lunes, 17 de junio de 2024

Capítulo LVII: ¡Andrés secuestrado!


Tal vez fuera una gracia de los dioses que la extraña desaparición de Andrés hubiera irrumpido dentro del cataclismo emocional que dejó tras de sí la ausencia de Elvira. Me sentía desamparado, aturdido, en un estado de inquietud permanente y sin la menor expectativa de futuro, pero no podía dejar a mi amigo a su ventura.

Siguiendo un impulso intuitivo más propio del poeta que de mi seco magín, mucho más analítico y austero, me dio por marcar el número de teléfono que constaba en la tarjeta que le habían dado a Andrés en Tineo y que, no sé muy bien por qué, hasta ese momento a nadie se nos había ocurrido utilizar. Era absolutamente imprevisible lo que me podía encontrar al otro lado del auricular, si es que había algo, pero no se me ocurría otro hilo del que tirar. Tras un par de tonos de llamada, se oyó una voz masculina.

—¿Con quién hablo? —me preguntó, como lo hubiera hecho cualquier funcionario en el mostrador de atención al público. 

—Eso me gustaría saber a mí —respondí a mí vez.

—Exprese, por favor, su nombre y el motivo de su llamada —siguió mi interlocutor sin cambiar su monocorde tono de voz y haciendo caso omiso de mi requisitoria.

—Me llamo Juan y el motivo de mi llamada creo que se puede resumir en un nombre, Eutiquio Ramírez Sandoval.

—Permanezca un momento a la espera. Le atenderemos en unos instantes. 

Obedecí a la consigna muy intrigado, porque nunca me hubiera imaginado que aquel número fuera a desembocar en una especie de centralita telefónica. En cualquier caso, el suspense duró muy poco, porque enseguida se oyó otra voz de hombre, esta vez algo más recia:

—Su amigo Andrés Rastrilla Calleja está bien y no sufrirá ningún daño si usted sigue escrupulosamente las siguientes indicaciones: a lo largo de esta semana será depositado en el buzón de su domicilio en Burgos un sobre en blanco. En dicho sobre encontrará una fotografía actualizada de Andrés Rastrilla y una entrada para asistir el próximo sábado, día 20 de diciembre, a un concierto de música en el Teatro Principal. En la entrada constará un número de fila y de butaca, donde usted se sentará diez minutos antes de la hora programada para el comienzo de la actuación, que es las ocho de la tarde. En algún momento, antes, durante o después de la actuación, una persona se dirigirá a usted. Deberá limitarse a seguir sus indicaciones y no podrá mantener ningún otro tipo de interacción con ella. Si desea que su amigo conserve su integridad, no puede hacer partícipe de este contacto a nadie más. Somos una organización profesional, que no atiende a otra consideración que al cumplimiento de sus objetivos y su consiguiente beneficio económico. Si se contraviene cualquiera de las instrucciones que le han sido transmitidas, la seguridad de su amigo no estará garantizada.

La comunicación se interrumpió de inmediato, sin que yo tuviera ninguna opción de respuesta. En realidad, hubiera necesitado un buen rato para reponerme de semejante sorpresa y poder articular palabra. ¡Andrés había sido secuestrado!

—¡Ah del castillo! —la voz de Marcial atronó desde la calle.

Estuve tentado de hacerme el ausente, pero sabía que Marcial insistiría y acabaría por reclamar la atención de mi madre y todo se complicaría mucho más. No había otro remedio que el de hacer de tripas corazón y extremar el arte de la finta, en la que él siempre había sido mucho más hábil que yo cuando jugábamos al fútbol.

—A ver, cuente, cuente, que tiene mucho que contar… —me abordó muy ansioso, antes de cualquier saludo.

Pensé que, tal vez, soltar una bomba de racimo nada más comenzar provocaría un saludable efecto de distracción.

—Nunca más volveremos a ver a Elvira —apenas si me fue posible articular la última parte de la frase.

