martes, 1 de febrero de 2022

Antepasados

Mi abuela Potenciana, a la edad de dieciocho años.
Hace ya bastantes años, cuando se iba acercando a su final, nos dio un día por ponernos a hablar con la abuela de nuestros ancestros. Su memoria ya adolecía un tanto, y sus afirmaciones, expresadas con énfasis y aparente seguridad (el orgullo prefiere eso a reconocer el toque de retirada), se contradecían con frecuencia. Con todo, me dio por tomar algunas notas de aquello, que, por muy confuso y amalgamado que resultara, no dejaba de desprender esa fascinación misteriosa de los arcanos del pasado que nos han traído hasta aquí. Y eso es lo que, algo desordenado, me permito reproducir en las líneas que siguen.

La noticia más lejana se remonta a D. Pedro Francés, natural de Villaveta. Debió de haberse casado en primeras nupcias este señor con una mujer de la que mi abuela no recordaba el nombre, y fruto de cuyo matrimonio fue mi bisabuelo, D. Gerardo Francés, del que, con mucha probabilidad, deriva la inspiración de mi nombre. Pero recordaba con disgusto mi abuela, que siempre se protestaba de noble alcurnia, que este tal D. Pedro se casó en un segundo matrimonio con una criada, Juliana, por mal nombre La tía Pulga, cosa que mermó la herencia de su padre. Esta tal Juliana había tenido ya dos hijas con un número de la guardia civil, llamadas Adela Ordóñez y Dorotea Ordóñez. Según apunté entonces (y ya en aquel momento me parecía un tanto inverosímil, si no fuera por la intención de volver a juntar la herencia paterna), Gerardo Francés contrajo matrimonio en primeras nupcias con Dorotea, su hermanastra. Más tarde, fallecida esta, se volvió a casar, esta vez con Rosario Gutiérrez, mi bisabuela. 

Dorotea Ordóñez fue maestra en Sasamón (sólo dio escuela un año), y murió muy joven. Como se ha dicho, su matrimonio con Gerardo fue por interés, como él mismo parecía reconocer apelando al refranero: Del agua vertida, la mitad cogida. "Se la dieron enferma", según afirmaba la abuela, y murió poco después de desposarse. Era, por otra parte, una gran bordadora (cobertores, estores, cortina corta a la subida de la escalera, sábanas). Sus delicados trabajos llevaban siempre su firma (una D y una O mayúsculas que más de una vez me habían intrigado).

Recia estampa del torreón de Villanoño, junto al poblado del mismo nombre, cerca de Villadiego


Rosario Gutiérrez, por su parte, era hija de Eufemia del Hoyo y de Fermín Gutiérrez, este segundo oriundo de Villasandino. Eufemia del Hoyo habitaba en el torreón de Villanoño, cerca de Villadiego, y allí vivía con sus hermanas, La Baldomera, que era viuda, y otras dos, solteras, de las que mi abuela no recordaba el nombre. En sus quince o dieciséis años mi abuela pasaba los veranos en Villanoño, en el palacio, con la criada Celedonia (una época dorada, a su decir). La Baldomera la quiso casar y no pudo ser, porque era aún demasiado joven, con Ernesto, sobrino carnal de estas tías, aunque no me aclaré muy bien por qué vía. El aliciente consistía en dejar toda la heredad al matrimonio. La Poten me aseguraba que Ernesto era “poco activo, muy apocado”. Una cómoda y unas sillas de rejilla que andaban por casa eran herencia de aquellas Baldomeras. En aquel lance, sobra decirlo, me encontré yo, como en tantos otros, al borde del abismo. 

