Por suerte, Marcial estaba aún despierto y no tuvimos que alborotar demasiado a la puerta de su casa para reclamar su atención. Colaboró también la quietud de nuestro prisionero, que, tras la advertencia lanzada desde el maletero, no volvió a abrir la boca.
—Marcial, tenemos que ir inmediatamente a la bodega de tu tío —le dije, sin ni siquiera darle opción a manifestar su asombro.
—Adolfo está bien… —respondió—, y no sé a qué vienen tantas prisas a estas horas de la noche.
—No tiene nada que ver con Adolfo, pero es muy urgente —le insistí.
Como parecía no arrancar, tratando de procesar el sentido de aquella extraña situación, Salva optó por un argumento más directo:
—Tenemos a un tío atado en el maletero del coche y hay que esconderlo en tu bodega. ¡Apura, cojones!
Como aquello ya desbordaba la capacidad intelectiva de cualquiera, Marcial renunció a tratar de comprender nada, recogió las llaves de la bodega de una repisa y se colocó junto a mí en el asiento trasero del coche.
—Bueno, al menos voy a tener asistencia en mi oficio de carcelero.
En la bodega entró por delante Marcial, para poner en antecedentes a Adolfo, a quien pensábamos que podría sobresaltar la irrupción repentina de cinco personas a esas horas de la noche. Pero nada le hubiera asustado, porque estaba tan profundamente anestesiado por una ingestión inmoderada de vino, que Marcial no lo pudo sacar de su profundo sopor.
—Pueden bajar —nos gritó desde la cueva—, éste no se va a enterar de nada, está acabando con las existencias de mi tío. ¡Qué manera de soplar!
Sacamos del maletero al sospechoso, operación casi tan compleja como había sido el introducirlo, porque era una persona muy alta y pesada. No opuso la menor resistencia a entrar en la bodega, bajar las escaleras y sentarse sobre una piedra en la parte más profunda de la caverna, junto al bocoy que la cerraba.
Lorenzo consideró prudente llevar el coche al pueblo y meterlo en su garaje, argumentando que resultaba evidente que Pedrosa sería uno de los primeros lugares a inspeccionar para quienes buscaran a nuestro cautivo.
—No está de más que tomen precauciones —volvió a hablar éste, con la misma calma desconcertante, cuando Lorenzo subía ya las escaleras.
A la luz de las velas, e interrumpidos ocasionalmente por los estentóreos ronquidos de Adolfo, le resumí a Marcial el secuestro de Andrés y la relación que aquel individuo tenía con él. No le fue fácil asimilar una noticia tan inesperada, sorprendente e inquietante como la del secuestro ni relacionarla con aquel trajeado señor que estaba sentado frente a nosotros, atado de pies y manos. Cuando ya parecía haber entendido a grandes rasgos todo lo sucedido, apareció de nuevo Lorenzo, que venía jadeante de ocultar su coche en el garaje. Metió en el descansillo la bici en que había subido al Cotorro Quitapenas, cerró la puerta con llave y tomó asiento junto a los demás sobre una pequeña columna de adobes apilados.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Marcial como conclusión a todo lo dicho.
—Yo le sacaría a este tío, a hostia limpia, dónde tienen metido a Andrés; así de simple —prorrumpió Salva, que estaba comenzando a encontrarse muy incómodo en una situación de la que no entendía absolutamente nada, porque hasta aquella noche había permanecido al margen de nuestras investigaciones.
El exabrupto no tuvo el menor efecto sobre nuestro prisionero, que, impertérrito, pidió el uso de la palabra.
—Utilizar la violencia conmigo no les servirá de nada, porque yo no sé dónde está su amigo. Si me lo permiten, les puedo explicar brevemente cómo funciona nuestra sociedad y les puedo orientar sobre la mejor manera de proceder. Les aconsejo que no pierdan el tiempo, porque más pronto que tarde darán con ustedes, e insisto en que no saben con quién están tratando.
—¡A mí tú no me amenazas, mamarracho! —Salva, cada vez más tenso, se encaró a centímetros del sospechoso—; tú tampoco sabes con quién estás tratando. Si le pasa algo a Andrés, eres hombre muerto.
Tuvimos que agarrarlo entre los tres y apaciguarlo. En el fondo, era el que más miedo tenía de todos, porque percibía una amenaza muy seria y no tenía la menor idea de dónde venía.
Un poco más sosegados, invité al sospechoso a que hablara, porque, bien mirado, si él no nos daba alguna solución, nosotros no teníamos ninguna.
