jueves, 27 de junio de 2024

Capítulo LX: Un lago aparentemente tranquilo


Crucé el patio de butacas del Teatro Principal con cinco minutos de antelación sobre los diez que se me habían prescrito. Ya había varias personas ocupando sus asientos, entre ellas dos señoras muy arregladas que charlaban animadamente en sendas butacas, contiguas a la mía, en la parte izquierda de la fila. No les noté el menor aspecto de pertenencia a una sociedad secreta, tras observarlas con detenimiento mientras las forzaba a levantarse para ocupar mi localidad. 

El aforo del teatro se fue completando poco a poco, al tiempo que del otro lado del telón se sentía el trajín cada vez más intenso de los músicos, acomodándose con sus instrumentos, y los componentes del coro, que ocupaban su lugar tras ellos. Se oían también los arreglos de afinación y los ejercicios vocales.

Hasta que no se abrió el telón, no levanté la cabeza del programa de mano, lo más agachado posible para no ser reconocido.

La ejecución de la famosa misa de réquiem contemplaba un descanso antes del ofertorio, es decir, justo después del Lacrimosa, y mi estrategia consistiría en ir al baño unos minutos antes de que se encendieran las luces y salir unos instantes después de que se apagaran.

A mi lado derecho se sentó una joven pareja, el chico junto a mí y la chica en la butaca siguiente. Estaban tan interesados el uno en el otro y tan ajenos a mi persona que tampoco los veía como potenciales agentes de ninguna conspiración. 

Por fin las luces de la sala se fueron atenuando hasta desaparecer y, tras un anuncio por megafonía del comienzo de la actuación, se abrió lentamente el telón hasta ofrecer una visión completa de la orquesta y del coro, con todos sus componentes vestidos con una armoniosa combinación de blanco y negro. 

No recuerdo si leí antes Sobre Héroes y Tumbas, de Ernesto Sábato, o escuché por primera vez la colosal misa de difuntos de Mozart. En todo caso, me es imposible desagregar el arranque del Réquiem de una de las frases iniciales de la novela. A pesar de los siglos que los separan, parecen dos momentos creados para confluir. Los primeros acordes de cuerda y viento, antes de que irrumpan las voces del coro, eran «como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo, pero agitado por corrientes profundas». Una música hipnótica que te arrastra tras ella y que, por momentos, me hacía olvidar dónde estaba y para qué había ido allí.

Pero había ido allí para contactar con alguien de ABP y suponía que las personas que estaban sentadas a mi lado no figuraban en aquellas butacas por azar. Toqué ligeramente el brazo de la encopetada señora de mi izquierda y le dije con un hilo de voz lo más suave posible, apabullado por el poderoso Rex audi que clamaba el coro:

—¿Es usted una agente de Arre Burro Producciones?

—¿Perdone? —respondió ella en un crescendo desafiante que llevaba implícita la respuesta. No había que insistir. Aquel rostro había sido tan elocuente que no cabía en él capacidad alguna de disimulo. 

—Creo que la he confundido con otra persona, discúlpeme, por favor —me excusé como pude.

Quedaba la pareja de la derecha, a la que no me atrevía ya a abordar con la misma franqueza. Así que ensayé una aproximación diferente. Al terminar el dramático Dies irae, y antes de que la trompeta del apocalipsis haga emerger de sus tumbas a todos los muertos, pronuncié, dirigiéndome hacia el joven, como si fuera una expresión incontenible de admiración por lo que estaba oyendo: «¡Arre burro!».

Él me respondió con una sonrisa forzada, pero con palabras de tono admonitorio:

—No se puede hablar ni aplaudir hasta el final de la secuencia. Puede usted alterar la concentración de los ejecutantes —se veía claro que quería impresionar con la petulancia de su léxico a la chica de al lado, con la que no había parado de hacer manitas desde antes de empezar el concierto. 

Después de esos dos intentos fallidos, pensé que lo mejor sería relajarse, entregarse a la música y esperar a que fueran ellos quienes tomaran la iniciativa. En definitiva, ellos eran los que me habían invitado y estaban obligados a la cortesía elemental de darse a conocer. 

Según el plan que me había trazado, y aunque me dio pena no oír cómo culminaba el Lacrimosa, abandoné mi butaca con la mayor discreción posible en dirección a los aseos. No me encontré a nadie por los pasillos y, una vez en los baños, me encerré en uno de los retretes. Poco después, aprovechando el intermedio, comenzó el acostumbrado trasiego de personas por pasillos y baños para disfrutar de la segunda parte del concierto sin ningún estorbo fisiológico.

En el aseo en el que yo estaba recluido, entre otras voces, percibí dos que me resultaron muy conocidas. 

