El Día de los Santos Inocentes cayó en domingo, con lo que se esperaba una enorme afluencia al sorteo del Renault 5 en la discoteca Las Vegas 2, en Melgar. Por eso habíamos quedado más temprano de lo habitual donde la Flugen, para, desde allí, partir directos a Las Vegas.
—Da gusto veros así, todos juntos los del pueblo; que aquí hay chicas que no tienen nada que envidiar a las de la ciudad —proclamaba la Flugen, encantada de tener su viejo café repleto.
—Lo que te da gusto a ti es ver a tanta gente haciendo gasto —Adolfo también iba normalizando su limitada y áspera retórica.
—¿Y tú también andabas con una de fuera, como estos dos cenutrios? Que no se te ha visto el pelo últimamente —contraatacó la Flugen, que aprovechó para zaherirnos también a Andrés y a mí, a los que consideraba instigadores de aquel movimiento insurreccional contra su negocio.
Adolfo prefirió no replicar y se retiró a organizar una partida de futbolín.
—Bueno, ¿tomaréis otra ronda antes de iros a Melgar? —insistió la Flugen—, que me he pasado aquí muchos días más sola que la una.
—Vale —aprobó Marcial—, pero yo ahora me cambio a la gaseosa, como el poeta, porque ya sabéis que hay que emborrachar la mente, no el cuerpo —y arrojó un billete arrugado y un puñado de monedas sobre el mostrador—; aquí está todo mi peculio. No tengo ganas de ir calculando cuándo ni cuánto me toca pagar a mí.
—Yo creo que también me vas a poner otra gaseosa, Flugen, que la noche va a ser muy larga —le pedí yo. Ya que se nos llamaba cenutrios, ejerceríamos como tales.
—¡Una ronda de gaseosa para todos! —resumió Salva a voces, como era su costumbre.
—¡Ya veréis cómo refresca! —exclamó Andrés muy complacido de un éxito tan inopinado de su bebida predilecta.
—¡Yo no puedo con él! —a Esther le costaba mucho transigir con las que ella tachaba de «excentricidades consentidas de Andrés»—. «¡Cómo refresca!» dice el tío, un veintiocho de diciembre con cuatro grados bajo cero en la calle.
—Bueno, yo os la pongo —a la Flugen le preocupaba que nos aficionáramos a una bebida con tan poco margen de beneficio—, pero esta caja de gaseosas yo la había comprado solo para Andrés. La próxima ronda bebéis otra cosa.
Nos repartimos en los coches de la manera más equitativa posible. Conmigo venían Andrés, Marcial, Casilda y Lucía.
—¿Hacemos una paradita en Tabanera? —bromeó Casilda cuando nos acercábamos al cruce de Castrojeriz.
—¡Déjese de historias! —objetó Andrés, que se solía tomar todo muy en serio— ¡A ver si no vamos a llegar a tiempo a la rifa del coche! Creo que, si no se presenta en el acto la papeleta, se saca otro número.
Lo que no había en el mundo era una rifa que pudiera evitar nuestra parada ritual en el bar de La Pesa. Cuando entramos nosotros ya estaba casi toda la barra tomada por gente de Pedrosa.
—¡En esta noche tan especial, extraordinario surtido de huevos duros! —proclamó Salva cuando nos vio entrar, parodiando el estilo de un vendedor ambulante, mientras sostenía con las dos manos una fuente llena de huevos cocidos—. ¡Distintos tamaños y calidades, distintas coceduras, distinto sabor!
—A mí póngame dos —le indicó con discreción Andrés a uno de los camareros, que pugnaba con Salva por devolver la bandeja a su sitio. El gesto del poeta no le pasó desapercibido a Silverio:
—A usted le toca un huevo, como a los demás. ¿No ve que no hay más que una fuente y hoy somos muchos?
