jueves, 8 de agosto de 2024

Capítulo LXXII: Las averiguaciones de Andrés Rastrilla


Hay instantes en la vida en que una rara conjunción de factores provoca una insólita sensación de plenitud y bienestar. Me había sucedido en la sidrería El Refugio, hace décadas, y lo volvía a sentir en este momento. La temperatura, la brisa, los olores, la compañía, una breve tregua en los padecimientos físicos y psicológicos, la ausencia episódica de cualquier tipo de obligación o responsabilidad inmediata, en suma, un diminuto oasis en medio de la penosa travesía del desierto en la que habitualmente estamos insertos. Y no lo perturba, tan siquiera, la conciencia de excepcionalidad del momento, porque quién sabe si volveríamos a estar los mismos otra vez sentados a la mesa, en una tarde así, tan proclives a exprimir las últimas gotas de nuestra amistad.

—Según me han contado, Marcial, acaba usted de incorporarse al siglo, después de otro de sus retiros —A Samuel, tan dado a categorizar y darle un orden jerarquizado a su realidad circundante, le gustaba mucho, siempre que se dejaba caer por el pueblo, ponerse rápidamente al día. Para ello, con mucha amabilidad y discreción, nos iba sometiendo a cada uno a un cuestionario adaptado hasta que daba por actualizados sus conocimientos.

—Pues sí, he estado trabajando en un breve ensayo sobre lo que yo llamo El Principio de aceptación. Hace un montón de años que escribí unas notas sobre una conversación que habían mantenido Juan y Braulio sobre el particular y que Juan me contó días después. ¿Se acuerdan de Braulio? Era un pozo de sabiduría popular. 

—Inolvidable —apelé a la nostalgia—. Me encantaba charlar con él un rato cuando me lo encontraba en la ermita, en el paseo del Odra o en el banco del Teleclub.

—Pues hace poco encontré esas notas por casualidad y comencé a escribir un diálogo expositivo, del estilo de los de Cicerón, como el De amicitia o el De senectute, que son más monólogos que diálogos. Pero, definitivamente, no es mi estilo. Así que lo estoy escribiendo en formato de ensayo tradicional.

Ante la más que previsible disertación de Marcial, Salva se refugió en la pantalla de su móvil y Andrés se quedó prendido del programa de fiestas, que ojeaba sin descanso. 

—¿Y ha llegado a alguna conclusión relevante? —Samuel siguió risueño con su escrutinio, entre sorbo y sorbo de café.

—Creo que sí, aunque no muy original, pues ese principio es uno de los fundamentos de la filosofía estoica. Si acaso, la novedad es que yo lo formulo de manera muy radical: la vida, para ser soportada, debe consistir en un proceso de aceptación, es la única manera de manejarla y comprenderla sin sucumbir a la histeria, la frustración o la desesperanza; o lo que es lo mismo, la única manera de soslayar el suicidio —Marcial conocía el efecto narcótico que producía la exposición de sus teorías, así que esta vez se esforzó por ser conciso—. Somos contingentes, insignificantes, por eso debemos aceptar de buen grado todo lo que nos suceda, pues no tenemos la posibilidad (yo diría que ni tan siquiera el derecho) de aspirar a más. De esa manera, todos los reveses son asumibles, incluido el sumo revés que hace unos días embistió a Adolfo, el de la desaparición. Es un principio, una actitud general ante la vida, y también un proceso, porque los contratiempos, de sobra está decirlo, se van acumulando en mayor medida según avanzamos en edad, por lo que la aceptación debe ser mayor y más exigente. 

—Me sorprende semejante formulación en alguien como usted —le interrumpí brevemente—, con su densa hoja de servicios como rebelde sin causa.

—Yo siempre me he rebelado contra las convenciones, los ritos, los mandamientos, las órdenes… pero no contra lo que podría llamarse «el destino». Yo polemizo y me rebelo contra el que me trata de imponer sus normas, subjetivas e interesadas, pero no contra un linfoma, un accidente de tráfico, la ciática, la artrosis o, sobre todo, contra el paso del tiempo y todas sus miserias. La culpa la tiene Platón —le gustaba decir a Marcial para tachar cualquier pensamiento trascendente—; no está mal tener alguna esperanza, pero no una sobredosis de esperanza.

—La vida es un engaño, decía mi abuela y refrendaba Braulio —resumí, acordándome de mis frecuentes conversaciones con aquel anciano de camino a La Pedraja.

—Sí, ese podía ser el resumen —aceptó Marcial, que no tenía muchas ganas de seguir hablando.

—¿Han visto en el programa de fiestas que toca en la verbena la orquesta Cometa? —Andrés cambió abruptamente de tema, y me pasó el programa para que yo lo corroborara.

—Sin gafas no veo a tres en un burro, Andrés —le respondí, devolviéndole el díptico—. Cada vez me acuerdo más de Adso de Melk.

—¡Siempre pendiente de las verbenas! El poeta es capaz de hacer la batidora con la cachava y todo —bromeó Jesús entre risas—. ¿De quién dices que te acuerdas, Juan?

—Supongo que habrán visto y leído El nombre de la Rosa. La novela cuenta unos acontecimientos terroríficos vividos en una abadía medieval cuya narración corre a cargo de un monje que fue testigo de todo ello en su juventud. El protagonista es un franciscano, Guillermo de Baskerville, hombre de una inteligencia portentosa, que consigue desvelar una trama detectivesca casi imposible de desenmarañar, porque el asesino es un libro. 

—Ah, sí, claro —recordó Jesús—, el segundo libro de la Poética de Aristóteles.

