—¡Vamos espabilando, que ya tiene que haber empezado «el lento» en La Cristal!
Aquella noche no tenía yo el espíritu de batalla necesario para sumirme en esa especie de mercado de ganado cuyo objetivo final era cobrarse una pieza y ascender de la mano con ella a la primera planta, en la que se ubicaba «el reservado». Se atenuaban las luces hasta casi oscurecerse la sala, sonaba una música melódica y comenzaba un teatrillo de máscaras en el que, en realidad, la res elegía al tratante, tras un complejo ceremonial de acercamientos y resistencias. El poeta, contra su costumbre, tampoco se mostró muy motivado, así que Salva nos dejó solos.
—¡No valéis para nada! —se despidió resignado.
Era mi noche de atadura de cabos sueltos y no podía dejar pasar la oportunidad que me brindaba el azar. Me había quedado a solas con el poeta, al que veía tranquilo y satisfecho tras la ingestión de dos cabecillas de cordero. Ocasión óptima para hablar con franqueza. Nos pusimos a charlar apaciblemente sobre cualquier cosa, hasta que encontré el momento oportuno para entrar en materia.
—Hay una cosa que no me cuadra, Andrés. Yo dejé al sospechoso en Tardajos sobre la una y usted se bajó del coche de línea de Madrid, en Pedrosa, a las tres. Una de dos, o lo liberaron antes de tiempo o usted no estaba retenido en Madrid.
Al poeta le pilló por sorpresa un abordaje tan directo sobre un tema que se había declarado prohibido y pareció meditar mucho la respuesta.
—Nunca había estado antes con una mujer como Sylvana —dejó caer a plomo como única explicación.
Andrés solía agotar mi capacidad de sorpresa, pero aquello superaba ya todos los registros.
—A ver, Andrés, que estás hablando conmigo y aquí no nos oye nadie…
—Ella no quiso venir al pueblo —siguió argumentando como si tal cosa—. Le gustan las ciudades grandes. Nació en Medellín y llegó hace tres años a Madrid.
Entonces me di cuenta de que aquel cabo suelto ya había sido atado, y de qué manera, por la Sociedad, así que di el tema por zanjado.
—¿Y volverá usted a verla?
—No creo —me respondió, haciéndose el melancólico—, yo tengo aquí mi trabajo y mi vida. Es una pena. Por cierto, pasado mañana hablo en Radio Evolución. Si quiere usted venir conmigo, ahora que está de vacaciones, no hay ningún problema para entrar en el estudio.
—Pues no lo descarto —le contesté.
De las tantas cosas insólitas que nos había tocado vivir el último medio año, nada me fascinó tanto como la férrea asunción por parte de Andrés de aquella versión alternativa a la de su secuestro, que defendía con tanta convicción y minuciosidad en sus detalles que, si yo no conociera la verdad tan a fondo, podría haberme hecho dudar.
Esa actitud era decisiva, porque Andrés era la única prueba incontrovertible de la actividad delictiva de la Sociedad. Ya no existían las pertenencias de Ernestina, el cuerpo de Eutiquio Ramírez era imposible de identificar, prefería no pensar dónde estaría el de Elvira, pero, en todo caso, seguro que desvinculado con precisión quirúrgica de la verdadera causa de su muerte.
En aquel momento, lo único que deseaba era encapsular todo lo vivido y proyectarlo fuera de este mundo como una pesadilla o un mal sueño.
En esas reflexiones estaba, cuando, a la salida del mesón, nos abordó Lucía desencajada.
—¡Gracias a Dios que os encuentro! Casilda está en La Pesa con el colocón del siglo. No puede tenerse en pie. La tenemos que llevar a casa, Juan.
Nunca antes había visto a Casilda así. Lucía la había dejado al cuidado de Marcial hasta encontrar a alguien que la pudiera llevar al pueblo.
—¡Juan! Quiero que me lleve usted al campanario de Tabanera —gritó Casilda con voz de arrabalera al vernos llegar, adornando su súplica con un estridente puñetazo en la mesa que hizo caer un par de vasos al suelo, que se quebraron con estrépito.