Salva le entregó a Andrés dos huevos y justificó ese privilegio por su calidad de poeta, recitando a voz en grito uno de los fragmentos líricos más conocidos de Andrés, que acabaron coreando todos los presentes en La Pesa, sobre todo el último verso, que resumía el imperativo vital de nuestro poeta:
—Hay que obedecer al tesorero, Andrés, ya nos desquitaremos más tarde usted y yo en el mesón de Las Vegas con un par de cabecillas de cordero asadas —le prometí, para no enredarnos más en el tradicional tema de los huevos duros.
—No se preocupen, yo cedo de buena gana el que me corresponde —anunció Esther, señalando a la fuente con un ademán de profunda repugnancia.
—No sé cómo se las arregla, pero el tío ya se ha zampado los dos huevos —insistió Silverio.
—Deben mostrarse más respetuosos —proclamó Marcial con solemnidad— ¡Andrés es un intelectual!
—¡Ni eso! —sentenció Adolfo, que se había subido a la arcaica báscula que daba sobrenombre al bar para pesarse, sin importarle mucho que el indicador se agitara atolondrado por toda la escala.
Las Vegas 2 estaba intransitable. Las papeletas para el sorteo del coche se repartían gratuitamente junto con la entrada de la discoteca a lo largo de todo el año, por lo que la enorme cantidad de gente que concurría aquella noche convertía el simple hecho de entrar en la discoteca en una empresa heroica. Nuestro grupo se fue disgregando rápidamente entre aquella masa informe de personas, hasta que en poco tiempo me vi solo y apretujado por una multitud.
Me resultaba tan atosigante aquella situación que me escapé como pude, contra la corriente que seguía entrando, y le di todas mis papeletas a un chico de Villaveta que había sido compañero mío en el seminario de Tardajos, al que me encontré en el exterior, pugnando por entrar.
—Toma, y que tengas suerte. Ahí dentro no hay quien pare.
Él las recibió de muy buen grado y siguió con su batalla por acceder al recinto.
Yo me fui retirando del enorme hormiguero humano que se había formado frente a la discoteca y que irradiaba por todas las calles adyacentes. Me apetecía una cerveza sosegada, así que obvié La Pesa y seguí caminando hasta La Concha, refugio tradicional para parejas de cierta edad, un lugar aburrido, pero tranquilo. Me coloqué en la mesa más esquinada del local, adonde no tardó en aparecer Arsenio, el camarero, con mi cerveza. Todo listo para una apacible tregua al abrigo de un puerto seguro, en la agitada navegación de aquella noche.
Pero, al poco de estar allí, vi entrar a don Dionisio acompañado de una señora que tenía todas las trazas de ser su esposa. Me hubiera gustado eludirlo, pero él también reparó en mi presencia y se dirigió de inmediato a mi mesa.
—¡Buenas noches, Juan! Me alegro de verle. ¿Están libres estos asientos?
—Sí, por supuesto, siéntense aquí, por favor.
Una vez acomodados y servidos, el inspector me presentó a su señora.
—Irene, este mozo se llama Juan, y nos hemos conocido en el curso de una investigación policial. Trabaja como funcionario en un Ministerio.
«¿Mozo?»
—Mucho gusto, señora. Así es, trabajo en el Ministerio de Educación.
Don Dionisio dio un gran rodeo (la enorme afluencia de gente, la fastidiosa rifa del coche, el frío intenso que estaba haciendo…) hasta llegar a dónde le interesaba:
—¿Y sucedió algo digno de mención en su visita a Málaga y Madrid?
—La pregunta, tan ambigua y reptil, sobre todo con su esposa presente, hubiera merecido otra contestación. Pero estábamos en pleno proceso de demolición del caso «Eutiquio Ramírez» y me venía genial la circunstancia para cerrar también el capítulo del comisario.