—Ni yo mismo conozco el alcance de nuestra sociedad —prosiguió con la misma serenidad—. Se trata de una organización férreamente compartimentada en distintos grupúsculos y niveles. Un nivel sólo tiene un canal de comunicación, sometido a un estricto protocolo, con su inmediato nivel superior e inferior. Cada nivel consta de unidades operativas que no mantienen relación entre sí, salvo agregaciones circunstanciales forzadas por la naturaleza de la misión.
—Entonces, ¿quién tiene secuestrado a Andrés? —preguntó Marcial.
—El secuestro de su amigo es una misión asignada a una unidad operativa que solo rinde cuentas a su enlace superior. Cumplirá estrictamente las órdenes que le sean encomendadas. Sólo alguien de un nivel superior tiene la visión de conjunto de varias misiones relacionadas. Yo no sé ni puedo saber quién mantiene secuestrado a su amigo.
—Pero usted pertenece a Arre Burro Producciones… —le objetó Lorenzo, que no se acababa de creer aquellas explicaciones.
—Nuestra sociedad —respondió él— no tiene nombre. Ese apelativo que usted ha utilizado designa a una misión, que puede ser de distinto grado, es decir, de carácter singular o englobar misiones menores.
—¿Y cuál era entonces hoy su misión? —se me ocurrió preguntarle.
—Nuestra misión, porque mi grupo constaba de cuatro unidades, era vigilarlo a usted en el concierto, comunicar cualquier contacto que pudiera haber mantenido, subirlo al coche al final del acto y llevarlo a presencia del responsable de una unidad superior, que nos esperaba en un destino informado de Palencia. Un «destino informado» es un lugar que se nos precisa sólo cuando llegamos a un punto de cita en la ciudad. Una vez realizado nuestro cometido, volveríamos al estado de disponibilidad.
—Este tío nos está vacilando —Salva, poco a poco y ante la falta de respuestas concretas, volvía a entrar en erupción.
—Por lo que les he oído comentar mientras estaba en el maletero —el sospechoso siguió hablando totalmente indiferente a las amenazas de Salva—, uno de ustedes tuvo un contacto telefónico con nuestra sociedad.
—Así es —le confirmé—; y ellos fueron los que me hicieron llegar la entrada para asistir al concierto.
—Pues creo que la única opción que tienen ahora mismo es volver a llamar cuanto antes a ese número de teléfono. Insisto en que no tardarán en dar con ustedes y son implacables.
Atamos al sospechoso a la base que sostenía el enorme bocoy dispuesto al final de la cueva y los cuatro, porque Adolfo seguía sumido en un profundísimo sueño, subimos al descansillo a deliberar los pasos a seguir. Al contrario que Salva, que consideraba que el sospechoso se estaba burlando de nosotros y que proponía la opción violenta como la más eficaz para sacarle información, a Marcial, a Lorenzo y a mí nos pareció verosímil lo que nos estaba contando ese hombre, así que decidimos que yo llamaría otra vez al número que constaba en la tarjeta, mientras que ellos se quedarían vigilando en la bodega. La idea era proponer un intercambio entre Andrés y el sospechoso y conseguir una garantía sobre la seguridad de Adolfo.
—Hemos decidido llamar al número de teléfono de Arre Burro Producciones —le dije al sospechoso antes de bajar a casa—. Necesito saber su nombre para poder negociar.
—¡Y sin trucos! —le gritó Salva, que sacó la pistola de la gabardina y lo encañonó.
—Mi problema no son ustedes, mi problema es haber fracasado en una misión —respondió el sospechoso, haciendo caso omiso otra vez de la provocación—. En la sociedad tenemos un nombre provisional que cambia para cada una de las misiones. En esta misión mi nombre es Quinto Curcio, y con que dé usted esa referencia ubicarán de inmediato el problema y le dirán lo que tiene que hacer. Les aconsejo que sigan estrictamente sus directrices; ellos no van a responder a ninguna pregunta y mucho menos a ninguna amenaza. Yo para ellos soy totalmente irrelevante, pero tal vez haya algo que ustedes les puedan ofrecer. Ya se lo dirán.
—O sea, que encima tenemos que andarnos con remilgos, no se vayan a enfadar… ¡Mecagüen todo! —Salva volvió a exhibir la pistola de manera amenazante, pero esta vez no tardó en devolverla al bolso de la gabardina.
«Quinto Curcio… Por lo menos estos de ʿArre Burroʾ manifiestan algún respeto por la tradición clásica» —me trataba de animar a mí mismo mientras bajaba a casa en la bici de Lorenzo.