Samuel tenía razones para estar intranquilo. Después de pasar buena parte de la tarde en la taberna Oliveros, se atuvo con aplicación, en compañía de Andrés, a la ruta canónica que tenía establecida para sus visitantes en Madrid hasta que, a la altura de La Fontana de Oro, perdió de vista al poeta.
—Volví del baño y ya no estaba. Lo esperé en la barra de La Fontana más de hora y media, pero no apareció.
—Pues sí que es raro, sí, porque él no conoce Madrid y no creo que se aventurara por su cuenta, y menos sin decirle nada.
—Por cierto —añadió Samuel—, ya me había venido antes un par de veces o tres con la cantinela de que había visto al sospechoso y de que tenía la intención de agarrarlo por las solapas.
«Andrés en estado puro» pensé, aunque yo no echaba en saco roto, ni mucho menos, el asunto del sospechoso.
—Y ya lo conoces, no paraba de insistirme en que teníamos que abrir el nicho sin nombre. Y como yo me negué en redondo a volver al cementerio, tengo miedo de que se fuera allí por su cuenta y riesgo.
Yo conocía bien a Andrés. Era capaz de repetir un centenar de veces, en distintas formulaciones, cualquier idea obsesiva que se le metiera en la cabeza. Pero también sabía que él nunca desaparecería por su cuenta y riesgo en medio de Madrid. Con la única intención de confortar a Samuel, que estaba muy inquieto, fuimos los tres en mi coche al cementerio de San Isidro. Nos acercamos hasta el panteón que él mismo nos había descrito con tanta precisión y verificamos que la lápida que cerraba el nicho anónimo no había sufrido ningún daño.
A Elvira y a mí nos impresionó mucho ver escrito en letras de molde el nombre de Dorotea Ramírez y de Fermín Cuesta y el pensar que allí se encontraban sus restos mortales, al menos de la primera. Se habían ido convirtiendo en algo parecido a los ancestros de una familia espectral que Elvira y yo habíamos llegado a compartir.
—¿Y qué hacemos ahora? —exclamó Samuel con un nudo en la garganta.
—Nosotros nos tenemos que ir, Samuel —nadie podría imaginar el filo que tenían entonces para mí aquellas palabras—. Usted quédese esperando en casa. Si a las diez de la noche Andrés no ha aparecido aún, llámeme por teléfono a Pedrosa.
—¿No sería bueno denunciar ya su desaparición —propuso Elvira—, por si pudiera estar ingresado en un hospital o algo parecido?
—No vamos a precipitarnos. Creo que ahora mismo no urge hacer nada —le contradije con decisión, porque yo tenía la absoluta convicción de que Andrés no corría un peligro inminente. Además, la suerte de mi buen amigo en aquel momento, horas antes de perder a Elvira para siempre, estaba empezando a convertirse en un asunto menor.
—Está bien, como ustedes digan —aceptó Samuel muy abatido, porque en el fondo no podía evitar sentirse responsable.
Nos despedimos de Samuel en la puerta principal del cementerio con gestos y palabras de aliento.
—No se preocupe —le aseguré—. Algo me dice que pronto tendremos al poeta a nuestro lado.
No eran aún las cuatro de la tarde cuando ya enfilábamos con decisión la carretera de La Coruña. El trayecto hasta Palencia fue muy extraño, porque Elvira y yo apenas si nos cruzamos alguna palabra durante las dos horas y media que duró el viaje. No sabíamos casi nada el uno del otro y, sin embargo, ya estaba todo dicho.
Al inevitable desasosiego por la desaparición de Andrés, se añadía una asfixiante sensación de irrealidad. Resultaba absurdo e inconcebible separarnos aquella tarde para siempre, pero yo no encontraba manera de sabotear una decisión que sentía inapelable. Es más, tenía la sensación de que no había otra salida y de que seguir relacionándonos de cualquier manera nos llevaría inevitablemente a una breve, pero muy dolorosa, rutina de desesperación y amargura.
Era ya noche cerrada cuando llegamos a Palencia. Caía del cielo una aguanieve que un viento furioso y cambiante arremolinaba sin apenas tocar el suelo. Detuve el coche junto a la plaza de abastos, sin preguntar a Elvira dónde le gustaría que la dejara. Ella salió del vehículo, dando por bueno aquel lugar, y se quedó de pie junto al maletero, donde estaban depositados su pequeña bolsa de deporte y su anorak.
—Juan, como sé que lo acabarás descubriendo, tengo que decirte que yo ya conocía a Eutiquio Ramírez, o quien fuera ese individuo, antes del día que compró la cuerda.
Me podría haber esperado cualquier cosa en un momento como aquel, menos esa extraña confesión que me dejó totalmente enmudecido.
—Había hablado con él dos veces y ni siquiera sabía su nombre —prosiguió, mientras su rostro se humedecía con los diminutos copos de nieve y, me pareció adivinar, también con sus lágrimas—. Te puedo asegurar que no tuve ni la más remota idea de lo que hemos ido descubriendo sobre él. Al revés, me pareció una persona muy sensible, que había sido muy bien escogida para el cometido que debía realizar.
—Elvira, yo creo que esto deberíamos hablarlo con más calma, ahora o en otro momento —intenté retenerla a la desesperada, porque allí, en medio de la calle, sentí de manera repentina y brutal el inmenso vacío que me iba a dejar su ausencia.
—Espero de corazón que encuentres pronto a Andrés —me dijo, al recibir de mis manos su escueto equipaje.
A mí ya no me salían las palabras, así que la acogí entre mis brazos y la presioné con mucha fuerza, escondiendo las lágrimas entre su negra melena ondulada.
«Ella es Héctor y yo Andrómaca»
Sentí que Elvira correspondía también con intensidad a aquella presión. Después de un largo instante, se separó deshaciendo con mucha suavidad mi abrazo y me dijo adiós.
Luego recogió la bolsa, que había posado sobre el capó del coche, amagó una tierna sonrisa y se alejó andando con calma, sin volver la mirada. Cruzó la plaza Mayor, sola, con su cabello alborotado por la ventisca, hasta desaparecer por una de sus esquinas. Un movimiento reflejo me hizo avanzar un par de pasos, como si mi cuerpo, sin mi voluntad, tratara de ir en su busca y retenerla, porque sabía, como así sucedió, que no volvería a verla nunca más.
Ese último fotograma, justo antes de disiparse como las sombras de un sueño al amanecer, nunca, desde aquella noche, ha desaparecido de mi mente.
Aún permanecí un buen rato dentro del coche, viendo cómo se arrastraban oblicuas por el parabrisas gotas de agua casi cristalizadas, dejando nerviosas estelas que se cruzaban entre sí como las lágrimas de quien ha olvidado las razones de su llanto.
Poco después de llegar a casa, sonó el teléfono. Una esperanza irracional quiso oír la voz de Elvira, pero lo que en realidad se percibía era la atribulada congoja de Samuel:
—¡Buenas noches, Juan! Son ya las diez y Andrés no ha vuelto a casa.