldas, sentada sobre la cama en el hotel de Madrid; la infantil agitación de su espíritu cuando me presentó la caja de Ernestina, como si hubiera logrado arrancar el antídoto de las entrañas del mal; su feliz embriaguez en la Antigua casa de Guardia, bromeando con los efectos del pajarete; sus instantes de entrega apasionada, sudorosa y febril.

Me senté en las piedras de la ermita mientras caía el sol, junto al cementerio. Allí me reafirmé con decisión en aquellos dos propósitos, porque había que seguir viviendo. 


Capítulo LXVII: Nochebuena

Presentación de la obra e índice general

lunes, 15 de julio de 2024

Capítulo LXV: En el Casino de Palencia (II)


Llevábamos un buen rato conversando cuando apareció de nuevo el camarero, preguntándonos si nos apetecía algo más. Ambos rechazamos la oferta, pero esa interrupción me hizo reparar en que seguíamos solos los dos en aquella enorme sala, circunstancia que participé a mi compañero de mesa. 

 —La Sociedad ha alquilado el casino para toda la mañana —me explicó—; estamos hablando de temas delicados que deben quedarse entre nosotros. Pero supongo que usted tendrá prisa y yo también la tengo; los dos tenemos asuntos importantes que resolver, así que le sugiero que, si ha saciado ya su curiosidad, vayamos al grano. 

—Me parece una gran idea —con mi atención absolutamente cautivada por todo lo que estaba oyendo, casi había olvidado la urgencia del propósito que me tenía sentado a aquella mesa. 

—El trato que le propongo es el siguiente —Aurelio Víctor se recompuso sobre el asiento y avanzó ligeramente su cuerpo, como para indicar que, despachados ya los preliminares, habíamos llegado al meollo de nuestra conversación—: nosotros liberamos a Andrés Rastrilla, sobre quien le informo, para su tranquilidad, que se encuentra en perfecto estado de salud; desde luego, mejor que el de sus vigilantes —y pareció decir aquello sin la menor ironía. 

A cambio, ustedes deben hacer tres cosas: la primera, llevar a Tardajos al agente que tienen retenido y dejarlo en su vehículo; segunda, entregar a este agente todas las pertenencias de Ernestina Martín que obran en su poder, así como las fotografías, fotocopias o reproducciones de cualquier índole que hayan podido hacer sobre ese material; la tercera —y aquí su tono se afiló un tanto— le incumbe esencialmente a usted: guardar absoluto silencio sobre todo lo referente a nuestra Sociedad y sus agentes.

—¿Cómo podemos tener la seguridad de que el poeta será liberado tras cumplir con estos requisitos?

—Ustedes nos han caído bien. Constituyen un grupo de personas con un proceder totalmente disparatado y caótico que, sin embargo, ha ido avanzando en su investigación hasta un punto adonde nadie había conseguido llegar en más de un siglo, incluyendo policías, periodistas y agencias de seguridad de todo el mundo. Todas las aproximaciones hostiles a nuestra Sociedad se saldan con la liquidación de la amenaza, por lo que pueden considerarse ustedes muy afortunados. En definitiva, no los percibimos como un riesgo, pero yo no tentaría más a la suerte… El poeta será liberado si ustedes cumplen las dos primeras condiciones. Eso es todo. 

—Por simple curiosidad, ¿le puedo preguntar por qué le interesan tanto las pertenencias de Ernestina?

—El plan de venganza de Eutiquio Ramírez sólo flaqueó con esa monja. De algún modo ella contactó con él y fue capaz de persuadirlo para mantener una entrevista en el convento. Yo creo que ya lo tenía convencido para no seguir adelante con su intención de exterminar a todos los varones descendientes de los asesinos de Obona, pero, cuando se dio cuenta de que había sido espiado por Lucía Olaverría, se sintió engañado y ya nada lo detuvo. Él tenía la certeza de que Ernestina había reunido algún material que podría ser comprometedor para su anonimato. Y eso ya nos atañe también a nosotros. La verdad es que aún me parece increíble que ustedes se nos hayan podido adelantar… 

—Hay algo que usted no ha mencionado y que para nosotros es capital, la suerte que correrá Adolfo Vega.

—Ese asunto no nos concierne en absoluto; ya le he dicho que se trataba de una cuestión personal de Eutiquio Ramírez, no constituía una misión de la Sociedad, por lo que, una vez fallecido Eutiquio y, por lo que a nosotros respecta, su amigo no corre el menor riesgo. 

—Me conforta mucho oír esas palabras —le dije muy aliviado.

