Entré en casa con la cautela de un felino para no despertar a mi madre y retiré con cuidado el teléfono a una habitación desde la que no se pudieran oír mis palabras.
—¿Con quién hablo? — volvió a responder la misma voz que me atendió en la ocasión anterior.
—Mi nombre es Juan y el motivo de mi llamada es el siguiente: Quinto Curcio, dentro de la misión «Arre Burro Producciones».
—Permanezca un momento a la espera. Le atenderemos en unos instantes.
¡Qué previsible me resultó todo aquello! Ahora sólo quedaba esperar las órdenes, que llegaron de inmediato:
—Hoy, a las diez y media de la mañana, acudirá usted solo, sin nadie que le acompañe, a la puerta del Casino de Palencia, en la calle Mayor, número 35. Se anunciará usted al portero, que le conducirá a la cafetería, hasta un asiento ubicado junto a uno de los grandes ventanales que dan a la calle. Frente a usted estará sentado un varón de unos setenta años. Usted mantendrá con él una conversación que disipará todas sus dudas. Hasta el momento presente no ha sucedido nada que sea irreversible; le insto a mantener la prudencia.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —le rogué, cuando me pareció que, por fin, guardaba silencio.
—No —fue su lacónica respuesta, y colgó.
Subí otra vez a la bodega y les conté a todos mi conversación, que cada uno recibió a su manera. A Salva le indignó la intolerable arrogancia de mi interlocutor, mientras que el sospechoso nos exhortó a aprovechar al máximo aquel golpe de suerte, porque no era nada habitual que la Sociedad diera explicaciones, sino que solía limitarse a actuar. Había detalles en la cita que le hacían intuir que yo iba a tener la posibilidad de hablar con un miembro de cierto nivel, lo cual ofrecía un interesante margen de maniobra.
—¿A qué se refería al decir que no ha sucedido nada irreversible? —le inquirí yo muy intrigado.
—Se refería a que no se va a tomar ninguna iniciativa hasta que ustedes hayan mantenido su conversación. Es decir, que nadie va a tratar de rescatarme a mí de inmediato, ni la vida de su amigo corre peligro.
Lorenzo y Marcial insistieron en venir conmigo a Palencia, al menos uno de ellos, porque era evidente que Salva no podía quedarse a cargo de los dos encerrados.
—Ustedes hagan lo que les parezca —terció el sospechoso— pero si el comunicante le ha prescrito que acuda usted solo, le aconsejo encarecidamente que siga sus instrucciones.
—Sí, como en Burgos, que si no estamos allí Lorenzo y yo… ¡Vete a saber dónde estaría éste ahora! —Salva, definitivamente, no sintonizaba muy bien con nuestro prisionero.
—No se lo tome a mal, Salvador, pero es muy probable que, sin su inoportuna intervención, la entrevista que van a mantener dentro de unas horas ya hubiera tenido lugar y el asunto, para bien o para mal, estaría totalmente resuelto.
Atajé la más que previsible réplica de Salva con una propuesta que me imaginaba que podría complacer a todos.
—Si no les parece mal, propongo lo siguiente: Salva, usted va a bajar al pueblo a por su coche y, con la ayuda de Lorenzo, llevan a Adolfo a su casa y lo meten en su cama. Uno de los dos se quedará con él hasta que tengamos noticias de Palencia. Marcial se quedará aquí con el sospechoso, también hasta que tengamos las cosas claras. Como la misión de Marcial es la más delicada, usted, Salva, tendrá que cederle la pistola. Yo iré a Palencia para estar a la hora acordada en el Casino y volveré nada más salir para anunciarles el resultado de la entrevista.
Salva protestó muy indignado la tarea que yo le había asignado y se resistió todo lo que pudo a ceder la pistola a Marcial. Finalmente, hasta él mismo se dio cuenta de que no era lo más sensato quedarse allí con el sospechoso. A Marcial y a Lorenzo el plan les pareció razonable, aunque el segundo se ofreció a volver al lado de Marcial cuando Adolfo ya estuviera bien acomodado en su cama.