—¡Esto no hay dinero que lo pague! —vociferó enfurecido uno de los dos hermanos que llevaban aquel antro.
Entre Marcial y yo incorporamos a Casilda, que hacía amagos de vomitar.
—Lléveme a Tabanera —insistía ella, en su ritornelo etílico.
Mientras la conducíamos al baño, oí a Andrés interesarse por si aún quedaba algún huevo duro.
—Aquí los únicos huevos que quedan son los míos, que me los vais a reventar —le contestó el camarero, totalmente desquiciado.
Lucía nos confesó que, además de alcohol, se habían metido no sé qué pastilla, que a Casilda la dejó fuera de juego en el acto y a ella no le hizo el menor efecto.
—Bueno, pues nos volvemos a Pedrosa los cinco que hemos venido en el coche, si les parece —propuse yo, que había notado a Marcial algo alicorto aquella noche y al poeta sin su tradicional afán por retornar a casa lo más tarde posible los días de fiesta.
—A mí lléveme usted al campanario de Tabanera —Casilda, después de la visita al baño había cobrado cierta estabilidad, pero aún no salía del razonamiento circular de un borracho tradicional.
Todos, salvo Marcial, se habían quedado dormidos dentro del coche cuando lo desvié para tomar el embarrado camino de Tabanera. Cruzamos el Odra por el precario puente que lleva al despoblado y detuve el coche en el mismo lugar que la vez anterior. Ni el inmisericorde traqueteo a causa de los baches del camino había conseguido despertar al pasaje del asiento de atrás, las dos chicas y Andrés, sumidos en un profundo sueño.
Marcial y yo, a pesar de la helada que estaba cayendo, salimos del coche a tomar un poco el aire. Nuestra respiración exhalaba un denso hálito entre el intenso frío de la noche. La luna y su deslumbrante cortejo de estrellas lucían con lujuria a través de la diáfana atmósfera del cielo de diciembre.
—Acláreme, Juan, por favor, el camino a seguir, porque yo estoy un poco desnortado —me preguntó Marcial, en un tono inusualmente serio en él.
—He hablado esta noche a solas con el poeta y me ha comentado que él nunca estuvo secuestrado, que conoció a una chica colombiana y ha estado con ella hasta que su relación se ha hecho imposible, porque él quiere seguir viviendo en Pedrosa y ella no. Ya conoces a Andrés, sería capaz de mantener esa versión ardiendo en la hoguera.
—Bien, entiendo esa parte —concedió Marcial, que se mostraba más receptivo de lo habitual—, pero ¿qué pasa con todo lo demás?
—Adolfo acabó entendiendo lo que pasaba y bastante tiene con superar ese miedo. La mejor forma de ayudarlo es no sacar nunca el tema en su presencia. Yo hablé en Palencia con una persona que no existe, pero que me ofrecía todas las garantías. La conclusión es que, si lo dejamos estar, todo lo que hemos vivido es como si no hubiera existido jamás, es decir, que no hay nada que temer.
—¿Y qué me cuenta de Elvira?
—Marcial, para mí el no volver a verla implica un desgarro emocional difícil de imaginar. Usted está en su derecho de hacer lo que quiera, pero yo le voy a pedir un favor personal: en mi presencia vamos a hacer también como que no existe, como que hubiera muerto.
Marcial, de natural polemista y combativo, no se solía conformar con explicaciones poco claras y no verificables, pero le debí transmitir toda la desolación que sentía y me prometió cumplir con el favor que le había pedido.
—En suma —concluyó—, la vida sigue como si nada hubiera pasado.
—Eso es, como si nada hubiera pasado, aunque hayan pasado tantas cosas.
La helada apretaba cada vez más, así que nos metimos en el coche. Al arrancar, Casilda pareció despertar de su denso sopor e irguió un poco la cabeza.
—Lléveme a Tabanera —murmuró apenas, recostó de nuevo la cabeza en el respaldo del asiento y se volvió quedar profundamente dormida.