martes, 6 de agosto de 2024

Capítulo LXXI: ¡Pobre Adolfo!

 

—¡Pobre Adolfo!

La expresión se escapó de la boca de Andrés como una queja lastimera o un apagado gemido. Él había compartido con Adolfo, durante los últimos años, serios problemas de salud y, a pesar de que éste había ido profundizando su apartamiento y su legendario laconismo con el paso del tiempo, Andrés se mantenía como uno de sus pocos vínculos con el mundo exterior y sentía por él la querencia solidaria que se tiene hacia los asaltados por parecida adversidad.

Adolfo había sido enterrado cuatro días antes. Era, por decirlo de alguna manera, nuestro primer representante permanente en el cementerio y eso nos había conmovido mucho a todos. El primer círculo de defensa había doblado su brazo frente al asaltante del castillo. Los demás no sabemos qué lugar tenemos asignado en la lucha, si estaremos bien guarnecidos tras una saetera, si a la intemperie, más allá del foso, o si en el salón del trono, esperando cómo el enemigo derriba la puerta y culmina la conquista… Sabemos, eso sí, que el castillo será asaltado y todos sus defensores exterminados. Pero la caída del primer puesto avanzado estremeció a toda la fortaleza, es natural.

Estábamos en el porche del Teleclub, al abrigo del sotechado que lo protege del sol y de la lluvia. No era frecuente que coincidiéramos tantos en Pedrosa, tan golpeada por la despoblación y el abandono, pero aquel primer fin de semana de agosto se seguía celebrando la fiesta de verano y, a su reclamo, en parte nostálgico y en parte funcional (no había mejor manera de ubicar unos días a los nietos), acudían los que en algún tiempo se dio en llamar «los hijos del pueblo». Habíamos tenido que unir dos mesas para dar sitio a todos los que estábamos, a los que se sumó Jesús Borro, que se dejó caer sobre la silla después de un ligero titubeo, tras posar el bastón junto a la pared. 

—No sabía que Adolfo estuviera tan mal —dijo, cogiendo al vuelo las palabras de Andrés. 

—Al final un tumor ha sido más letal que el gran asesino en serie Eutiquio Ramírez Sandoval —Marcial no podía evitar, ni en el momento de mayor recogimiento, sacar a pasear su innato sarcasmo.

Durante muchos años, el proyecto «Amnesia» (como, con precisa ironía, lo calificó Lorenzo) había constituido todo un éxito. Tras la liberación de Andrés, apenas si hubo entre nosotros alguna referencia a aquellos acontecimientos, ni en conversaciones particulares ni en reuniones de grupo. Creo que no fue menos intensa la autocensura individual que el deseo colectivo de suprimir totalmente aquel episodio de nuestras vidas. Curiosamente, sin embargo, fue al ir entrando en la vejez cuando, tal vez por ver totalmente periclitada cualquier eventual amenaza o por el estado general de indiferencia propio de la edad, comenzaron a menudear las referencias más o menos explícitas a aquellos acontecimientos, como la que, de manera tan cruda, acababa de hacer Marcial.

—Eutiquio Ramírez o Eutanasio Ramírez; Juan nos lo podrá contar, que es el único que tuvo en su mano todas las cartas de la baraja —a Lorenzo siempre le atrajeron los juegos de palabras, generalmente tan bien traídos como éste—. Cosas de la vida, en esta última etapa no le hubiera venido mal al pobre Adolfo contar con sus servicios.

Desde que el bar del Teleclub se vio obligado a funcionar con un modelo de autogestión, Ángel se fue especializando en el manejo de la cafetera, que no solo manipulaba con singular maestría, sino que completaba con un esmerado servicio al cliente. Elaboraba los cafés con mimo, en la compleja diversidad de su demanda, y nos los servía a la mesa. 

—Deberíamos poner una galleta con el café, como hacen en las ciudades —propuso Andrés, cuando recibió su cortado. 

—¡Tendrás tú más que decir! —le cortó por lo sano Salva, quien, a pesar de sus serios problemas de movilidad, conservaba los arrestos verbales de siempre—. A éste le vamos a pedir una caja de gaseosas, a ver si se ahoga. ¡Siempre poniendo pegas!

—¡Eso, eso! —celebró Esther divertida— ¡que beba gaseosa!

—¡Cómo se ponen ustedes por nada! —se defendió Andrés—. Yo sólo he bebido gaseosa donde la Flugen, que en paz descanse; tampoco hay que exagerar.

—¡No hay quien pueda con este hombre! —insistió Esther—. ¿Qué pasa, que la Flugen tenía una manera particular de servir la gaseosa?

—Esther, —terció Marcial—, los poetas están exonerados en sus actos de toda responsabilidad, porque son seres inspirados, es decir, se les ha metido un espíritu divino en su interior que es quien los maneja. Para Andrés la gaseosa era dulce ambrosía y la Flugen el hermoso Ganimedes que se la brindaba.

—Sí, ya... El espíritu de la Sylvana aquella se le metió dentro, no te jode… —Esther nunca había dado mucho crédito a la coartada de Andrés y no perdía ocasión, últimamente, en manifestarlo.

—Pronuncie Sylvana con y griega —puntualizó socarrón Marcial, que sabía bien cómo excitar el furor de Esther.

La conversación, que iba cogiendo vuelo, se pausó con la aparición de Samuel, que acababa de llegar de Madrid. Exhibiendo su tradicional cortesía, comenzó un lento ritual de saludos que fue alcanzando, uno por uno, a todos los sentados a la mesa. 

—¿Cómo quieres el café, Samuel? —le preguntó Ángel, tan inserto en su papel de camarero.

—Solo, con unas gotas.

Salva cogió a Ángel por el brazo, como para hacerle una confidencia, aunque, en realidad, lo que pretendía era otra gracia de su estilo:

—Con unas gotas de gaseosa, así disfrutará de un café inspirado.

Justo cuando Samuel acabó por tomar asiento, vimos venir a Casilda con un carrito de bebé, lo que produjo una pequeña conmoción, pues todos nos levantamos a mirar a la criatura y hacerle fiestas.

—¡Qué monada, Casilda! —Esther sacó al bebé del capazo y comenzó a alzarlo una y otra vez mientras, entre salto y salto, lo ametrallaba a besos—. ¡Me lo como, me lo como!

—Siempre me ha intrigado esa tendencia retórica de las abuelas al canibalismo —Pocas cosas le divierten tanto a Marcial como despojar al lenguaje de su aparataje metafórico.

Casilda respondió con uno de sus torrenciales arrebatos de risa, que no habían perdido frescura e intensidad con el paso de los años.

Cuando me tocó el turno de aupar al bebé, me vinieron a la memoria los dos episodios vividos hacía tanto tiempo en Tabanera, y que bien podrían haber sido el primer y segundo capítulo de nuestra común y varia historia y que, sin embargo, se quedaron orbitando para siempre el planeta de los sucesos deshilvanados.

—¡Enhorabuena por lo que te toca, Casilda! ¡Qué criatura más rica!¡Y qué afortunada de tener una abuela como tú!

—¡Gracias, Juan! La verdad es que ahora es esto lo que me da la vida.

Después de un buen rato junto al carrito, las mujeres optaron por irse con Casilda y nosotros nos sentamos de nuevo a la mesa.


Capítulo LXXII: Las averiguaciones de Andrés Rastrilla

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