La noche de aquel sábado nos amamos con el frenesí y la desesperación de quienes saben que nunca volverán a verse. Aún guardo cada detalle de aquel lúgubre escenario: una mesilla de cama rayada y polvorienta, la tenue luz amarilla que desprendía un aplique inclinado sobre el cabecero de la cama, el armario exento, cuyas hojas no ajustaban del todo, una alfombra deshilachada y raída que apenas ocultaba el abombamiento de las lamas del parquet… y, entre todos ellos, la tersa piel sudorosa de Elvira, sus músculos contraídos, el abismo más allá de su mirada desatenta, la inmensa tristeza de ver escaparse entre los dedos de las manos las arenas doradas de un tesoro.
Cuando, al amanecer, comenzó a filtrarse la luz del día por las raídas colgaduras que cubrían la ventana, comprobé que los engranajes que mueven la máquina del mundo seguirían obrando tal cual, absolutamente indiferentes a nuestra peripecia singular. Y eso que yo pensaba que el universo sólo existe porque nosotros lo percibimos, o lo que es lo mismo, que todo este colosal escenario de comedia desaparecerá en el momento en que yo muera.
Abandonamos la pensión y desayunamos en una cafetería sin ningún dramatismo, como si nos dejáramos llevar por el uso de una antigua rutina.
—Nos queda un largo viaje, Elvira. Si salimos pronto de Málaga, podemos llegar a Madrid a la hora de comer. Con un poco de suerte igual encontramos a Samuel y a Andrés en la calle Almansa.
—Me parece bien —respondió ella sin prestar mayor atención.
Tuvimos un viaje apacible de regreso a Madrid. Elvira reclinó el asiento del copiloto y muy pronto se adormeció. Yo vencía los kilómetros tratando de ocupar la mente con cualquier fantasía evasiva.
Atravesábamos Almuradiel cuando Elvira pareció espabilarse. Recostó la cabeza hacia mi lado, abrió los ojos y trazó una leve sonrisa.
—En qué estarás pensando.
—Pues hace unos veinte segundos pensaba en la rifa del coche en la discoteca Las Vegas 2 de Melgar, el día de los Santos Inocentes, y ahora mismo estaba tratando de visualizar un cuadro que aparecía en el libro de Historia del Arte de COU.
—¿Qué cuadro, si se puede saber? —se sorprendió ella.
—La despedida de Héctor y Andrómaca, de Giorgio de Chirico, un pintor italiano.
—Una despedida; viene muy al caso.
—Todos, y él el primero, saben que Héctor va a morir. Nadie ha vencido nunca a Aquiles, porque es invulnerable; y, además, es brutal, salvaje y despiadado. Andrómaca, la mujer de Héctor, hace un último y desesperado intento por retenerlo con un refinado chantaje emocional.
—¿Qué chantaje?
—Presentarse ante él con su bebé en brazos. El pequeño se asusta y llora cuando contempla la inmensa apostura del guerrero, su casco y su penacho. Pero Héctor se lo quita, y el bebé sonríe al rostro familiar de su padre.
—¿Y todo eso sale en el cuadro?
—Yo diría que algo más, porque Andrómaca le amenaza con el futuro que les espera a ella y a su hijo (la esclavitud sexual y el asesinato), cuando él ya no esté.
—Pero, a pesar de todo, él sale a luchar…
—Sí, y muere. Su destino estaba escrito.
—Igual que el nuestro, Juan.
—Pues, sí. En el cuadro, Héctor y Andrómaca (y tal vez su hijo) están fundidos casi en un solo cuerpo, justo antes de separarse para siempre.
—Una historia muy tierna.
—En un libro plagado de sangre, violencia, armas y destrucción.
Elvira sonrió, ahora con franqueza.
—No podías haber pensado en un cuadro mejor, un destello de luz en una noche oscura.
Y así seguimos hasta Madrid, hablando de dioses, héroes y tristes mortales, porque Elvira me pidió que le siguiera contando aquellas historias de los antiguos griegos.
