Hasta la tarde del día de nochebuena no bajé a Pedrosa. Contra lo que yo me esperaba, parecía haber calado la necesidad de superar todo lo sucedido. Cuando se fue posando la alborotada polvareda heroica de la aventura, comenzamos a calibrar el enorme riesgo que habían corrido nuestras vidas y a sentir una especie de miedo retrospectivo que se filtró en nuestra conducta. Ya ni siquiera el poeta proclamaba su deseo litúrgico de saber la verdad. Pero tampoco lo hacían los escrúpulos legalistas de Lorenzo, las enarboladas soflamas éticas de Marcial, el imperativo investigador de Jesús o mi insaciable curiosidad por estudiar los sombríos recovecos de la condición humana. Quedaba algún amargo rescoldo, desde luego, pero que se iría sofocando poco a poco.
Como en otras nochebuenas, dedicamos la tarde a una visita etílico cultural por los alrededores de Pedrosa. Hicimos parada frente al rollo gótico de Boadilla del Camino, en el monasterio de Santa Clara de Astudillo, en la iglesia de San Juan de Santoyo, en la de San Hipólito de Támara y en la fortaleza templaria de Santa María la Blanca de Villalcázar de Sirga. Y junto a las delicias del arte, en cada pueblo pagábamos una suerte de pontazgo en alguno de los bares de la localidad. El impuesto, convertido en vino o cerveza, fue relajando los controles que habían mantenido firme el acuerdo tácito de no invocar al fantasma de Eutiquio Ramírez y su secuela de atormentados espíritus errantes.
Antes de recalar en el Teleclub, donde era tradicional beber la última copa tribal, previa al refugio de cada cual en la intimidad de su familia, nos detuvimos en el bar Niza de Astudillo a hacer balance de nuestra expedición. Samuel siempre sugería que cada uno expresara sus preferencias en un ranking de cinco hitos clave, como él los llamaba, lo que siempre daba origen a una interesante reconsideración de todo lo visto y a apasionadas discrepancias al respecto.
—Ya empezamos otra vez con los rankings —protestó fastidiado Andrés, a quien le incomodaba realizar ese esfuerzo intelectual en un día de fiesta.
—¿Por qué no nos describe, entonces, las cualidades de esa presunta sirena que cautivó sus sentidos en Madrid? —le preguntó Marcial, saltándose de súbito todos los tabúes establecidos.
—Si el poeta no se manifiesta —traté a la desesperada de atajar aquella vía de agua—, ahí van mis preferencias: número uno, el órgano aéreo sobre columna pseudo marmórea de la iglesia de Támara; número dos: la visión cenital de la última cena en la puerta del sagrario de San Juan de Santoyo; número tres: el pimiento que cobija en su mano Doña Leonor Ruiz de Castro y Pimentel en el templo templario de Villalcázar; número cuatro, las veneras, al derecho y al revés, que adornan el rollo jurisdiccional de Boadilla del Camino; y quinto y último, ese trozo de Al Andalus clavado en el corazón de Castilla la Vieja, el doble arco polilobulado de la fachada del palacio Real de Pedro I el Cruel en Astudillo. Ya ven que mi selección es minimalista.
Buen intento, Juan, —Marcial, irredento defensor de la libertad de expresión al que cualquier efluvio alcohólico hacía incontenible, volvió a la carga; —pero yo quiero que el poeta me describa los encantos de aquella irresistible Calipso que lo tenía atrapado en su red de amor.
«Los últimos rescoldos de la resistencia» pensé.
—Era colombiana —le respondió el poeta sin entrar al trapo, dejando claro que era tan insistente manteniendo un embuste como en la búsqueda de la verdad—. Se llamaba Sylvana, con y griega, y tenía los ojos grandes; era alta, morena, tetuda, muy graciosa y muy apasionada. ¿Quiere saber usted algo más?
—Yo voy a decir mis cinco hitos —Samuel trató también de apaciguar, aunque sin mucho éxito.
