—Le advertimos muy seriamente que no le comunicara a nadie esta entrevista —fue lo primero que dijo el enigmático conductor del vehículo que me había recogido, tras permanecer un buen rato en silencio.
—Y no lo he hecho.
—Y, sin embargo —continuó él, enfilando ya la salida de Burgos por la nacional 120—, usted se ha reunido en los aseos con un amigo suyo y, lo que es peor, con un inspector de policía. Como comprenderá, hemos estado vigilando sus movimientos.
—No, no, no… Se equivoca usted de medio a medio —insistí todo lo que pude en la veracidad de mis palabras—. Yo no salí del retrete en toda la pausa y ellos se encontraron allí accidentalmente. Nadie sabe nada.
—Por eso tenemos un BMW pegado al culo. Ha cometido usted un error muy grave; creo que no ha sabido calibrar con quién está tratando y está poniendo en riesgo la vida de Andrés Rastrilla y la suya propia.
Miré de inmediato hacia atrás y pude distinguir perfectamente las siluetas de Lorenzo al volante y Salva a su lado. Ahora sí que teníamos un problema serio.
—Tiene usted razón, son dos amigos míos. Lo mejor sería parar y razonar con ellos. Yo les puedo convencer de que no nos sigan, de que se vayan. Si no, va a ser imposible dejarlos atrás. Créame, conozco bien al que conduce ese coche y no es nada fácil de despistar.
El sospechoso, como lo llamaría Andrés, no dijo nada. Se limitó a acelerar vertiginosamente el Mercedes que pilotaba hasta que la aguja del velocímetro superó holgadamente los doscientos kilómetros por hora, de manera que poco a poco fue ganando terreno a su perseguidor.
Al llegar a Tardajos, entró en el pueblo apenas sin reducir velocidad, pero luego dio un brusquísimo frenazo que le permitió doblar in extremis una calle, cruzar como una centella el entramado urbano y refugiarse, aparcando con una increíble pericia, entre un camión y una furgoneta que estaban estacionados junto a la pared del antiguo seminario de los Paúles. Allí escondido, paró el motor y apagó las luces, a la espera de que nuestros perseguidores hubieran seguido por la carretera en dirección a León o volvieran a Burgos cuando no alcanzaran a ver por delante al vehículo que perseguían.
Pero no sucedió eso, sino que, tras un pequeño lapsus de tiempo el BMW de Lorenzo, también con las luces apagadas, se detuvo justo a nuestro lado, de manera que hacía imposible cualquier maniobra del Mercedes. El calvo, entonces, trató de sacar algo de la guantera, pero yo le agarré como pude del brazo y, a pesar de su fuerza, que era notable, le entorpecí el movimiento. Fue lo justo para que Salva abriera la puerta del coche y lo agarrara de la cabeza. Nos tuvimos que aplicar a fondo los tres para sacarlo del coche, primero, y reducirlo después. No manifestó en ningún momento intención de razonar, sino que se resistió violentamente hasta que pudimos atarle las manos y las piernas con una cuerda.
—¡Joder con el calvo de los cojones! —exclamó Salva casi exhausto, cuando ya habíamos logrado inmovilizarlo—, parece un potro salvaje.
—Lo metemos en el coche y nos vamos de aquí enseguida, no vaya a ser que tenga algún dispositivo de rastreo —Lorenzo había asumido el control de las operaciones.
Antes de marchar eché un vistazo a la guantera. Como me temía, dentro había un revólver, que cogí con el mismo asco que a una rata muerta.
—Llevaremos esto, por si acaso.
—Sí claro —asintió Lorenzo—; tenemos que andarnos con mucho ojo, este tipo parece muy peligroso.
Metimos con dificultad al sospechoso, que se mantenía callado, en el maletero del BMW, donde apenas si cabía, y una vez dentro los tres, Salva verbalizó en voz alta lo que los tres nos estábamos preguntando.
—¿Y ahora qué hacemos con este pájaro?
—Lo llevamos a Pedrosa —de repente, vi a aquel individuo flexionado en el maletero como la única salida al enorme embrollo en que me había metido—. Lo vamos a encerrar en la bodega del tío de Marcial. Pero antes —les dije, adelantándome a las previsibles objeciones—, permítanme contarles unas cuantas cosas que ustedes dos ignoran y que son claves para entender todo esto.
—Desde luego, tiene mucho que contar —afirmó muy serio Lorenzo—, comenzando por su asistencia al concierto de esta noche.
—Sí —enfatizó Salva, que había metido la pistola en un bolso de su gabardina—, porque, para empezar, nos ha jodido usted los vinos en Las Llanas y la fiesta de después.
—¡Por favor, tenga mucho cuidado con eso! —le rogué alarmado, señalando al arma.