El retrato del capitán Severo
El matrimonio entre Eufemia del Hoyo y Fermín Gutiérrez fue fecundo, pues, además de Rosario, trajo al mundo a Teodora, Luis, Doroteo, Tomás (casado con Vitoriana “la Chata”) y al capitán Severo, del que guardamos una de las primeras fotos documentadas de nuestro álbum familiar, un retrato ovalado en el que aparece con mirada intensa y poblado mostacho, tocado con una elegante gorra monárquica. La fotografía, en su reverso, tiene escrita de su puño y letra esta dedicatoria: “A mi querido hermano y sobrinos en prueba de cariño”. Está fechada en febrero de 1925, y aparece como tarjeta postal, estudio fotográfico J. Calatayud, Ceuta-Tetuán. Y es cierto que la abuela hablaba a veces de sus andanzas por África. No puedo evitar imaginármelo por allí en aquellos tiempos convulsos, alternando con Sanjurjo, Mola, Franco y demás africanistas. A este personaje se refería ella siempre como El tío Severo y, a lo que parece, él y su familia fueron los parientes de todo aquel conglomerado con los que más trato tuvieron mis abuelos maternos. Su esposa se llamaba María, mujer de armas tomar, de familia militar y gran influencia en Burgos (hija de un tal don Asterio, capitán de profesión). Severo tuvo con ella tres hijos: José Luis, “Guti”, que fue portero del Burgos Club de Fútbol (y que, a decir de mi abuela, llevó una vida harto disipada), Carmina y Fermín. El capitán Severo cayó herido de muerte en Basconcillos del Tozo, en las primeras escaramuzas de la Guerra Civil.

Rosario y Gerardo tuvieron un hijo y dos hijas. El hijo, Emeterio, fue misionero (tenemos una especie de foto-postal suya fechada en Playa de Aro, creo recordar). De niño me fascinaba un escrito que Emeterio había mandado a su hermana mayor, mi abuela, y en el que le contaba con mucho detalle cosas de las misiones. Su letra era de extraordinaria factura, pulcra y delicada, como parecía su alma, aunque el contenido de aquel cuaderno no me podía resultar más remoto. Mi abuela siempre ensalzaba la capacidad intelectual de su hermano, y la terrible desgracia que para ellos supuso su inesperada muerte a los veintisiete años. 

El tercero de los hermanos era Josefa (Pepa), menor en edad que la abuela. Murió también joven, pero ya casada y con tres hijos, sobrinos de mi abuela, y que yo conocí venir a casa con cierta asiduidad. Su marido, Dionisio, era para mi abuela uno de sus diablos familiares. No le podía perdonar que se volviera a casar una o dos semanas (o meses, no me acuerdo bien) después de la muerte de su hermana, es decir, que ante la inminencia de su deceso ya tuviera muy avanzado un plan alternativo. Los vituperios de la abuela contra el buen Dionisio eran antológicos. Hijos de este matrimonio fueron Amelia (casada con un tal Gabriel, que nos puso el infortunado techo y el papel pintado de los dormitorios), Pura, una monja que hace unos años abandonó la observancia, y que era de las que más veíamos por aquí, Pedro, “el paracaidista” (su nombre parece resumir su figura), y otro Dionisio, del que poco o nada sé. 

Foto familiar en la romería de la Virgen de la Vega
Se conserva una fotografía tomada en la romería de la virgen de la Vega (en Melgar de Yuso) allá por el año 1933 o 1934, en la que aparecen mis abuelos con las tías Rosario y Tere (casi un bebé). En la misma, a decir de mi abuela, figura su hermana, Pepa, elegantemente vestida (contrasta su indumentaria con la de mi abuela, que parece la Terele Pávez de Los Santos Inocentes), y a su lado el anatemizado Dionisio. En la foto, sentado, está mi bisabuelo Gerardo, muy castigado ya por la edad (si lo comparo con la fotografía de estudio en que aparece posando con sus dos pequeñas hijas, allá por el año 1916), y sobre él, la tía María, que hasta en una vieja fotografía transmite su aplomo. La identidad que no me cuadra es la de Severo (en la fotografía lleva en la solapa un enigmático monigote), porque se diría que no tendría que aparentar una diferencia de edad tan grande con Gerardo, de su misma generación. Y no encajan mucho su nombre y su carácter militar ni con su rostro lampiño ni con la pajarita ni con aquel fantoche colgado de su chaqueta, aunque en romería siempre se permite alguna licencia. En fin, mi abuela como tal lo identificaba, y yo poco tengo que añadir. 

Y así, transitando con dificultad por este laberinto de sombras, pasamos una tarde mi abuela y yo en la casa de Pedrosa, desafiando con cariño los caprichos de la memoria y reflexionando sobre el inextricable laberinto de azares que nos había traído hasta aquí.

Gerardo Manrique