lunes, 2 de mayo de 2022

El cielo nocturno de Pedrosa

Hay muchos privilegios de los que no se hace uso o cuyo disfrute, incluso, pasa inadvertido. Por ejemplo, no creo haber oído en ninguna versión moderna del menosprecio de corte y alabanza de aldea argüir como argumento a favor de la vida en el campo la posibilidad de contemplar el impresionante cielo nocturno, cuajado de estrellas, del que podemos disfrutar en Pedrosa, y que la ciudad nos niega con su cegadora contaminación lumínica. 

Ya sé que es una razón puramente poética, que, dicha en último lugar, valdría sólo para adornar un argumentario armado con pruebas más convincentes. Pero, con todo y con eso, no me parece absolutamente despreciable, porque hay noches despejadas de enero, esas en que arrecia la helada y la atmósfera se ofrece totalmente diáfana, en que estremece contemplar nuestro cielo. Son tantas las estrellas que se ven y tan intenso su resplandor que parece que se hubiera descorrido una cortina para desvelarnos la apabullante y misteriosa belleza del universo. Yo no recuerdo haber contemplado en ningún otro lugar un cielo así.

Para las civilizaciones antiguas, mucho menos tentadas que nosotros a perder el tiempo en futilidades, el conocimiento del cielo nocturno era clave para organizar su vida. Por eso, el nombre de las constelaciones de nuestro hemisferio está inspirado en la mitología griega, sabiduría que pasó por Roma y por los árabes (que dejaron su impronta en la onomástica de buena parte de las estrellas más luminosas) hasta llegar a nuestros días.

Para dar cuenta de esa mágica relación entre mito y ciencia se organizó en su día la primera (y última) jornada de exploración astronómica Claudio Ptolomeo en la cumbre del Aro, en homenaje al más grande de los astrónomos de la Antigüedad. En aquel agosto, también, y con el incordio de una farola muy cercana, me dio por fotografiar una pequeña porción de nuestro cielo, para luego ir trazando las líneas imaginarias del mito sobre él. 



Las fotos no son gran cosa, están tiradas dentro del casco urbano y, como digo, con el estorbo de una farola muy cercana, porque quería tener una referencia terrestre (la casa, el árbol...) para no extraviarme del todo por el mundo estelar. 

En la primera imagen están Cefeo y su mujer, Casiopea, reyes de Etiopía e imprudentes padres de la bella Andrómeda. Se les ocurrió, pobres mortales (por muy reyes que fueran), que su hija aventajaba en belleza a las divinas ninfas nereidas. Y no puede haber nada más insensato que porfiar con un dios. Así que su castigo, en desagravio, fue brutal: dejar atada a Andrómeda en una roca bañada por las olas, para ser devorada por un monstruo marino, Cetus. Menos mal que volvía por allí Perseo a lomos de Pegaso, el caballo alado, en su viaje de regreso tras cortar la cabeza de la Gorgona Medusa, esa que tenía cabellos de serpiente y petrificaba con su mirada. No pudo Perseo resistirse a la belleza de la joven Andrómeda, y corrió a liberarla; eso sí, tras arrancar de su padre el compromiso de boda con la hermosa princesa etíope. 

Lo sorprendente es que los tengamos a todos dibujados en las estrellas. Con un poco de interés y paciencia, podremos verlos en el cielo de Pedrosa, a la constelación de Andrómeda y la de su enamorado Perseo, la de Cetus (conocida también como La Ballena), la de Cefeo y Casiopea, los lenguaraces padres de la joven, así como la garbosa figura de Pegaso, el equino volador.


También capturé aquella noche al invencible Hércules, a Zeus convertido en águila para llevarse al Olimpo a Ganimedes (representado en la constelación de Acuario) o mutado en cisne, para seducir a Leda. En fin, sólo una pequeña parte del portentoso espectáculo que se desarrolla todas las noches sobre nuestra cabeza, después de ponerse el sol. 


Gerardo Manrique