Seguro que algún autor clásico habrá comparado a la mentira con la Hidra de Lerna, el segundo de los trabajos que tuvo que afrontar el esforzado Hércules por orden de su primo Euristeo, aquél que se escondía muerto de miedo en una tinaja. No sólo por lo ponzoñoso de su veneno, sino también por su capacidad regenerativa. De cada cuello rebanado de aquel terrible monstruo de nueve cabezas salían otras dos, igual que sucede con la mentira, a la que no hay manera de contener una vez desatada. Y, por si fuera poco, una de las cabezas era inmortal, con lo que habrá engaños que permanezcan vigentes para siempre.
El escudo de falsedades que yo había armado para ocultar la situación de Andrés implicaba, entre otras cosas, no poder aceptar la invitación de Lorenzo, lo que, a su vez, generaba otra mentira aún más burda, que no tardó nada en revolverse sobre sí misma.
—El sábado, dice usted… El día veinte. ¡Qué fatalidad! Me resulta totalmente imposible. Tenemos una cena de jubilación con los compañeros del trabajo. ¡Qué lástima, con lo impresionante que resulta el Réquiem en directo!
—Pues sí que es una pena, no se puede imaginar lo que me ha costado conseguir las entradas. ¿Y usted, Jesús?, si le apetece…
—El día veinte ni siquiera voy a estar en Burgos…
—A Salva no se la voy a ofrecer —bromeó Lorenzo—, que igual se pone a roncar en medio del concierto, como ya nos hizo una vez en un cine de Palencia. Por cierto, he quedado con él a las once y media de la noche del sábado. Suben unos cuantos de Pedrosa a tomar algo a Las Llanas, por si le interesa sumarse a la fiesta después de la cena de jubilación.
—Ah, genial. Igual nos encontramos por ahí —la hidra iba duplicando sus cabezas ya totalmente fuera de control.
Después de despedirnos, volví solo a mi casa caminando por el paseo del Espolón, que lucía ya con la iluminación navideña prendida del tronco y de las ramas entrelazadas de sus plátanos. No acertaba a encontrar una disculpa, por rocambolesca que fuera, para poder justificar mi presencia en el concierto tras haber rehusado la entrada que me ofrecía Lorenzo; rechazo adobado, además, con un embuste de lo más torpe, germen de nuevas falacias (¿quién se ha jubilado, dónde habéis ido a cenar, y así un etcétera interminable). Confiar en el azar (que Lorenzo no acudiera por algún motivo, o que se presentara tarde, ya con las luces apagadas y que no me viera, o cualquier otra variante por el estilo) no era tan siquiera una opción.
Recordé algunos trazos de la letra del Réquiem, que se ajustaban como un guante al lío mayúsculo en que me encontraba metido, sobre todo la Lacrimosa dies illa en que poco a poco se iba convirtiendo el veinte de diciembre; y también su música, una ondulante melodía de violines que avanza reptando hasta soltar una dentellada letal.
Según pasaban los días, me invadía por momentos la impresión de estar deambulando por una rara pesadilla y que pronto sonaría el despertador, entraría la luz por la ventana y se evanecerían huidizas todas las sombras que me habían estado acechando durante el sueño, los espectros vaporosos de Eutiquio Ramírez, de Dorotea, del señor Marcelino, de Julio Oliveros, de Lucía Olaverría, de Ernestina Martín, de todos los sospechosos que había entrevisto Andrés y, sobre todo, de Elvira, que, soltada de mi mano, se abismaría como la infortunada Eurídice en lo más profundo del olvido… Pero el jueves, de vuelta del trabajo, todas estas ensoñaciones se tropezaron de bruces contra una realidad granítica.