—Un fracaso estrepitoso, don Dionisio, en todos los sentidos. No encontramos ninguna lápida en el cementerio de San Isidro, ni a nombre de Dorotea ni de Teodora, con lo que haber llevado hasta allí sus aparatos hubiera supuesto un esfuerzo inútil. En Málaga, ninguno de los Olaverrías con los que pudimos hablar tenía nada que ver con Estanislao Olaverría, y el viaje fue tan frustrante, largo y fatigoso que Elvira y yo acabamos enfadados, cada uno por nuestro lado…
—No me quisieron atender —a don Dionisio le costaba reprimir tanta satisfacción— y yo ya cuento en mi haber con muchos casos como ese. A la gente común siempre le gusta ver grandes conspiraciones detrás de una muerte difícil de explicar, pero la experiencia nos dice que, en el mundo real, las cosas suelen ser lo que parecen.
—¡Qué razón tiene usted, don Dionisio! —no me regodeaba yo menos que él en la suerte y también me costaba simular mi gozo— ¡Cuánto trajín nos hubiésemos ahorrado siguiendo sus consejos!
—«Zapatero a tus zapatos» dice el refrán —concluyó el comisario, que reventaba de condescendencia, aunque aún le quedaban algunas curiosidades por satisfacer—. He oído, sin embargo, que su amigo el poeta ha estado desaparecido unos días…
—Señora Irene, le ruego que me disculpe la expresión —me encantaba aquel viaje a las normas de urbanidad del siglo pasado—, pero no encuentro mejor manera de describirlo. Mi amigo se quedó incrustado entre las columnas de alabastro y los cántaros de miel de una musa caribeña, una tal Sylvana, con y griega, de nacionalidad colombiana.
—Bueno, —dijo el inspector mirando a su mujer con una picardía bobalicona—, no soy yo quien se lo reproche. Y, por cierto, ¿qué fue de esa tal Elvira? ¿Usted se daría cuenta por fin de que no estaba del todo en sus cabales?
En ese momento sí que tuve que morderme la lengua hasta echar sangre. Me contuve, sin embargo, y sólo me permití una pequeña dosis de cizaña, para que don Dionisio, a ser posible, pasara una mala noche.
—Muy bien no estaba, no. Fíjese que llegó a decirme en Málaga que se había equivocado de acompañante, que hubiera preferido mil veces a un hombre de verdad, como usted. Supongo que haría referencia a aquel viaje que hicieron juntos y a solas en su coche de Palencia a Madrid, cuando nos encontramos en la taberna Oliveros.
Irene torció una torva mirada hacia su marido, como reclamando de inmediato una urgente exégesis de aquellas palabras, momento que yo aproveché para despedirme de los dos con mucha rapidez y cortesía en dirección al mesón de las Vegas, porque temía que en un día tan concurrido pudieran acabarse antes de lo acostumbrado las cabecillas asadas de cordero.
Y no iba muy desencaminado, porque al entrar me encontré a Andrés y Salva engullendo dos buenos ejemplares.
—¡Hay que joderse! —me saludó Salva al verme entrar—, no me ha tocado el puto coche por dos números.
—Y tampoco le ha tocado a ninguno de los nuestros —añadió Andrés—, lo cual es muy raro, porque los números tenían que ir seguidos.
—Le ha tocado al cebadera ese amigo suyo de Villaveta —siguió Salva refunfuñando, mientras apuraba con delectación los sesos del cordero—; ése con el que estuviste en el seminario de Tardajos. No sé cómo se las arreglan todos los gilipollas para tener tanta suerte.
—Luisa —le dije a la regente del mesón—, póngame una cabecilla de cordero, que veo que escasean.
—¡Y tanto! —respondió ella— tus amigos ya van por la segunda. Pero has tenido suerte, que todavía queda una.
Los cogí por el cuello, a cada uno con un brazo, y me puse a canturrear tan mal como sólo yo soy capaz:
—«¿Qué pasará? ¿Qué misterio habrá? Puede ser mi gran noche…»