jueves, 18 de julio de 2024

Capitulo LXVI: El retorno del poeta


Creo que le oí a Braulio decir una vez que las cosas que uno posee sólo se saben apreciar en su justa medida cuando se han perdido. Había conocido a Elvira hacía menos de medio año, y nuestra relación desde entonces discurrió de manera muy episódica y tumultuosa, una montaña rusa de emociones que había excluido desde el primer minuto cualquier compromiso serio o plan de futuro. Y, sin embargo, la sensación de desamparo que sufrí al conocer su muerte fue tan intensa que me encontraba totalmente desorientado e inerme, como un gato doméstico abandonado de súbito en medio de la selva amazónica. Sólo me activó el recuerdo de Andrés, cuya ausencia se alargaba más de una semana y a quien me imaginaba aterrado en su cautiverio.

Cuando llegué a Pedrosa me dirigí directamente al Cotorro Quitapenas. Allí seguían Lorenzo y Marcial vigilando con diligencia a nuestro prisionero. Me recibieron con gran alivio y, aunque tenían mil preguntas que hacer, fui muy parco en explicaciones:

—Me llevo a este hombre al punto de entrega. Decidle a Salva que ya puede irse a su casa a descansar, que Adolfo no corre ningún peligro; y ustedes también pueden retirarse. En cuanto el sospechoso quede libre, Andrés volverá a Pedrosa sin ningún daño.

—A ver, Juan —reclamó Lorenzo, que no veía claro un procedimiento tan expeditivo—; creo que nos merecemos una explicación. Cuéntenos qué ha pasado en Palencia. ¿Qué garantías tenemos de que, una vez que hayamos liberado a este hombre, soltarán a Andrés?

—Todas —le respondí, tratando de abreviar lo más posible aquel difícil trámite—. Les suplico que confíen en mí, por favor; todo está solucionado, pero hay que hacer las cosas rápido, porque, si no, no sólo Andrés y Adolfo, sino todos nosotros correremos un serio peligro.

Yo tenía una confianza ciega en la palabra de aquel delincuente que se hacía llamar Aurelio Víctor, supongo que porque me confesó la muerte de Elvira sin ninguna necesidad de hacerlo. Marcial y Lorenzo, sin embargo, recelaban de mis palabras, pues tenían muy presentes la ocultación del secuestro de Andrés y mi asistencia furtiva al concierto.

Pero como eran personas inteligentes y no vislumbraban alternativa alguna a mi plan que no fuera mantener encerrado al sospechoso, con todo lo que aquello traía aparejado, no tardaron en transigir. Me debieron ver, además, tan seguro de lo que decía y tan decidido a hacerlo que, por fin, me dejaron marchar, no sin haber insistido varias veces en acompañarme o vigilarme a distancia. Improvisé sobre la marcha una de las infinitas mentiras que tendría que urdir para echar cada vez más tierra sobre todo aquel asunto:

—El trato con el agente de Palencia exige que sea yo el que haga la entrega y, además, solo, sin ningún acompañante. Y esta vez no puede volver a suceder lo de la noche del concierto. 

Bajé a casa a por la caja de Ernestina y todas las fotocopias que habíamos realizado de las cartas y fotografías que contenía. Me resultó imposible no sentir en su contacto la intrépida imagen de Elvira colándose en la habitación de la residencia de Guadalajara y me pregunté cuántas veces más me asaltaría su recuerdo tan violentamente, casi como una presencia física. 

De vuelta en la bodega, Marcial me dejó una navaja para cortar las cuerdas con las que teníamos atado al sospechoso cuando llegáramos al punto de entrega. También me confiaron las llaves del coche y la pistola, que guardé con mucho celo en la guantera.

Cuando llegué a Hinestrosa, tras comprobar por el retrovisor que nadie nos seguía por la larga recta que antecede al pueblo, detuve el coche y corté con la navaja las ataduras que atenazaban a nuestro cautivo, al que había sentado a mi lado.

—¿Conoce usted a Aurelio Víctor? —le pregunté, mientras me deshacía de los trozos de cuerda arrojándolos por la ventanilla.

—Gracias por todo —me dijo, antes de responder a mi pregunta—, se ha portado usted muy bien conmigo y ha contenido a ese bruto que me encañonaba con la pistola y que podía haber cometido alguna insensatez. No, yo no conozco a nadie con ese nombre. Ya le he explicado que la Sociedad tiene una estructura piramidal, de manera que yo no puedo acceder a nadie que esté sobre mi nivel. Recibo órdenes y una compensación económica, así de simple.  

El coche estaba en el mismo lugar en el que lo habíamos dejado. El sospechoso lo abrió y se sentó al volante. Le entregué con discreción la pistola, que posó con mucho cuidado debajo del asiento del copiloto.

—Es un arma defensiva —se excusó, cosa que no tenía mucho sentido hacer a esas alturas.

—Por favor —le pedí, por último, al confiarle la caja de Ernestina y las fotocopias, metidas en una bolsa que había enrollado sobre sí misma—, esto debe llegar cuanto antes a manos de Aurelio Víctor. 