Yo bajé a casa para tratar de descansar un poco antes de ir a Palencia, darme una ducha y desayunar, porque no sabía lo que me podría encontrar allí y necesitaba la mente lo más despejada posible.
A las nueve y media ya estaba aparcando el coche en la zona de los Jardinillos y dediqué el tiempo que me faltaba hasta la hora de la cita al primero de los muchos peregrinajes que en el futuro realizaría en Palencia por lo que, andando el tiempo, daría en llamar «la ruta de la princesa Elvira».
Era un domingo de diciembre por la mañana, especialmente frío y desapacible, por lo que apenas si se veía a algún embozado atravesar ligero las calles. La ferretería Otero tenía echada su persiana metálica, a través de la que se podía ver el mostrador de madera en que nos atendió Elvira por primera vez. Los cristales de la cafetería del Hotel Alda estaban empañados y se traslucía el polícromo parpadeo de las lucecitas de un árbol de navidad. El bar Alaska ya estaba funcionando y entré a tomar un café con leche. Me quedé mirando un buen rato la escalera metálica de caracol que llevaba a los baños. A esas horas, sin embargo, La Mejillonera permanecía cerrada a cal y canto, pero todavía podía vislumbrar por allí las caras de profundo desprecio que nos dedicaron las amigas de Elvira. Pisaba sobre sus pasos en la calle Mayor, los pasos de aquella noche inolvidable en que Andrés nos obsequió con su frenética batidora en el club 38. Y cuando llegué frente a la plaza de abastos, el lugar donde solo hacía una semana que nos habíamos dicho adiós, y contemplé la plaza Mayor totalmente vacía, como aquella noche, volví a sentir la desolada certeza de que no la vería nunca más. No iba a ser fácil, había pasado solo una semana y ya me pesaba como toda una eternidad.
—Me llamo Juan —fue mi escueta presentación al portero del Casino a las diez y media exactas.
—Tenga la bondad de acompañarme, por favor.
Seguí los pasos del portero, que no fueron muchos, porque el acceso a la cafetería desde la entrada principal fue muy rápido. Tras facilitarme el asiento en una de las mesas que miran a la calle Mayor, retrasando ligeramente un aparatoso sillón Chesterfield de estilo clásico, tomé asiento frente a un señor que respondía a la tipología que me habían descrito por teléfono, con el pelo entrecano muy bien peinado y vestido con chaleco y chaqueta.
Me dedicó una ligera reverencia y me preguntó qué deseaba tomar.
—Un café con leche, por favor —le respondí, dispuesto a dejarme llevar en aquella entrevista, al menos al principio.
Apareció de inmediato un camarero, a quien mi interlocutor pidió un café con leche y un té verde.
—Mi nombre es Aurelio Víctor —me hizo saber tras retirarse el camarero.
—Prefecto de Roma en tiempos del emperador Teodosio —no pude reprimir aquella pequeña vanidad eruditoide.
—Me sorprende usted.
—No se crea. Son cosas que se quedan clavadas en una neurona desde los tiempos de estudiante. Me aprendí a citar de carretilla a Aurelio Víctor, Eutropio y Amiano Marcelino, pero que me aspen si me acuerdo de qué escribió cada uno. La neurona debió quedar flotando a la deriva. Más me sorprende a mí que, con miembros tan leídos, su sociedad se llame «Arre Burro Producciones».
—Nuestra Sociedad no tiene nombre. Esa es la etiqueta que le puso a una misión uno de nuestros mejores agentes, ese que ustedes han dado en llamar Eutiquio Ramírez Sandoval.
En ese momento interrumpió nuestra conversación la llegada del camarero, que depositó sobre la mesa el café, el té y un servicio con azúcar y otros edulcorantes, así como un recipiente de cristal labrado que contenía unas finas pastas de té.