En esas andaba cuando reparé en una cruz de hierro arrumbada contra la pared que mira a las laderas del páramo, semiescondida detrás de un panteón. Su factura me resultó muy familiar, esas volutas de hierro curvado tan características de las puertas y ventanas que forjó mi abuelo Pedro en su fragua, y la leyenda grabada en el latón esmaltado confirmó mi intuición. Se trataba de uno de mis bisabuelos maternos, el padre de mi abuela, Gerardo Francés del Hoyo.
Murió el 18 de mayo de 1934, en plena segunda República, en el bienio conservador, en tiempos en que presidía el consejo de ministros Ricardo Samper. Nada supo, por tanto, mi bisabuelo, de la Guerra Civil, ni de Franco, ni de todo lo que vino después. Pero lo que más me gusta de la inscripción es esa apelación antigua, que hunde sus raíces en las inscripciones funerarias romanas, de interpelar a los vivos (Rogad a Dios por su alma) para que cuiden de los muertos.
En las inscripciones funerarias romanas es frecuente encontrarse el Siste Viator (¡Detente, caminante!), tan común, que suele aparecer abreviado (SV). Y luego se conmina al que por allí pasa a que tenga un buen deseo para con el fallecido, alguna ofrenda a los Manes, y, sobre todo, que no se le ocurra hacer nada impropio o degradante en aquel lugar, para lo cual se carga la inscripción de severas amenazas. Otras veces la fórmula es de una delicada conmiseración, STTL (Sit tibi terra levis, ¡que no te pese la tierra!).
Es candoroso ese anhelo de conexión, esa confianza en la mediación de los vivos, como si pudiéramos echarles un cabo desde esta orilla.