viernes, 11 de febrero de 2022

La turbina, de César Muñoz Arconada

Por Jesús Borro Fernández


César Muñoz Arconada es considerado como uno de los escritores más representativos del realismo socialista en España. Nació en Astudillo, del otro lado del Pisuerga, el 5 de diciembre de 1898, falleciendo en el exilio de Moscú en 1964, aún no había cumplido los 66 años. Era el mayor de los seis hijos del molinero de Astudillo, también alcalde, corresponsal de varios diarios y amigo del ex ministro palentino Abilio Calderón, ministro durante la Restauración entre 1919 y 1922, al que casi todos los pueblos de Palencia le tienen dedicada alguna calle principal.

Se trata de una figura casi desconocida, cuya mayor parte de su obra aún no ha sido reeditada. En las librerías hoy podemos encontrar su primer poemario, «Urbe», de 1928, encuadrado en el movimiento denominado «Ultraísmo», y «La Turbina» (1930), su primera novela, donde relata las transformaciones que provoca la técnica en las comunidades campesinas patriarcales, encerradas en sí mismas; ambas obras están publicadas por la editorial palentina Cálamo, en los primeros años del siglo XXI.

Posteriormente, con el advenimiento de la II República, Arconada ingresa en 1931 en el Partido Comunista de España, lo que marcaría profundamente su trayectoria literaria y personal, publicando dos grandes novelas, «Los pobres contra los ricos» (1932) y «Reparto de tierras» (1934), auténticas crónicas de las luchas de clases en el campo español, aunque como cita el mejor conocedor de su obra, Gonzalo Santonja, en sus dos primeras novelas consiguió los mejores logros en la llamada novela social, destrozándolos en la tercera por un desafortunado afán didáctico.

En 1934 ocupa el puesto de redactor literario en Mundo Obrero, sorprendiéndole la Guerra Civil en Asturias, y escribiendo durante la contienda «Río Tajo» (1938) una novela escrita evidentemente desde el campo republicano, preconizando una sociedad sin clases como la que quiso vivir en España. Desafortunadamente sus vaticinios no se hicieron ciertos, y tras la caída de Barcelona, Arconada pasó por Francia, partiendo luego hacia la Unión Soviética. Allí continuó su actividad literaria, compaginándola con la traducción de los clásicos rusos, antiguos y modernos, incluso viajando por la nueva China comunista de 1956, hasta su muerte en el exilio, como se ha dicho en 1964, cuando se recuperaba de una operación.

La novela que nos trata, «La turbina», fue publicada en 1930; en aquel año es posible que aún se conservase completo el cuérnago artificial por el que las aguas del río Pisuerga eran desviadas al molino que sirvió de inspiración a la novela. Hoy por hoy, lo único que apreciamos es una vetusta construcción de adobe apartada de la carretera, a una buena distancia del viejo puente de piedra de Astudillo, lo que se llama en la novela «el molinillo de Valdiesa», nombre figurado, como el de Hinestrillas o Astudillo, del que metafóricamente dista tres leguas (algo menos éste), y al que debe suministrar electricidad a través de una turbina que se instalará en el viejo molino harinero.

Otros nombres geográficos que aparecen en la novela nos dan pistas sobre la toponimia que conoció Arconada, como Sotero (que recuerda a Itero) o Torrefirme y Valdepuente (que recuerdan a las ermitas astudillanas de Torre Marte y Valdeolmos, correspondientes a despoblados medievales). Además, se recogen tradiciones que aún se mantienen vivas, como la procesión al santo patrón, San Mamés, que sustituye al auténtico, San Matías, cuya festividad se celebra el 24 de febrero; o las tradicionales rosquillas de difuntos, ofrecidas por motivo de una boda «de las de antes», cuando los esponsales duraban varios días, y las novias se casaban de negro con puntilla.

En la novela, Cachán, el necio guardés del molino, representa el anquilosamiento rural y la cerrazón extrema ante el progreso, representado por los tres técnicos valencianos que llegan a Hinestrillas para instalar la turbina, y que son acogidos con gran recelo en el pueblo, como si fueran herejes. Basta un pequeño extracto de una conversación entre los técnicos y un vecino de Hinestrillas:

- ¿Usted desea, señor, instalar alguna luz?

- Aquí no queremos nada con el demonio.

Nos encontramos ante una novela que nos revela bien a las claras la juventud de su autor (se publicó cuando éste contaba con 32 años), que aunque peque de un tanto ingenua, de lo que no cabe duda es de que el retrato costumbrista y paisajístico de este rincón tan cercano de nuestra Castilla, nos sirve para rememorar la vida que llevaron nuestros padres y abuelos, con el cambio tan radical que supuso el pasar de alumbrarse con quinqués o lámparas de aceite, a hacerlo con la energía eléctrica, en mayor o en menor medida tal y como la conocemos ahora. El alumbrado público llegaba en 1878 a la Puerta del Sol madrileña, y ya se generalizaba en 1890 en ciudades como Jerez de la Frontera y Haro, aunque a los pueblos más pequeños (ahora eufemísticamente llamados periféricos) tardaría más en llegar; hoy el propietario del molinillo de Valdiesa, don Rosendo, se asustaría al levantar la vista al cielo, buscando el agua capaz de mover tantos molinos.