Tal vez la película no sea la mejor de las veinticuatro entregas de la serie, ni la escena la más emocionante de las miles que adornan las aventuras de James Bond, pero hay algo en ella que contiene concentrada la quintaesencia del personaje.
En Nunca digas nunca jamás, Sean Connery, el genuino Bond, volvía a su personaje después de un largo paréntesis de más de una década con un cierto aroma de despedida. Ya cuenta con cincuenta y tres años, y su irresistible poder de seducción comienza a tropezar con las evidencias. Nos da la impresión de que sólo Sean Connery podría pasar por ese trance con cierta dignidad, ayudado por su fina ironía.
Klaus Maria Brandauer, el refinado malvado psicópata de ocasión, lo reta a un peligroso juego en una máquina de su invención en que se juegan el dinero y, puede ser, que la vida. Lo hacen en presencia de una radiante Kim Bassinger, a quien, en cierto sentido, también ambos se disputan como trofeo. Bond gana la partida y Maximilian Largo, que es el nombre que tiene Brandauer en la película, comienza a extenderle un cheque por valor de los 267.000 dólares que ha perdido.
Pero Sean Connery, con su elegancia natural, renuncia al dinero por un baile con la chica.
―Pierde usted con la misma indiferencia con la que gana, señor Bond. ―Le comenta admirado Brandauer.
―No lo sé ―le responde Connery en la cumbre de la autosuficiencia. ―No he perdido nunca.
Gerardo Manrique