Para ser un buen fotógrafo, y más un fotógrafo costumbrista, hay que ser un poco intrépido y descarado, cualidades en las que nunca he abundado. Así se sorprenden los gestos más genuinos, las escenas más reales. Si uno va pidiendo permisos y concesiones, los modelos se alertan, y el resultado ya no es el mismo. Aunque las bodegas hubieran dado para cientos de carretes, yo de allí me traje solo una fotografía.
Reposaba un rato al fresco, en el descansillo de nuestra cueva, cuando Pepe y Ramón bajaban ya a comer. Charlamos un rato, ellos dentro del Renault 6 y yo en la puerta del merendero. Les hablé de nuestro proyecto de exposición y, como mal documentalista intrépido (aunque respetuoso ciudadano), les pedí permiso para sacarles una foto, al tiempo que les ofrecía un trago del porrón. Me dieron su permiso, que considero todavía vigente.
A pesar del aviso, ellos se mostraron tan genuinos como siempre, y la imagen desprende autenticidad (ellos eran así). Hoy Pepe y Ramón ya no están entre nosotros, pero queda la memoria gráfica de aquel instante, una de esas breves y agradables charlas al ir o venir de las bodegas.
Recuerdo, también, que buena parte de aquel día de ruta fotográfica tuve a Javi de acompañante. Su implicación, entusiasmo y alegría fueron claves para vencer alguna reticencia. En dirección a la ermita, por el entonces casi intransitable camino de las cruces, aparecieron dos galgos de José, a los que Javi comenzó a hacer carantoñas y arumacos. La escena me pareció que merecía una de las veinticuatro instantáneas del carrete, así que le insté a posar, con la silueta de la ermita como fondo. Delante de la cámara, como captando la proyección histórica del momento, adoptó un semblante mucho más serio y nos deparó esta bonita fotografía. Hubiera sido una omisión intolerable que no apareciera en la exposición quien vivía con más entusiasmo el día de la fiesta.
Dos de tantas piezas que componían el mosaico de un día cualquiera en la vida de Pedrosa.