No me gustaría equivocarme, pero en un radio de veinte quilómetros a la redonda, sólo encuentro dos autores que se pudieran encontrar a día de hoy en una minuciosa Historia de la Literatura Española. Uno es el poeta de cancionero Alonso Álvarez de Villasandino, que vivió en el siglo XV, y del que no se tiene toda la seguridad de que fuera oriundo del pueblo que popularizó con su nombre; el otro, mucho más moderno, pertenece al siglo XX, el poeta, novelista, crítico y ensayista César Muñoz Arconada, del que no hay ninguna duda que nació en Astudillo, pues fue uno de los seis hijos del "alcalde perpetuo" de la localidad.
Hace ya unos cuantos meses que Jesús Borro dejó en casa de Andrés, para que lo recogiera allí, un ejemplar de una edición reciente de La Turbina, la primera novela de Arconada, que escribió con poco más de treinta años. El mismo Jesús traza una precisa semblanza biográfica del autor en su crítica a la novela, que hace ya tiempo que apareció en este mismo blog (enlace), y aporta una valoración muy atinada de sus valores literarios literarios. Poco o nada se me ocurre añadir a lo dicho allí, una vez leído el libro, que no sea insistir en lo familiar que a un lector de Pedrosa le resulta lo que en él se cuenta y, sobre todo, cómo se cuenta.
A pesar de esconderse tras topónimos figurados, y a pesar de que el río (uno de los protagonistas de la novela) no reciba un nombre, sabemos que allí se está hablando del Pisuerga, de Astudillo y de sus pueblos y lugares comarcanos. Y cuando vemos aparecer "el hondón de la herrada", la "estufa" como una de las estancias de la casa, la "pecina" en que se embadurnan los pies, las "bardas del corral", el "poyo" para sentarse, expresiones de admiración como "¡la órdiga!", el "fresquero" que vende pescado, las parcelas cuantificadas por "obradas"..., todo nos resulta tan cercano, tan familiar, que bien podría haber sido Pedrosa el escenario de lo que en sus páginas se cuenta.
Aunque Arconada perteneció a una generación literaria tan de vanguardia como la del 27, esta novela se lee sin las incomodidades de un invento experimental. En realidad tiene varias lecturas posibles, y por eso resulta algo enigmática y muy atractiva: en buena parte sigue un curso costumbrista, dibujando con un trazo muy delicado un pueblo castellano de los albores del siglo XX y a sus gentes; pero eso es compatible con frecuentes digresiones filosóficas y con un vuelo lírico no muy habitual en la novela, y menos en una que cargó con el sambenito de "realismo social". Busca también una fuerte proyección simbólica entre ideas contrapuestas (progreso y tradicionalismo, la luz y la oscuridad, el agua y la tierra...). Pero es que, además (y es, a mi juicio, lo más meritorio), desarrolla un argumento en una clara progresión lineal, que, aunque lo despojemos de todo lo dicho, logra interesar por sí solo al lector, muy intrigado de cómo será su desenlace.
Queda la impresión de que teníamos a un gran novelista en ciernes al que no le hizo ningún bien seguir a pies juntillas la ortodoxia comunista, muy condicionante para la libertad de expresión artística, ni tampoco su largo exilio en Moscú, de donde nunca regresó a España. Él, que apasionado por el cine había escrito una obra sobre Greta Garbo que fue traducida a decenas de idiomas, o que se prodigaba en los periódicos de antes de la Guerra como finísimo crítico musical, se vio glosando por encargo del aparato comunista las excelencias de la China de Mao. Y ese intenso y largo extrañamiento en la remota Rusia tampoco ayudó nada en la difusión de su obra.
En fin, una más de tantas víctimas culturales de nuestra funesta Guerra Civil.
En Astudillo se honra su memoria dando su nombre a la casa de Cultura en la que se encuentra la biblioteca de la localidad. Seguro que es un homenaje que hubiera complacido a este gran (y tan desconocido) hombre de letras.
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La casa de cultura de Astudillo lleva el nombre del escritor |