jueves, 11 de julio de 2024

Capítulo LXIV: En el Casino de Palencia (I)


No había nadie más que aquel respetable señor y yo en la imponente cafetería del Casino. Si acaso, se oía lejano el trajín del camarero al otro lado de la barra, que se sobreponía episódicamente a los Nocturnos de Chopin filtrados a través del hilo musical. Resultaba irreal estar allí sentado, en un lugar tan refinado, charlando sosegadamente con una persona de edad, tan pulcramente vestida y con unos modales tan exquisitos, mientras nosotros manteníamos retenido en el fondo de una bodega, atado a un bocoy, a uno de sus colaboradores y ellos escondían a nuestro querido poeta en cualquier miserable agujero.

—¿Así que Eutiquio Ramírez pertenecía a su Sociedad?

—A nuestra Sociedad —corrigió él—; yo soy sólo uno más. 

—¿Y puedo saber qué hacía en el páramo de Pedrosa del Príncipe el día 26 de agosto?

—Tenía la intención de asesinar a Adolfo Vega simulando su suicidio —respondió Aurelio Víctor sin la menor vacilación.

—¿Por qué motivo?

—Eutiquio Ramírez, como usted lo llama, tenía cuestiones personales que solventar al margen de nuestra Sociedad. 

—¿Él solo, un anciano achacoso frente a un joven agricultor con todo el vigor físico de su juventud, y con la única ayuda de un trozo de cuerda?

—Usted desconoce todo sobre nuestra Sociedad —respondió mi informante con mucha calma— y también sobre ese miembro en concreto. Le puedo asegurar que, si nuestro agente no hubiera sufrido un infarto agudo de miocardio, Adolfo Vega habría aparecido colgado de un árbol.

—No parece muy considerado por parte de una Sociedad como la suya dejar abandonado el cadáver de un miembro tan cualificado en medio de un rastrojo…

—Creo haberle dicho que estaba resolviendo un asunto personal, no una misión nuestra. Simplemente requirió la ayuda de un coche para que lo dejara en el lugar y lo viniera a recoger una hora después. Lamentablemente, todo se precipitó antes de que llegara el coche de apoyo y sólo pudimos hacernos con el cadáver tiempo después, cuando ya estaba en el depósito. En realidad, tampoco era tan importante, nuestros agentes trabajan sin ninguna identificación que los pueda comprometer. Por no tener, no tenemos ni nombre propio.

—Y, sin embargo, él se anotó como Eutiquio Ramírez Sandoval en el hotel.

—Un grave error, sin duda, motivado por sus fantasmas interiores. De llegar a conocimiento de la Sociedad, le hubiera costado caro —aquel señor de modales tan reposados hizo una breve pausa, dio un sorbo en su taza de té y continuó hablando con la misma flema—. Sucede rara vez que cuestiones estrictamente personales de los agentes interfieran en su labor profesional. Él era un ejecutor extraordinario, de los mejores, si no el mejor; pero no supo desligarse de un pasado muy perturbador. 

—Este hombre, llamémosle Eutiquio Ramírez para poder referirnos a él, era hijo de Dorotea Ramírez, ¿no es así?

—Así es. Hijo de Dorotea y, muy probablemente, de Eutiquio Ramírez Sandoval, el cabecilla de un grupo de milicianos de la CNT en Asturias; muy probablemente, digo, pero no seguro, porque de una violación múltiple cualquier cosa puede resultar, sin contar que ella tenía un novio formal.

—Ya veo. Está claro que quiso vengar su suerte…

—Cuando su madre se dio cuenta de que estaba embarazada se mudó a Madrid, supongo que por dos motivos. Uno, para huir del escenario de su tormento; otro, para poder seguir mejor la pista de sus torturadores. Dorotea era una mujer hermosa y atrajo la atención de muchos hombres. Entre otros, de Miguel Sanjuán Álvarez, el padre del famoso productor de cine, quien le propuso matrimonio, aunque con la condición de desentenderse absolutamente del hijo que ella iba a alumbrar.

—Pero, a pesar de todo, Dorotea tuvo a su hijo…

—Sí, el implacable instrumento de su venganza. El niño se crio en un hospicio, estudió interno en dos seminarios y varios colegios mayores; luego, con la ayuda económica de su madre, se emancipó rápidamente, viviendo solo en un piso de su propiedad. Su madre mantuvo un estrecho contacto con él, pero jamás lo acogió en su casa. 

—Pero Dorotea tuvo otro hijo, y no mucho después.

—Sí, el famoso productor de cine, Miguel Sanjuán Ramírez, con quien Eutiquio no se llevó muy bien, de ahí el apelativo de Arre Burro Producciones con el que denominaba con frecuencia a sus grupos operativos, una parodia sarcástica de la exitosa ocupación de su hermano. Pero, en realidad, de quien se mantuvo siempre enamorada Dorotea fue de Fermín Cuesta y dedicó su vida a transmitir a su primer hijo un odio vesánico, totalmente patológico, por los asesinos de su novio. Le metió en la cabeza que el único sentido de su presencia en este mundo era vengar aquel atropello salvaje a sus padres. Y él parece que lo asumió a pies juntillas. Ese era su talón de Aquiles. 

—Me asombra el conocimiento que posee usted sobre la vida de un hombre invisible.

—La elección de unos agentes idóneos es el pilar sobre el que se sostiene nuestra Sociedad. Cuanto más conocimiento, menor es el margen de sorpresa. 

—Pero ustedes, ¿cómo y por qué contactan con él? 

—Nuestra Sociedad tiene más de un siglo de existencia y ha sabido sobreponerse a todo tipo de contingencias porque ha contado en su seno con los mejores. Y él era, tal vez, el mejor ejecutor que hemos tenido nunca. 

