jueves, 7 de julio de 2022

La ruta del latín

Por detrás de los modelos se adivina el poema de Catulo

Hace cosa de treinta y cuatro años, más o menos, se me acercó sigiloso un día de verano mi vecino Evilasio. Desdobló un papel que traía en el bolsillo de la camisa y me preguntó si yo sabía lo que quería decir aquello que traía escrito. Garabateado a lapicero, me figuro que sobre una superficie irregular, me costó un poco identificar los dos versos que se me había ocurrido escribir con pintura negra en un pedrusco que sobresale como un raigón casi en la cima del Aro. Le dije que sí, que aquello era un famoso poema de Catulo, un autor romano contemporáneo de Julio César. Me pidió que se lo tradujera y así lo hice: 

Te odio y te amo, ¿cómo puede sucederme algo así? 
No lo sé, pero lo siento, y me tortura. 

Educado y cortés como era mi vecino, en vez de preguntarme a bocajarro con qué propósito había escrito aquello en una piedra del Aro, me habló de la sorpresa que se había llevado en un paseo al encontrarse con la inscripción y se interesó por el poeta. Le expliqué a grandes rasgos su atormentada relación amorosa con Lesbia (un nombre ficticio que Catulo le había puesto en honor de Safo de Lesbos, la única mujer que sobresalió en la literatura clásica), hermana de Clodio, el cabecilla de la banda terrorista que hacía el trabajo sucio a Julio César. Una mujer fascinante, a lo que parece, porque toda Roma andaba detrás de ella... Y así lo dejamos estar, sin más averiguaciones por su parte. 

Mareante "sopa de letras" en la pared del merendero.

Creo que un verano más tarde, me dio por aventar el tedio del mes de julio escribiendo en la pared del merendero de la bodega una oda de Horacio (otro poeta romano, que contaba con ocho años cuando murió Catulo). El poema venía muy a propósito, a mi juicio, porque en él aconseja Horacio a su amigo Varo que no se le ocurra plantar nada antes que la vid sagrada, y le da prudentes consejos sobre el disfrute mesurado del alcohol. El problema es que se trataba de dieciséis versos, con unas siete palabras por verso. 

Nullam, Vare, sacra vite prius severis arborem...

Para ello pinté de blanco la pared del merendero que da al camino, construí pacientemente un molde en cartón para cada letra latina del abecedario y me hice con un pincel y un bote de pintura negra. Y cuando ya lo tenía todo preparado y me disponía a comenzar con la ene mayúscula de "NVLLAM", apareció por allí Porfirio, que subía a su bodega a por vino. Después de saludarme de manera muy afectuosa (nos unía un lejano parentesco), me preguntó intrigado, al ver todo aquel extraño dispositivo, qué me traía entre manos, y yo le expliqué mi proyecto decorativo. Él, que había sido un albañil tan cualificado, se dio cuenta de que sin trazar unas líneas de guía para escribir las letras, aquello iba resultar una enorme chapuza, así que se ofreció para, al día siguiente, dibujar sobre la pared a lápiz, como si fuera un cuaderno, las líneas que iban a mantener derechos los versos. 

Casi quince días estuve yendo y viniendo a la bodega, con no poca frecuencia de curiosos que veían como iba creciendo aquella secuencia indescifrable de palabras, hasta que di cumplido mi plan. Y hay que decir que el resultado impresionaba mucho a quien por allí paraba, y era toda una experiencia hipnótica mirar a aquel montón de letras al final de las meriendas que, por aquellos tiempos, no solían atender a los sabios consejos de contención epicúrea que predicaba el poema, tal vez, digo yo, que por estar escrito en latín. 

Pues bien, esos dos poemas hubieran podido ser el inicio de una interesante ruta literaria si se hubieran conservado. Del primero no dejó el menor rastro el paso del tiempo y las inclemencias que azotan el Aro. Y la oda horaciana, al abrirse una ventana en el merendero, también sucumbió a una segunda capa de pintura blanca. 

Y eso es lo más romántico y atractivo de esa ruta literaria latina en Pedrosa. Que sólo existe en el recuerdo.