Llevábamos un buen rato conversando cuando apareció de nuevo el camarero, preguntándonos si nos apetecía algo más. Ambos rechazamos la oferta, pero esa interrupción me hizo reparar en que seguíamos solos los dos en aquella enorme sala, circunstancia que participé a mi compañero de mesa.
—La Sociedad ha alquilado el casino para toda la mañana —me explicó—; estamos hablando de temas delicados que deben quedarse entre nosotros. Pero supongo que usted tendrá prisa y yo también la tengo; los dos tenemos asuntos importantes que resolver, así que le sugiero que, si ha saciado ya su curiosidad, vayamos al grano.
—Me parece una gran idea —con mi atención absolutamente cautivada por todo lo que estaba oyendo, casi había olvidado la urgencia del propósito que me tenía sentado a aquella mesa.
—El trato que le propongo es el siguiente —Aurelio Víctor se recompuso sobre el asiento y avanzó ligeramente su cuerpo, como para indicar que, despachados ya los preliminares, habíamos llegado al meollo de nuestra conversación—: nosotros liberamos a Andrés Rastrilla, sobre quien le informo, para su tranquilidad, que se encuentra en perfecto estado de salud; desde luego, mejor que el de sus vigilantes —y pareció decir aquello sin la menor ironía.
A cambio, ustedes deben hacer tres cosas: la primera, llevar a Tardajos al agente que tienen retenido y dejarlo en su vehículo; segunda, entregar a este agente todas las pertenencias de Ernestina Martín que obran en su poder, así como las fotografías, fotocopias o reproducciones de cualquier índole que hayan podido hacer sobre ese material; la tercera —y aquí su tono se afiló un tanto— le incumbe esencialmente a usted: guardar absoluto silencio sobre todo lo referente a nuestra Sociedad y sus agentes.
—¿Cómo podemos tener la seguridad de que el poeta será liberado tras cumplir con estos requisitos?
—Ustedes nos han caído bien. Constituyen un grupo de personas con un proceder totalmente disparatado y caótico que, sin embargo, ha ido avanzando en su investigación hasta un punto adonde nadie había conseguido llegar en más de un siglo, incluyendo policías, periodistas y agencias de seguridad de todo el mundo. Todas las aproximaciones hostiles a nuestra Sociedad se saldan con la liquidación de la amenaza, por lo que pueden considerarse ustedes muy afortunados. En definitiva, no los percibimos como un riesgo, pero yo no tentaría más a la suerte… El poeta será liberado si ustedes cumplen las dos primeras condiciones. Eso es todo.
—Por simple curiosidad, ¿le puedo preguntar por qué le interesan tanto las pertenencias de Ernestina?
—El plan de venganza de Eutiquio Ramírez sólo flaqueó con esa monja. De algún modo ella contactó con él y fue capaz de persuadirlo para mantener una entrevista en el convento. Yo creo que ya lo tenía convencido para no seguir adelante con su intención de exterminar a todos los varones descendientes de los asesinos de Obona, pero, cuando se dio cuenta de que había sido espiado por Lucía Olaverría, se sintió engañado y ya nada lo detuvo. Él tenía la certeza de que Ernestina había reunido algún material que podría ser comprometedor para su anonimato. Y eso ya nos atañe también a nosotros. La verdad es que aún me parece increíble que ustedes se nos hayan podido adelantar…
—Hay algo que usted no ha mencionado y que para nosotros es capital, la suerte que correrá Adolfo Vega.
—Ese asunto no nos concierne en absoluto; ya le he dicho que se trataba de una cuestión personal de Eutiquio Ramírez, no constituía una misión de la Sociedad, por lo que, una vez fallecido Eutiquio y, por lo que a nosotros respecta, su amigo no corre el menor riesgo.
—Me conforta mucho oír esas palabras —le dije muy aliviado.
—También le advierto, para acabar con todo esto, que, si usted incumple la tercera condición, no tendremos más remedio que obsequiarle con uno de nuestros trabajos, eso sí, gratuitamente.
Me tomé muy en serio aquella amenaza, por mucho que hubiera sido emitida con tanta delicadeza. Me di por enterado y le garanticé mi discreción.
