La mañana que siguió a la noche de la rifa, como me había acostado temprano y sin mucha afectación alcohólica, me apliqué nada más levantarme al rito anual de podar el plátano del corral. Y ya casi estaba rematando la faena cuando resbalé de la escalera de mano que utilizaba para ese menester y caí al suelo con el tobillo ligeramente flexionado.
El resultado fue un fuerte esguince que me obligó a andar con muletas durante un par de semanas y me dejó varado en casa durante todas las vacaciones. Para empezar, me perdí la actuación en directo de Andrés en Radio Evolución, cuya poderosa declamación, Abriendo puertas a la Navidad, tuve que escuchar por la radio; y, por supuesto, me quedé sin la salida estelar del año, la de Nochevieja.
Con todo, y a duras penas, me las arreglaba para calentar la gloria todos los días, tarea que desde niño me producía una extraña fascinación. En eso estaba en la mañana del 31 de diciembre cuando oí la voz de Casilda, que llegaba desde la puerta de la calle.
—Hola Juan, ¿estás por ahí?
—Pasa, Casilda. Estoy aquí alimentando el fuego. Hoy tenemos que calentar la casa a conciencia, que hace un frío que pela.
—Siento mucho lo del pie, ¡qué putada, en plenas fiestas!
—Peor hubiese sido si me pilla trabajando. Creo que hasta me vendrán bien unos días de sosiego, después de tantas emociones.
—Pues nada, venía a decirte que muchas gracias y perdón por lo de la otra noche, que os fastidié la fiesta. ¡Qué vergüenza!, nunca me había puesto así.
—No digas tonterías, Casilda. No hay nada que perdonar. Eso nos pasa a todos…
—Espero no haber dicho demasiadas estupideces, es que no me acuerdo de nada en absoluto.
—No te preocupes, no dijiste nada irreparable —le comenté riendo, mientras dejaba entrecerrada la chapa de la choranca, que ya había encandilado con fuerza—. Se te metió en la cabeza que te llevara a Tabanera y no decías otra cosa. Y lo mejor es que estuvimos en Tabanera y ni te enteraste.
Ella estalló en una de sus carcajadas francas y limpias.
—Espero que la próxima vez, en un sitio tan romántico, sea capaz de mantener mejor el dominio de mis facultades.
En ese momento llegó mi madre de la compra, charlamos los tres un poco sobre el frío, el funcionamiento de la gloria, la cena de Nochevieja, cómo pasan los años y alguna otra cosa por el estilo hasta que Casilda se fue.
¡Qué moza más salada es Casilda! Y parece muy buena persona —mi madre empezaba a preocuparse por mi errática vida sentimental y trataba de orientarme, cuando había ocasión, con el mayor tacto que le era posible.
Después de comer, bajé con el auxilio de las muletas a tomar un café al Teleclub. En el porche me encontré con Lorenzo, que se interesó por el estado de mi tobillo, pero que muy pronto cambió de tema:
—He estado hablando con Marcial y me ha contado todos los detalles del proyecto «Amnesia».
—¿Y cómo lo ve usted? —Lorenzo era, sin duda, el escollo más difícil de superar para el éxito de ese plan que él había motejado de manera tan certera.
—Usted sabe perfectamente que no me gusta nada. Tenemos conocimiento de delitos muy graves que van a quedar impunes.
—Puede ser —le respondí—, asesinatos ejecutados por una persona fallecida, crímenes solicitados por la víctima y un secuestrado que niega tajantemente haberlo sido. Francamente, yo dejaría las cosas estar.
—En cualquier caso —prosiguió él— si el poeta y usted, que iniciaron todo esto y han sido los más combativos e implicados en ello, así lo desean, yo, que sólo he asistido a algún episodio aislado, no pienso entrometerme. Ustedes y su conciencia sabrán.
—¡No se me ponga tan solemne! —le ofrecí mi mano, como si estuviéramos firmando un pacto y él la tomó con fuerza— ¡Trato hecho! Y, ahora, a tomar el café, que no está el tiempo como para quedarse parados al relente en medio de la calle.