—Exacto. Pues al final de la película se les ve atravesando, como dos figuras diminutas sobre sus modestas cabalgaduras, un enorme entorno montañoso desolado y frío, dejando atrás la abadía humeante tras el incendio que ha devastado la biblioteca. Entonces, la voz en off de Adso de Melk recuerda la dádiva material más apreciable que le legó su maestro, unas lentes con las que ahora puede escribir su obra.

—Todo eso para decir que no puede leer sin gafas —ironizó Lorenzo—; ¡hay que ver lo retóricos que son ustedes!

—Bueno, para decir eso y algo más —dejé caer enigmáticamente.

—¿Qué más, si se puede saber? —Samuel no perdía ocasión de completar su formulario.

—Adso ha escrito, ya en su vejez, cuando ha perdido buena parte de su agudeza visual, la narración de los extraordinarios sucesos de los que fue testigo en su juventud en aquel monasterio benedictino poseído por el mal y, entre ellos, el recuerdo de una fugaz pero intensísima experiencia amorosa, carnal y espiritual, que quedó incrustada para siempre en su cerebro.

—Y… —a Lorenzo le estaba fastidiando tanto rodeo.

—Pues que, a estas alturas de nuestra vida, tras el fallecimiento de Adolfo, a quien más podrían inquietar las revelaciones sobre su familia, y aprovechando que estamos aquí todos los que debemos estar, me gustaría anunciarles que tengo la intención de ser el Adso de Melk que narre los sensacionales acontecimientos derivados del suceso que tuvo lugar en el mes de julio de 1936 en la abadía de Santa María de Obona. Y para ello, naturalmente, solicito su consentimiento. 

—¿Nos está diciendo que por fin se levanta el secreto de estado, que se da por concluido el proyecto «Amnesia» y que va a contar por escrito todo lo que sabe? —preguntó Lorenzo francamente sorprendido.

—Sí, eso estoy diciendo. 

Todos se quedaron pensativos, sin saber muy bien qué decir, hasta que Marcial rompió el silencio con una pregunta de lo más circunstancial:

—¿Y ya ha pensado usted en el título de ese relato?

—Tengo dudas entre dos posibilidades y lo someto con gusto a su parecer: o bien Dicen que hay un muerto en el páramo, o bien Las averiguaciones de Andrés Rastrilla, como tituló Mariángeles la sección del Telediario de la Noche de Reyes que trató el asunto.

—Pero ¿qué he averiguado yo? —exclamó Andrés, que se había quedado transpuesto y despertó al oír su nombre.

—Por lo que se deduce de esos dos posibles títulos —razonó Marcial—, usted le quiere dar al relato de todo lo sucedido un tratamiento novelesco.

—Sí, más o menos, pero reproduciendo con absoluta fidelidad los hechos, al menos, hasta donde yo pude llegar a conocerlos. Modestamente, y como bien ha dicho Lorenzo, creo que fui el que sostuvo más cartas de la baraja entre sus manos.

—¿No me diga que nos vamos a enterar de sus intimidades con Elvira? —bromeó Marcial— ¿o eso no entra en el relato?

—Por supuesto, aunque no espere usted muchos detalles. Lo mejor sería decir, como el monje de Melk, que de Elvira sólo queda su nombre. 

—Mucho más complicado será describir los encantos de la misteriosa Sylvana —Lorenzo aprovechó la ocasión para empezar a ajustar cuentas con nuestros añejos embustes.

—¡Usted ni se los imagina! —saltó Andrés como un resorte, decidido a evitar que una triste novela pudiera deslucir en un ápice su gran historia de amor. 

—A mí me parece muy bien —Samuel se atenía siempre a los procedimientos establecidos—. No sólo le doy mi beneplácito, sino que le animo a hacerlo. Creo que, como decía Andrés antes de que Cupido le nublara el entendimiento, todos queremos saber la verdad. 

Los demás, salvo Andrés, que expresó algunas reservas, estuvieron totalmente de acuerdo en darme su permiso para acometer la tarea y mostraron su predilección por el segundo título. Yo les agradecí mucho su confianza y, así como consideraba la «Poesía entre dos milenios» de Andrés un homenaje en verso a nuestros tiempos de adolescencia y juventud, mi intención era convertir «Las averiguaciones de Andrés Rastrilla» en la versión en prosa del mismo propósito. 

—Pues tendremos que brindar por la futura novela —propuso Jesús Borro, novelista acreditado y que era quien mejor calibraba el reto al que me enfrentaba.

—Creo que queda una botella de champán desde las Navidades —proclamó Ángel antes de ir corriendo a inspeccionar las cámaras frigoríficas y preparar unos vasos a la altura de la ocasión.

—Hay que ver cómo ha encontrado este hombre su vocación tardía de camarero —ironizó Marcial al verlo cruzar la puerta del bar como una estrella fugaz—. Luego volvió hacia mí su mirada y me preguntó, medio en broma medio en serio, si la Sociedad seguía operativa y si yo guardaba aún aquel misterioso teléfono que nos puso en contacto con ella.

—Ni conservo aquel número de teléfono ni creo que comunicara con nada después de tantos años. En todo caso, los honorarios por sus servicios estarían totalmente fuera de nuestro alcance —le respondí, también medio en broma medio en serio.

Ángel posó sobre la mesa la botella de champán y fue rellenando los vasos meticulosamente. Luego nos levantamos todos de las sillas y los hicimos tintinear unos con otros, mientras Marcial proclamaba:

—¡Por las averiguaciones de Andrés Rastrilla!


FIN DE LA NOVELA


Presentación de la obra e índice general