Mi interlocutor hizo una breve pausa para elegir con cuidado qué galleta iba a remojar en su té y, tras tomar una de ellas, prosiguió con su relato:

—Nosotros estamos muy atentos a la crónica de sucesos, donde salen a la luz personas que pueden reunir las muy especiales condiciones requeridas para el desempeño en nuestra Sociedad. Aquella secuencia de falsos suicidios, que ustedes han sido capaces de rastrear, también llamó poderosamente nuestra atención. Desde el punto de vista de la Sociedad, aquel trabajo era la obra de un consumado artista. 

—Permítame —no pude reprimir mi malestar ante semejante comentario— que me niegue a considerar el asesinato como una obra de arte. 

—Como usted quiera —me respondió—, yo no hago valoraciones morales, simplemente le estoy hablando de la eficacia en el trabajo y, en el caso que nos ocupa, sólo algún familiar muy cercano albergó dudas sobre el carácter voluntario de las muertes. Desde el punto de vista práctico, no lo pudo hacer mejor.

No quería interrumpirlo más, así que le insté a seguir con un gesto que venía a decir «no estoy de acuerdo en absoluto, pero, por favor, siga contando».

—Su aguda inteligencia y su carácter frío, refinado y muy reservado se adaptaban perfectamente a nuestro perfil de ejecutor. Él, por su parte, no dudó en aceptar nuestra oferta, que le proporcionaba un ocultamiento blindado y un elevado nivel de vida. El secreto de la supervivencia de nuestra empresa es un disciplinado afán de lucro y la invisibilidad de nuestras operaciones. Nosotros hacemos trabajos muy bien pagados, pero es absolutamente esencial que nuestra actividad no trascienda nunca, en forma alguna, al dominio público.

—Me imagino qué tipo de trabajos…

—Tal vez su imaginación le induzca a engaño —me contradijo mi compañero de mesa, esbozando una tenue sonrisa—. Nuestra Sociedad, esencialmente, se dedica a quitar la vida a personas que nos pagan, y mucho, por ello.

—¿Cómo? —le pregunté perplejo.

—Hay personas con gran poder adquisitivo que desean morir antes de que su hálito vital se extinga de forma natural, si me permite expresarlo así. 

—Entiendo…

—En ese caso, contactan con un agente nuestro y le exponen su deseo, que puede ser de lo más variopinto, aunque siempre termina con la muerte del contratante. Por ejemplo, alguien desea morir entre los ochenta y dos y los ochenta y seis años, sin matizar el momento exacto, simplemente porque le horroriza la vejez. Otros, los más, saben que sufren una enfermedad terminal y desean ahorrarse los padecimientos que conllevará. Pueden solicitar, por ejemplo, ser liquidados en el momento en que sea patente el comienzo de la fase más penosa. Lo mismo cabe decir en casos de grave deterioro cognitivo. Por supuesto, hay quien prefiere un plazo más concreto y perentorio. También hay jóvenes, hastiados de la vida por el motivo que sea… La casuística, como usted se puede imaginar, es infinita, pero siempre implica la voluntariedad de contratante y su participación exclusivamente a título personal. Para que le quede claro, nosotros nunca eliminamos a un tercero por encargo.

—Entiendo… —le dije para animarle a seguir, aunque no salía de mi asombro—. ¿Y se formaliza un contrato?

—Desde luego. Lo llamamos «contrato de liquidación vital» y lo suscriben ambas partes. De inmediato se activan comandos de vigilancia y rastreo y, finalmente, comandos ejecutivos.

—¿Y ese contrato, una vez formalizado, es reversible?

—Sólo a cambio de la misma cantidad que se abonó en el momento de su firma.

 —¿Y realizan algún otro tipo de trabajo que no implique la voluntariedad del contratante?

—Creo que ya le he dejado claro que no somos sicarios, si es lo que está tratando de preguntarme. Sólo aceptamos los encargos que nos hacen las personas sobre su propia vida, aunque, naturalmente, puedan darse inevitables operaciones colaterales para garantizar nuestra seguridad y anonimato.

—Pero, ¿cómo es posible que una cosa así no haya trascendido públicamente?

—Las muertes nunca parecen lo que son. Hay accidentes de tráfico, suicidios, caídas, atropellos, asesinatos por robo, ingestión accidental de sustancias tóxicas, ahogamientos… qué sé yo, la lista es infinita.

—Pero alguna vez habrán cometido ustedes un error, alguna vez no se habrá culminado con éxito un asesinato, alguna vez alguien se habrá ido de la lengua.

—Yo preferiría no llamarlo «asesinato» —había que reconocer a Aurelio Víctor una notable capacidad dialéctica y pedagógica—. Piense que la víctima desea su muerte. Yo lo veo más como un suicidio asistido, con la ventaja de que el desenlace sobreviene sin que el sujeto lo advierta y sin ningún sufrimiento físico. Pero sí, alguna vez hay algún error y, en general, el agente que lo comete lo paga, permítame que no le explicite de qué manera. Por otra parte, todos los intentos de desenmascarar a nuestra Sociedad han sido recibidos hasta la fecha como conductas delirantes o paranoicas.

Mi interlocutor me animó a tomar una pasta de té.

—Pruebe una, están exquisitas.

—No sé si aceptarla —me permití una broma entre aquel discurso tan macabro—; igual contiene plutonio. 

—No se ofenda —respondió él muy serio—, pero usted no dispone de recursos suficientes para afrontar el coste de nuestros servicios.


Capítulo LXV: En el Casino de Palencia (II)

Presentación de la obra e índice general