En el buzón había un sobre sin ninguna indicación. Lo recogí muy agitado y lo abrí de inmediato en el mismo portal, sin tan siquiera entrar en el ascensor. Dentro del sobre figuraba, en primer lugar, una tarjeta de papel verjurado color crema que, enmarcada en unas finas líneas decorativas, contenía impresa la siguiente frase en una elegante cursiva: «Cortesía de Arre Burro Producciones». Venía unida a la tarjeta la entrada del Teatro Principal para el Réquiem de Mozart (patio de butacas, fila 2, butaca 8) y, con ellas, una fotografía impresa en un folio en la que aparecía Andrés, con barba incipiente y cara de circunstancias, sosteniendo con las dos manos el ejemplar del diario El País del día anterior. La imagen me impresionó tanto que tuve que apoyarme en la pared antes de poder entrar en el ascensor.
Soy cobarde y lo he sido siempre. ¿Qué sentido tiene engañarse? Cuando subimos al páramo, yo me quedé en un discreto segundo plano, mientras Andrés abordaba a la jueza y sorteaba la vigilancia de los guardias. Hasta ahora, en este asunto, todas las decisiones habían sido grupales y siempre había estado acompañado. Pero había llegado el trance en que yo solo, sin ningún auxilio, tenía que afrontar una situación muy compleja y arriesgada. Yo, cuyo mayor ídolo siempre había sido Simón el Estilita, aislado del tráfico humano tras encaramarse a la soledad de su columna.
No dejaba de maldecir el momento de debilidad que me hizo acompañar a Andrés al páramo. Si no le hubiera seguido la corriente, como siempre, él no estaría metido en un zulo y podría seguir declamando a su sabor en Radio Evolución, yo no hubiera conocido a Elvira ni me hubiera perdido en su laberinto emocional, ni tampoco tendría que acudir el sábado a un concierto al que me había convocado una especie de tenebrosa sociedad secreta y donde me iba a descubrir Lorenzo en las primeras filas del patio de butacas, después de haber rechazado su invitación.
Sabía de sobra que era la peor opción, pero no podría resistir todo un día y dos noches aplastado por una abrumadora catarata de pensamientos obsesivos en la soledad de mi apartamento; así que serían sobre las nueve cuando ya subía cabizbajo las angostas escaleras de la Flugen. Estaba absolutamente mentalizado para multiplicar todo lo que fuera necesario las cabezas de la hidra.
La primera que me puso a prueba fue Ana, la hermana de Andrés, que me había visto entrar desde la calle y me abordó entre lágrimas antes de que me diera tiempo a cruzar un saludo con la Flugen.
—¡Nosotros no tenemos ningún pariente lejano en Madrid! —me gritó desconsolada, entre grandes lagrimones—, ¿qué le ha pasado a mí hermano?
Afortunadamente no había nadie más que nosotros dos y la Flugen, así que la retiré amablemente a una esquina del local y traté de apaciguarla.
—Tranquila, Ana, —improvisé lo primero que me vino a la cabeza—; Andrés conoció el sábado a una chica en Madrid y ya sabes... Él no quería que se supiera, porque luego todo son habladurías.
—¡Acabáramos! —tronó la Flugen, cuyo radar había captado el mensaje desde la distancia—. Pues que la traiga aquí. ¿Quién se va a beber la caja de gaseosas que he pedido al viajante?
—Omnia vincit amor, Flugen —recurrí al auxilio del mantuano para afrontar tanto romanticismo.
—¡No me digas cosas raras que no estoy para bromas! —refunfuñó ella— Si os vais todos, ¿quién hace aquí el gasto?
—Volvió a la barra enfurecida, pero, a medio camino, me espetó, apuntándome con un dedo amenazador:
—¿Y dónde narices está Adolfo?
—Y a mí qué me cuentas…
Ana, que parecía haberse calmado, volvió a lamentarse en otro arrebato de llanto espasmódico.
—¡Ay!, ¡Dios mío!, ¡el pobre Adolfo también ha desaparecido!
Como todo puede empeorar, llegaron en ese momento Salva, Ángel y las chicas. Su frenético tercer grado, que fui sorteando con muchos apuros, tuvo el paradójico efecto de desocupar mi mente, por un instante, del lacerante adiós de Elvira y del callejón sin salida del sábado.
«No sabéis cuánto os lo agradezco», pensaba, mientras sus lanzadas dialécticas me atravesaban sin piedad.