 —¡Hombre, qué sorpresa, don Dionisio, usted por aquí! —el acento familiar de Lorenzo se abría paso entre el denso enjambre de voces que había ocupado el aseo. 

—¡Lorenzo! ¿Qué tal estamos? —le respondió el comisario—. Hemos recibido una invitación en la comisaría y, aunque no es este el estilo de música que más me va, aquí estamos. 

—Me han contado que finalmente no fue usted a Madrid, al cementerio de San Isidro. 

Don Dionisio atajó con rapidez aquel comentario.

—Usted parece una persona inteligente, Lorenzo —el policía hablaba con su habitual pose condescendiente—. Esos tres amigos suyos, y perdone la confianza, son tres mequetrefes, y la muchacha de Palencia todo lo que tiene de guapa lo tiene de tarada. Lo mismo te llama para que la lleves a Madrid que te deja tirado por ese chisgarabís. Me di cuenta de que ya había perdido demasiado tiempo y paciencia con ellos, eso es todo.

A Lorenzo le incomodó aquel comentario y adoptó un tono más distante. 

—Le rogaría que no hablara de mis amigos en esos términos. Como bien le dijo Marcial en El Carro, los únicos avances en la investigación de la persona fallecida en el páramo los han hecho ellos… Debe usted admitir que la policía poco ha aportado en este caso.

—Estimado Lorenzo —el tono condescendiente había derivado en una lección de parvulario—, la policía poco tiene que aportar en el caso de un anciano que muere de un infarto en medio del campo.

—Y cuyo cuerpo desapareció del depósito de cadáveres…

—En fin, parece que nos reclaman del teatro —había sonado un aviso de megafonía anunciando la reanudación del espectáculo en dos minutos—. Permítame aconsejarle, porque insisto en que usted me parece una persona cabal, que no siga mucho la corriente a esa banda de chiflados que, al final, acabarán teniendo problemas con la ley. 

No pude seguir el resto de la conversación, porque ambos abandonaron el baño mientras don Dionisio echaba sobre nosotros aquella diatriba. Por si tuviera alguna duda, esas palabras me aclararon totalmente su único interés en el caso, que era llevarse a Elvira al huerto, y su profunda frustración por no haberlo conseguido. 

Suplicaba el coro a Jesucristo que liberara a las almas de los difuntos de la boca del león, que el Tártaro no las absorbiera en su vorágine ni se hundieran para siempre en la oscuridad, cuando volví a mi asiento, incomodando a todos los ocupantes del lado derecho de la fila; entre ellos, al joven que estaba sentado junto a mí, que no pudo reprimir un sutil comentario a su pareja, con toda la intención de que llegara a mis oídos: «no está hecha la miel para la boca del asno». 

Pensé que tal vez aquello podía ser una alusión velada a ABP, pero estaba tan fatigado que, sentado en mi butaca, cerré los ojos y disfruté del resto de la misa hasta el final. Entonces caen en cascada, como los desprendimientos de una gigantesca montaña que se derrumbara sobre el mar, las frenéticas oleadas en fuga del Cum sanctis tuis, que engullen las aguas para siempre dentro del majestuoso final de obra: Quia pius es. Y luego la calma del silencio, «como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo, pero agitado por corrientes profundas».

La sala se iluminó por completo y el público prorrumpió en un largo aplauso. Director, solistas, coro, instrumentistas… todos se entregaron a ese rito reverencial al público que yo siempre he entendido como una hipócrita exhibición de humildad, cuando es el público (tan alejado de los conocimientos y pericia de los ejecutantes) quien debiera demostrar reverencia a los músicos.

En el largo intervalo del aplauso no pude evitar dirigir la vista hacia los anfiteatros y allí tropecé con la mirada de Lorenzo, que manifestó con sus gestos una increíble sorpresa. Le contesté también gestualmente, alzando los hombros con un ademán de resignación. Sabía perfectamente que aquella explicación no sería suficiente, así que me apresuré a salir lo antes posible del recinto. 

En el exterior caía una fina lluvia que un cierzo enfurecido arrastraba a su antojo. Yo me encaminé casi corriendo por el puente de San Pablo, pero, antes de cruzarlo del todo, un vehículo se detuvo a mi lado y su conductor abrió desde dentro la puerta del copiloto.

—¡Suba al coche, por favor!

Con esas palabras y con gestos apremiantes me requería el conductor, un señor alto y calvo. A pesar de que el miedo me tenía casi atenazado física y mentalmente, sentí una cierta liberación al pensar que, por primera vez, habíamos entrado en contacto directo con el otro lado.


Capítulo LXI: Ustedes ni se imaginan con quién están tratando

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