—También le advierto, para acabar con todo esto, que, si usted incumple la tercera condición, no tendremos más remedio que obsequiarle con uno de nuestros trabajos, eso sí, gratuitamente.

Me tomé muy en serio aquella amenaza, por mucho que hubiera sido emitida con tanta delicadeza. Me di por enterado y le garanticé mi discreción. 

—Tengo una última cosa que decirle, y créame que me causa pesar. 

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo de arriba abajo. No tenía ni idea de qué podría tratarse, pero, desde luego, una introducción como aquella en boca de mi interlocutor invitaba al pánico.

—Eutiquio Ramírez no era la primera vez que había estado en Palencia, ni en el hotel en que se hospedó, ni en la ferretería en que compró la cuerda. En realidad, no creo que haya ninguna ciudad española en la que no hubiera estado varias veces por motivos profesionales.

Aquello daba sentido a las últimas palabras que me dedicó Elvira en la tarde de nuestra despedida y para las que yo no había encontrado ninguna explicación.

 —No le puedo contar cómo, porque no lo sé, pero Elvira Sancebrián llegó a saber a qué se dedicaba nuestro agente y requirió nuestros servicios.

Aquello no podía ser cierto, pero yo me había quedado sin fuerzas para discutirlo, así que él siguió aportando otros detalles.

—Eutiquio Ramírez, por deseo propio, era el encargado de ejecutar esa misión, pero, por lo que fuera, prefirió resolver con anterioridad sus asuntos personales. Yo sospecho que se habían cogido un cariño mutuo y él trató de demorar lo más posible el desenlace. Naturalmente, cuando un trabajo queda sin hacer por enfermedad o deceso de un agente asignado, es atribuido a otro agente. 

—Espere un segundo —le interrumpí con firmeza, casi con desesperación—, ¿me está usted diciendo que Elvira compró su propia muerte? ¿Una humilde dependienta de ferretería?

—Así es —respondió él con absoluta rotundidad—. Y no discuto su humildad, pero le puedo asegurar que tenía los recursos económicos suficientes para satisfacer nuestros honorarios, que no están al alcance de cualquiera. En todo caso, lamento comunicarle, porque me consta que usted la estimaba mucho, que la misión ha sido ya consumada.

Aquella noticia, totalmente inesperada, brutal y macabra, no me ofrecía sin embargo la menor duda sobre su veracidad. De hecho, explicaba muchas cosas de la conducta de Elvira, de aquella espesa sombra que siempre la acompañaba. Explicaba su negativa recurrente a cualquier plan a medio o largo plazo, su rechazo tajante al compromiso, su despedida, tan súbita y drástica. Y, también, y al mismo tiempo, en las ocasiones en que lograba salir de la sombra, sus ganas atropelladas de gozar, de enamorarse, de divertirse, de vivir con ansiedad la camaradería, la pasión y la aventura.

Y, sobre todo, explicaba aquellas enigmáticas palabras que yo no había llegado a entender hasta ese momento: «ya había tomado la decisión antes de conoceros».

—Lamento mucho el dolor que le ha causado esta noticia, pero estoy seguro de que preferirá saber lo que ha sucedido a vivir con la vana esperanza de su regreso. Elvira, y eso usted lo ignora, era originaria de una familia muy pudiente. El tratamiento de sus graves patologías mentales la llevó por muchos lugares de España, hasta recalar en Palencia, donde su trabajo en la ferretería era parte de una terapia de resocialización tras una larga temporada de absoluto aislamiento. Pero el hecho de vivir le resultaba tan dolorosamente insufrible que nuestra Sociedad fue su única salida. Usted debería celebrar el que, en su compañía, viviera, tal vez, los momentos más felices de su vida, justo antes de morir. 

—Pero…

—No le voy a dar ningún detalle más al respecto. Y, por lo demás, doy por concluida esta entrevista. Si todo va bien, usted y yo, salvo que precise alguna vez de nuestros servicios y tenga recursos con los que afrontarlos, no nos volveremos a comunicar. Y, como bien sabe, yo ni existo ni he existido nunca. 

Aurelio Víctor se incorporó y me dio cortésmente la mano, saludo que yo acepté, a pesar de que aquella misma mano bien podría ser la que había liquidado a Elvira. De la nada surgió el portero, que le aportó su abrigo, sombrero, bufanda y guantes y que lo acompañó a la salida. Yo me quedé un rato sentado en aquella mesa, como un boxeador noqueado que hubiera perdido el sentido de sí mismo y tendiera su mirada por doquier con ansiosa desesperación, sin ver ni entender nada. 


Capítulo LXVI: El retorno del poeta

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