De vuelta a casa coincidí con Mariángeles, que bajaba por mi calle, muy acelerada con los preparativos de la Noche de Reyes.
—Lamento decirte que vuestras investigaciones sobre el hombre muerto en el páramo han perdido mucha presencia en el telediario de la Noche de Reyes.
—Lo celebro —le respondí bromeando—, no nos gusta nada la notoriedad pública. Pero, solo por curiosidad, ¿se puede saber por qué?
—Te habrás enterado de que hace dos semanas robaron el jamón de la rifa del Teleclub, la que coincide con las últimas cifras de la lotería de Navidad.
—Algo he oído, sí.
—Pues a los chicos les ha parecido que sería muy gracioso hacer un vídeo al respecto, con entrevistas, reconstrucción del robo con banda sonora, y cosas así… Y eso va a ocupar buena parte del telediario. De vosotros sólo se va a mencionar a Sylvana, la exótica novia de Andrés, que lo ha tenido secuestrado más de una semana…
—Igual el término «secuestrado» no es el más idóneo —le sugerí—; yo utilizaría «abducido», es más novelesco.
—Vale, se lo comentaré. A mí también me parece más gracioso.
El resto de la tarde lo pasé leyendo en casa. Felisín me había confiado como un tesoro un ejemplar de El nombre de la Rosa, lectura adictiva donde las haya, y más para un filólogo siempre en ciernes. La novela me tenía tan abducido o más que Sylvana se dice que tuvo a nuestro poeta. Pero el año no podía terminar sin rendir las debidas preces al recinto sagrado de la Flugen, nuestro templo pagano, por mucho que aquellas escaleras fueran todo un tormento para mi maltrecho tobillo.
Llegué muy pronto, de manera que sólo me encontré en su interior a Jesús Borro y al poeta, que sostenían una animada disputa sobre la veracidad de lo que Jesús denominaba «El mito de la musa colombiana».
—Jesús, los mitos acaban por sobreponerse siempre a la realidad —así traté de disolver aquel último reparo a la versión de Andrés—. ¿Quién se acordaría de la Guerra de Troya si sólo hubiéramos conservado los partes de campaña transmitidos por un sargento? A la Guerra de Troya la eterniza la tradición poética, no lo que allí sucediera de verdad, un intercambio de golpes anodino que no le interesaba a nadie. Yo me quedo con la versión mitológica de Andrés, que será la que se conservará para siempre en el imaginario colectivo de Pedrosa del Príncipe.
—¿Tú también quieres una gaseosa? —me interrumpió la Flugen con su tacto habitual.
—No gracias, Flugen. Vuelvo a la cerveza. Y, por cierto, feliz Año Nuevo.
—También para ti, hijo —me respondió—; a ver si el año que viene os dejáis de buscar pelanduscas por ahí.
—Está bien —concluyó Jesús—; yo también, aunque me siento más cómodo en la investigación histórica, admitiré la versión mitológica de Andrés, siempre y cuando me inviten ustedes a una cerveza, que me he dejado la cartera en casa.
—¡Eso está hecho! —le aseguró el poeta, que también deseaba pasar página.
Luego llegaron todos los demás, precedidos por el tonante Salva y seguidos por las chicas. Hasta la hora de ir a cenar estuvimos haciendo planes para esa noche y la de Reyes. Las campanadas cada uno las oyó en su casa, comiendo las uvas, pero luego salimos todos de nuevo para ver unos fuegos artificiales que había organizado el ayuntamiento. A Andrés le parecieron tan excepcionales que soltó una de las pocas astas de toro bravo que yo le había oído no asociadas a la comida o la bebida.
Al cabo de un rato, y después de la tradicional guerra del champán en el Teleclub, mis amigos fueron partiendo hacia Melgar, no sin antes tratar de persuadirme de que mi pie maltrecho no era un inconveniente que justificara no salir de fiesta en Nochevieja. Cuando ya no quedó ninguno, me retiré a casa, en la que tenía un plan no menos fascinante que la noche de Melgar: acabar antes de acostarme con las pocas páginas que me quedaban de El Nombre de la Rosa.