Marcial acusó el golpe. 

—¡Vaya! —se limitó a decir, sobrepasado por una noticia tan inesperada.

A continuación, sin dar más explicaciones sobre ese asunto, le resumí nuestras conversaciones con las mujeres de la familia Olaverría en Málaga y el hallazgo del panteón de Dorotea en el cementerio de San Isidro.

—Por cierto —añadí como de pasada—, el poeta se ha quedado unos días en Madrid con unos parientes lejanos.

—No sabía que tuviera familia en Madrid —se extrañó Marcial. 

—Yo tampoco, la verdad.

—Bien, pues ahora le cuento yo —afortunadamente, Marcial también tenía novedades, y dejó pasar sin mayor escrutinio la ausencia de Andrés—. Por fin pude convencer al primate de Adolfito de que debía esconderse unos días y lo tengo oculto en la bodega de mi tío. Nadie más que él, yo y ahora usted, lo sabemos.

Me dolió corresponder a su confianza con mis embustes sobre la suerte de Andrés.

—¿Y cómo lo lleva?

—Yo pensé que lo iba a aguantar mucho peor —me contó Marcial resignado—. Está acabando con las existencias de vino de mi tío. Le puse un colchón encima de un entablado que teníamos para sostener las cubas y se entretiene leyendo el periódico y resolviendo sopas de letras a la luz de las velas, aunque yo creo que se pasa la mayor parte del día durmiendo. Yo le llevo la comida todos los días y allí calienta con el hornillo lo que le parece. En todo caso, y por lo que pudiera pasar, le he llevado una buena provisión de latillas y embutido, aunque es evidente que esta situación no se puede alargar mucho en el tiempo.

—La clave es asegurarnos de que no corre ningún riesgo. En Málaga hemos confirmado casi al cien por cien nuestra hipótesis esencial: todos los descendientes varones de los cinco de Obona fueron asesinados. El testimonio de Lucía no ofrece dudas al respecto. 

—Sólo queda por saber —concluyó Marcial— si el asesino o asesinos tienen la posibilidad o la intención, o las dos cosas, de seguir matando. 

—En efecto. Si fue Eutiquio Ramírez el joven quien los mató a todos, ya no está en este mundo y la amenaza para Adolfo ha desaparecido. 

—Ya, pero queda esa presencia nebulosa llamada ABP, de la que no sabemos nada. Ahora que lo pienso, Juan, igual no sería mala idea la de llamar al número de teléfono que aparecía en aquella tarjeta que le dieron a Andrés en Tineo, ¿se acuerda?

—Sí, claro. El problema —y tuve que improvisar una salida que añadía otra falsedad a mi emergente currículo de embustero— es que esa tarjeta se ha perdido. La he buscado por todas partes y no la encuentro, y no apunté el número de teléfono en ningún sitio.

—¡Qué lástima! No puedo creer que le pueda pasar algo así a don Metódico. Está usted perdiendo facultades, Juan. Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Creo que no tenemos otra que esperar pacientemente. Yo le sugiero que aguante una semana a Adolfo escondido en las entrañas del Cotorro Quitapenas. Tengo la sensación de que si la ABP, o lo que sea eso, no se pone en contacto con nosotros, podemos dar el asunto por terminado y devolver nuestras vidas al día anterior a la aparición del muerto del páramo.

—¿Y no me cuenta nada sobre Elvira? ¿Qué es eso de que no la vamos a volver a ver?

—Eso necesita de una serenidad de ánimo que yo ahora no tengo, Marcial. Si me lo permite, lo dejaremos para más adelante. Ahora trataré de sobrevivir a su ausencia, que no será fácil.

—No se me ocurre nada que yo pueda hacer al respecto, pero aquí me tiene para cualquier cosa. 

—Gracias, Marcial.


Capítulo LVIII: El panteón de la familia Sanjuán Ramírez

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