Entramos con facilidad en la capital y tuvimos la suerte inconcebible de encontrar aparcamiento en el arranque de la calle Almansa, a pocos metros del portal de Samuel.
—A ver si hay suerte y pillamos a estos dos pájaros en el nido.
Tras pulsar el botón del portero automático, se oyó la voz de Samuel:
—¡Suban!
A Elvira le fascinó la vieja corrala madrileña que se escondía tras el portón de entrada, era como pasar al patio de butacas de un teatro en el que se fuera a representar una zarzuela. Samuel nos recibió con su natural cortesía y nos dio a elegir entre su inagotable variedad de Sopinstant, oferta que rechazamos porque pensábamos salir a comer de inmediato. Noté a Samuel inquieto, cosa preocupante, dada su disposición natural, siempre muy serena.
—¿Tiene al poeta escondido por algún recoveco del apartamento?
Samuel no ocultó el motivo de su zozobra:
—Estoy muy preocupado, Juan. Ayer nos pasamos toda la mañana en el cementerio de San Isidro. Para empezar, perdimos media hora esperando la llegada de don Dionisio. Andrés estaba seguro de que vendría, pero no apareció.
—Sí hombre sí, don Dionisio y sus aparatos —y ahí lo dejé, no era el momento de regodearse en la suerte.
—Nunca pensé que Andrés podía ser tan concienzudo —prosiguió Samuel—. Empezó a inspeccionar tumba por tumba, panteón a panteón, sin dejar de mirar un nombre. Iba tan lento que le propuse dividir esfuerzos, separarnos para ir un poco más rápido.
—Si no me equivoco, ese era el plan inicial —le recordé.
—Sí, pero me pareció más entretenido estar los dos juntos. En fin, el cementerio de San Isidro es bastante grande y ustedes no se imaginan lo monótono que resulta estar leyendo continuamente nombres y fechas de finados. Así que fui un par de veces a ver cómo le iba a Andrés. Y la segunda vez me suelta que había visto por allí a un tipo muy parecido al calvo de Tineo y de la taberna Oliveros.
—¡Madre mía! Andrés y sus fijaciones obsesivas.
—Comenzó a referirse a él como «el sospechoso» y a asegurar que le ajustaría las cuentas si lo volvía a ver. En fin —siguió contando Samuel—, que seguimos a lo nuestro y sería ya casi la una cuando lo vi venir corriendo a donde estaba yo, gritándome insistentemente «¡Venga usted! ¡Venga usted!». Me llevó hasta un panteón que tenía la forma de una pequeña capilla con una puerta metálica de acceso que se podía abrir sin dificultad. En su interior, alrededor de un modesto altar de piedra en el centro, se distribuían varios nichos longitudinales, con su lápida correspondiente.
—¡No me digas que la encontró! —exclamó Elvira, rendida a la genialidad de nuestro poeta.
—Los encontró —matizó Samuel, y desdobló una cuartilla que sacó de un bolso del pantalón en la que había anotado los nombres con su inseparable lapicero minúsculo—: a Dorotea Ramírez, con ese nombre y no el de Teodora, a Fermín Cuesta, a Miguel Sanjuán, padre e hijo, a los padres de Dorotea, a los padres de Fermín… La verdad es que hasta yo mismo me emocioné allí dentro.
—No me extraña.
—Y había un nicho con una lápida lisa, sin ningún nombre, pero con el aspecto de haber sido manipulada recientemente. «Aquí está Eutiquio Ramírez Sandoval el joven», me dijo Andrés con absoluta convicción.
—Y seguro que es verdad, visto lo visto —no pudo evitar asentir Elvira.
—Sí, pero a continuación me sugirió que deberíamos abrir el nicho y salir de dudas. Me costó horrores sacarlo del cementerio sin hacer esa locura, con el argumento de que lo hablaríamos entre todos y tomaríamos una decisión conjunta. Y con otro argumento, tal vez más persuasivo: una buena ración de callos en la taberna Oliveros.
—¡Asta de toro bravo! —exclamó Elvira risueña—. No te enfades, Juan, pero ese hombre es mi ídolo.