—No tenga cuidado, así se hará —me aseguró, mientras dejaba el bulto sobre el suelo del asiento de al lado—. Cuídese. A pesar de todo, ha sido un placer.

Quinto Curcio, en un gesto de despedida, me ofreció su mano, que yo apreté con fuerza. Aquel tipo había acabado por caerme bien.

Volví a Pedrosa a la hora de comer. Mi madre logró reprimir la inmensa curiosidad que le había inspirado mi insólita sucesión de entradas y salidas de aquella mañana y de la noche anterior. Debió de verme tan serio, reconcentrado y poco comunicativo, que prefirió sacar a pasear dos o tres temas banales.

Sobre las tres y cuarto de la tarde paró en Pedrosa el coche de línea de Madrid, gestionado por La Sepulvedana. De él descendió Andrés con la prosopopeya de un emperador, aunque solo lo contemplara Braulio, que era el único que quedaba sentado a esa hora a la puerta del Teleclub. Con todo, la noticia de su llegada se extendió como fuego en paja seca y a mí me asaltó una hora después, mientras metía el coche en el garaje. 

—Parece ser que ya tenemos a nuestro poeta en casa —me sonrió abiertamente Casilda, que transitaba mucho mi calle en sus visitas regulares a una de sus tías—. Estáis intratables —añadió guiñando un ojo—, triunfáis allá donde vais, tú en Palencia, el poeta en Madrid… ¡Y lo que me habré perdido!

Envidiaba esa capacidad innata de Casilda de estar siempre de buen humor, una dádiva que los dioses reparten con escasa prodigalidad.

—Así que eso es lo que retenía a Andrés en Madrid…

—A ver, Juan —Casilda adornó el comentario con una carcajada—, a mí no te me hagas el sorprendido. Lo va diciendo él mismo a todo el que le pregunta.

Había que reconocerle a la Sociedad una eficacia extraordinaria. Pocas personas conocía yo más insobornables que Andrés cuando sostenía alguna de sus fijaciones obsesivas y me preguntaba con qué tipo de amenazas u ofrecimientos habrían podido persuadirlo para ir difundiendo aquella falsa especie. Sea como fuere, era una bendición, porque todos conocían al poeta, y por muy forzado que les resultara su testimonio, sabían que lo mantendría contra toda objeción. Por descontado, yo me sumaría a esa versión de manera incondicional:

—Somos esclavos del deseo carnal, Casilda, no sé por qué nos cuesta tanto reconocerlo. Nos trae y nos lleva a su antojo, unas veces a Palencia, otras a Madrid, otras a Tabanera… Y los seres inspirados también son de carne y hueso.

—Ya te vale, Juan, ya te vale —me dijo, mientras se despedía dedicándome un beso.

Necesitaba mi paseo terapéutico a la fuente de La Pedraja. El alivio que sentía al ver conjuradas todas las amenazas que pendían sobre mis dos amigos se entreveraba, de manera inextricable, con la impotencia y la amargura que me producía el vacío dejado por Elvira. Atravesando en soledad la fría estepa paramera me pareció que, a partir de entonces, lo más sensato sería retirarme por una temporada a mis cuarteles de invierno y, a la hora de salir, hacerlo con arreglo a unos parámetros de absoluta convencionalidad. Había que aguantar toda tentación, hasta con los amigos más íntimos, de exhibir presuntuosamente lo que nadie más que yo sabía. Muy al contrario, había que ir ayudando a asentar las falsas teorías que surgirían por doquier, entre las que prevalecía sobre todas la que reduciría toda nuestra extraordinaria aventura a unos torpes escarceos donjuanescos. Ambigüedad, mixtificación, olvido…

El regreso desde la fuente, porque nada invitaba, en un día tan gélido, a sentarse en los bancos de piedra, lo dediqué a construir otra estrategia, la que me permitiera convivir apaciblemente con el recuerdo de Elvira. A pesar de lo abrigado que había salido de casa, un cierzo cortante, que ahora me daba de cara, me forzaba a caminar cabizbajo, mirando al suelo. Conservaría como gemas preciosas, nítidas y resplandecientes, custodiadas para siempre en un fino cofre de marfil, mientras el tiempo deshace el armazón de podredumbre y amargura de donde fueron extraídas, una decena de recuerdos: el sol filtrándose entre su negra melena ondulada en la terraza de la sidrería El Refugio, en Tineo; el perfil de su cuerpo desnudo, de espaldas, sentada sobre la cama en el hotel de Madrid; la infantil agitación de su espíritu cuando me presentó la caja de Ernestina, como si hubiera logrado arrancar el antídoto de las entrañas del mal; su feliz embriaguez en la Antigua casa de Guardia, bromeando con los efectos del pajarete; sus instantes de entrega apasionada, sudorosa y febril.

Me senté en las piedras de la ermita mientras caía el sol, junto al cementerio. Allí me reafirmé con decisión en aquellos dos propósitos, porque había que seguir viviendo. 


Capítulo LXVII: Nochebuena

Presentación de la obra e índice general