—¿Y usted? —Marcial me interpeló entonces directamente a mí— ¿se dignará a contarnos algún día sus fabulosas aventuras, una vez perdidos todos sus compañeros de travesía, y qué fue de Circe, la maga que convertía a los hombres en cerdos?
—Algún día, Marcial —le respondí muy serio, mirándole fijamente a los ojos—, porque a diferencia del astuto Ulises, el torpe Juan disfruta y quiere seguir disfrutando de la compañía de todos sus amigos, que es lo más importante. Y de los hechizos de Circe iré saliendo con mucho tiempo y mucho dolor, porque, lamentablemente, ella nunca pudo escapar de su isla encantada.
Al ver que mis palabras habían silenciado por un instante a Marcial, intenté retomar nuestra rutina, esa que simulaba que en estos últimos cinco meses no había pasado nada fuera de lo normal.
—Estoy ansioso por oír las preferencias de Samuel.
—Yo creo que resulta más emocionante comenzar por el número cinco e ir ascendiendo —empezó por decir Samuel, al que no dejó seguir Lorenzo, que, como Marcial, no acababa de aceptar de buen grado el abrupto cierre de nuestras investigaciones.
—Tengo mis serias dudas sobre que el encubrimiento de una organización criminal sea la manera más sensata y ética de proceder.
—Muy bien —le respondí un poco hastiado ya de aquella discusión—, vaya usted a la policía, a presencia de don Dionisio o algún otro petimetre semejante, a contarles que ha descubierto las actividades de una asociación delictiva llamada «Arre Burro Producciones» que se dedica a eliminar, previo pago y con una amplia gama de opciones, a gente adinerada que desea morir. Y que uno de sus agentes era una persona sin identidad que dedicó su vida a ir asesinando, mediante un suicidio simulado, a todos los descendientes varones de una célula anarquista que violó a su madre en julio de 1936. Le sugiero que se esmere en dar credibilidad al relato, porque de primeras no suena muy verosímil.
—Y, además, yo —saltó Andrés de improviso y muy enfurecido— nunca admitiré haber sido secuestrado.
—Así las cosas —insistió Samuel—, no tengo muy claro si otorgar el número cinco al artesonado polícromo del coro de Santoyo o a su impresionante retablo en su totalidad, y no solo a la puerta del sagrario.
—Déselo al retablo —aconsejó Andrés, al que traían sin cuidado todas estas sutilezas artísticas y manifestaba la tendencia natural de Samuel a la sobreargumentación; y que, por encima de todo, tenía muchas ganas ya de volver a Pedrosa para cenar.
El Teleclub estaba atestado de gente en ese estado de optimismo colectivo e irracional previo a festividades de especial emotividad, como la Nochebuena. A lo lejos, en la pantalla de televisión, el rey seguía hablando entre la indiferencia general, pero como atrezo imprescindible de una escena que se repetía año tras año.
—¡Ya han llegado los comeiglesias! —se oyó bramar a Salva, que nos hacía gestos desde la otra esquina del bar para que nos aproximáramos.
Nos reunimos todos en aquel rincón, los que veníamos de la excursión con los demás chicos, Adolfo, Salva, Gerardo, Jesús… y con todas las chicas. Nos deseamos una feliz Navidad entre besos, abrazos, apretones de manos y palmadas y planificamos el viaje para asistir a la rifa del coche en Melgar, el día de los Santos Inocentes.
—¿Vendrán con nosotros, chicas o seguirán en brazos de los esculturales efebos de Hinestrosa? —Marcial parecía ir recuperando su tono habitual.
—Parece que volvéis a apreciar el producto nacional… —respondió Casilda con mucho retintín.
—¡Ya veremos! —corrigió Esther entre risas, lo cual en ella era un sí abrumador.
—Salva, —propuso el poeta— ¿le interesa saber el resultado del ranking de esta tarde?
—¡Váyase usted a la mierda! —le respondió éste con todo el refinamiento del que era capaz.