—Yo he hecho la mili, amigo —me respondió él, como si eso lo justificara todo—. Además, usted tiene mucho que agradecerme.
—Desde luego, Salva, y le estoy muy agradecido.
—De milagro vi cómo entraba en el coche del calvo —Salva, en el fondo, estaba encantado en una situación como aquella y, desde luego, no iba a renunciar fácilmente a su dosis de protagonismo—; de milagro me encontré con Lorenzo a la salida del teatro preguntando por usted, y de milagro tenía él el coche aparcado en la misma dirección. Es decir, estamos aquí de putísimo milagro.
Lorenzo había optado por abandonar la carretera general, sospechando que nuestro hombre tendría algún apoyo no muy lejos, y que tal vez estuvieran apostados en algún lugar de la nacional 120. Así que, a toda velocidad y levantando una enorme nube de polvo que se desvanecía en la oscuridad de la noche, seguimos el Camino Francés atravesando Rabé de las Calzadas, Hornillos del Camino, Iglesias, Hontanas y Castrojeriz, hasta llegar a Pedrosa, cuando ya pasaba de largo la una de la mañana.
Pero antes, dediqué el tiempo del viaje a poner a mis amigos en antecedentes y, de paso, quitarme un enorme peso de encima.
—Andrés ni está con unos parientes lejanos en Madrid ni está con una moza que ha conocido —comencé a contar por el capítulo más impactante de la historia, para ser lo menos interrumpido posible—. Andrés está secuestrado.
—¿Cómo? —Exclamó incrédulo Lorenzo.
Le pasé a Salva la foto de Andrés sosteniendo el periódico, que había llevado conmigo a Burgos, porque intuía que podría serme de alguna utilidad. Salva quedó tan impactado por la imagen que me instó a continuar con un gesto, sin decir nada.
—El sábado pasado, en Madrid, después de comer en el Oliveros y de andar toda la tarde de tabernas, Samuel perdió el rastro de Andrés en la Fontana de Oro.
—Pero ¿cómo? —Lorenzo seguía sin dar crédito a lo que les estaba contando, a pesar de haber visto también la impactante fotografía del poeta.
—Pues nada, Samuel se fue al baño y, cuando volvió, Andrés ya no estaba, ni apareció en la siguiente hora y media.
—¿Pero de dónde ha salido esta foto? —preguntó Salva, ya un poco repuesto de la profunda impresión que le había causado la opresiva escenografía de la imagen.
—La verdad es que yo no sabía muy bien qué hacer, hasta que me acordé de una tarjeta que tenía en casa del viaje a Tineo, que traía escrito «Arre Burro Producciones» y un número de teléfono de Madrid.
—Recordarán que yo les había propuesto en la reunión del Carro no descuidar ese flanco —rememoró Lorenzo con cierto aire de reproche.
—Pues llamé a ese número, sin mucha convicción, como se pueden imaginar, pero resulta que me contestaron, confirmándome el secuestro del poeta y emplazándome a asistir al concierto de esta noche, para el que recibiría una entrada, en donde me darían más instrucciones. Y me conminaron a no comentar con nadie ni el secuestro de Andrés ni mi asistencia al concierto, si quería que nuestro amigo siguiera con vida.
—Ahora entiendo por qué no nos dijo usted nada el jueves en el Victoria y no aceptó mi invitación para el concierto, porque no me entraba en la cabeza.
—Pues sí, Lorenzo. No me gusta mentir, pero me vi entre la espada y la pared, porque, con la entrada, apareció en mi buzón la foto de Andrés.
—Me hago una idea —comentó Lorenzo reflexivo. ¿Y cómo han contactado con usted esta noche?
—Pues de ninguna manera. Sondeé a mis dos compañeros de butaca y no daban el perfil en absoluto. Así que salí lo más rápido que pude del teatro, porque me temía que usted me iba a abordar y yo no tenía ni idea de qué decir: ni podía decir la verdad ni justificar la mentira. Y fue en la calle donde detuvo el coche este individuo que llevamos atado en el maletero y me invitó a montar.
—¿Y no le ha dicho nada? —Inquirió Salva muy agitado.
—No le habéis dejado ni respirar. Ya se dio cuenta de que le estabais siguiendo antes de salir de Burgos… Bueno, y todo lo demás ya lo sabéis vosotros igual que yo.
Entre la endiablada velocidad con la que atravesaba Lorenzo los caminos, las explicaciones que yo les fui dando y un breve proceso deliberativo sobre lo que nos convenía hacer a continuación, nos presentamos en Pedrosa casi sin darnos cuenta.
Al parar el coche frente a la casa de Marcial, oímos por primera vez desde el maletero la voz del sospechoso, que nos habló con una calma desconcertante:
—Ustedes ni se imaginan con quién están tratando.