—Tengo una última cosa que decirle, y créame que me causa pesar.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo de arriba abajo. No tenía ni idea de qué podría tratarse, pero, desde luego, una introducción como aquella en boca de mi interlocutor invitaba al pánico.
—Eutiquio Ramírez no era la primera vez que había estado en Palencia, ni en el hotel en que se hospedó, ni en la ferretería en que compró la cuerda. En realidad, no creo que haya ninguna ciudad española en la que no hubiera estado varias veces por motivos profesionales.
Aquello daba sentido a las últimas palabras que me dedicó Elvira en la tarde de nuestra despedida y para las que yo no había encontrado ninguna explicación.
—No le puedo contar cómo, porque no lo sé, pero Elvira Sancebrián llegó a saber a qué se dedicaba nuestro agente y requirió nuestros servicios.
Aquello no podía ser cierto, pero yo me había quedado sin fuerzas para discutirlo, así que él siguió aportando otros detalles.
—Eutiquio Ramírez, por deseo propio, era el encargado de ejecutar esa misión, pero, por lo que fuera, prefirió resolver con anterioridad sus asuntos personales. Yo sospecho que se habían cogido un cariño mutuo y él trató de demorar lo más posible el desenlace. Naturalmente, cuando un trabajo queda sin hacer por enfermedad o deceso de un agente asignado, es atribuido a otro agente.
—Espere un segundo —le interrumpí con firmeza, casi con desesperación—, ¿me está usted diciendo que Elvira compró su propia muerte? ¿Una humilde dependienta de ferretería?
—Así es —respondió él con absoluta rotundidad—. Y no discuto su humildad, pero le puedo asegurar que tenía los recursos económicos suficientes para satisfacer nuestros honorarios, que no están al alcance de cualquiera. En todo caso, lamento comunicarle, porque me consta que usted la estimaba mucho, que la misión ha sido ya consumada.
Aquella noticia, totalmente inesperada, brutal y macabra, no me ofrecía sin embargo la menor duda sobre su veracidad. De hecho, explicaba muchas cosas de la conducta de Elvira, de aquella espesa sombra que siempre la acompañaba. Explicaba su negativa recurrente a cualquier plan a medio o largo plazo, su rechazo tajante al compromiso, su despedida, tan súbita y drástica. Y, también, y al mismo tiempo, en las ocasiones en que lograba salir de la sombra, sus ganas atropelladas de gozar, de enamorarse, de divertirse, de vivir con ansiedad la camaradería, la pasión y la aventura.
Y, sobre todo, explicaba aquellas enigmáticas palabras que yo no había llegado a entender hasta ese momento: «ya había tomado la decisión antes de conoceros».
—Lamento mucho el dolor que le ha causado esta noticia, pero estoy seguro de que preferirá saber lo que ha sucedido a vivir con la vana esperanza de su regreso. Elvira, y eso usted lo ignora, era originaria de una familia muy pudiente. El tratamiento de sus graves patologías mentales la llevó por muchos lugares de España, hasta recalar en Palencia, donde su trabajo en la ferretería era parte de una terapia de resocialización tras una larga temporada de absoluto aislamiento. Pero el hecho de vivir le resultaba tan dolorosamente insufrible que nuestra Sociedad fue su única salida. Usted debería celebrar el que, en su compañía, viviera, tal vez, los momentos más felices de su vida, justo antes de morir.
—Pero…
—No le voy a dar ningún detalle más al respecto. Y, por lo demás, doy por concluida esta entrevista. Si todo va bien, usted y yo, salvo que precise alguna vez de nuestros servicios y tenga recursos con los que afrontarlos, no nos volveremos a comunicar. Y, como bien sabe, yo ni existo ni he existido nunca.
Aurelio Víctor se incorporó y me dio cortésmente la mano, saludo que yo acepté, a pesar de que aquella misma mano bien podría ser la que había liquidado a Elvira. De la nada surgió el portero, que le aportó su abrigo, sombrero, bufanda y guantes y que lo acompañó a la salida. Yo me quedé un rato sentado en aquella mesa, como un boxeador noqueado que hubiera perdido el sentido de sí mismo y tendiera su mirada por doquier con ansiosa desesperación, sin ver ni entender nada.