jueves, 6 de junio de 2024

Capítulo LIV: La vida es esto


No resultó sencillo hacer entender a Lucía el largo camino que nos había llevado a Elvira y a mí al número doce de la calle Alderete, aunque ni ella ni Asunción albergaban ya ninguna duda sobre la veracidad de nuestro testimonio ni la probidad de nuestras intenciones. Cuando Asunción nos preguntó por qué habíamos puesto tanto empeño en llegar hasta el final, no pude evitar recordar la fórmula con la que nuestro poeta había zanjado varias veces el asunto («queremos saber la verdad»), aunque yo le di una explicación mucho más larga y confusa y, por supuesto, incompleta. Una de las razones estaba sentada a mi lado, pero era difícil argumentarla en público.

—¿Por qué no cambió Estanislao de identidad? —preguntó Elvira, que no había dejado de sorprenderse de la facilidad con la que habíamos localizado a los Olaverría en Málaga—; todos los supervivientes del grupo lo hicieron. 

—Creo que mi padre nunca pensó que aquel crimen lo iba a seguir hasta tan lejos. Se vino a la otra punta de España, donde no lo conocía nadie, y comenzó una nueva vida.

—Pero mantuvo contacto con Augusto Martín en Madrid… —le objeté yo.

—Según mi madre, sentía mucha nostalgia de Asturias y, como iba a Madrid de vez en cuando en viajes de negocios, acabó por descubrir la taberna Oliveros, que tenía una cocina asturiana muy buena, pero que también era una especie de lugar de reunión de la gente de Tineo en Madrid. 

—Y allí se reencontró con Augusto Martín, es decir, con Artemio Morán. 

—Sí —asintió Lucía—; mi madre insistía una y otra vez en que ese fue el gran error que le costó la vida a él, a su hijo y a su nieto. Ahí nos colocó en el centro de la diana. Además, Augusto tenía vara de mando en Falange, y eso, de alguna manera, le debió parecer a Tanis que podía protegerlo de su pasado.

—Pero Augusto y Adolfo Vega, el abuelo de nuestro amigo, murieron poco antes que tu padre, ¿eso no le puso en guardia?

—No creo que mi padre interpretara la muerte de Augusto, que fue la primera, como un asesinato. Y yo nunca había oído nombrar a Adolfo Vega antes de conoceros. Mi padre le había contado las cosas de Tineo a mi madre, pero a su manera. Ni precisó cuántos habían participado ni su papel exacto en el crimen. Él era una buena persona y sentía un profundo arrepentimiento por lo que hizo en su pasado. Pero también quería seguir viviendo…

—Sin embargo, la relación con Augusto llegó a ser estrecha. Eso pone en duda que quisiera romper del todo con su pasado.

—No, no, —Lucía reforzó su negación con el movimiento de su cabeza—; no tenían un trato muy estrecho. Precisamente, fue tras la muerte de Estanislao cuando mi madre viajó con más frecuencia a casa de la viuda de Augusto para tratar de averiguar qué había pasado. Entonces conoció mamá a la familia de Augusto, a su mujer, a Ernestina…

—¿Y su viuda le aclaró algo?

—Elisa estaba convencida de que la muerte de su marido no había sido voluntaria, pero nunca fue capaz de aportar alguna prueba que lo demostrara.

—Una cosa, Lucía —Elvira, que bebía las palabras a la anciana, terció por fin en la conversación—, ¿tu madre llegó a contactar con Dorotea o con la familia de Fermín?

—No, aunque me consta que la buscó, incluso que le insistió mucho a Obdulio Sanmartín, porque ella estaba segura de que aquel hombre conocía su paradero. Mamá quería saber qué había sucedido exactamente y pedirle perdón, pero nunca pudo dar con ella. 

—Además —intervino Asunción, que hasta entonces había guardado silencio—, en un momento dado, mi abuela decidió romper radicalmente con todo aquello. Pero Ernestina, supongo que con la mejor intención, le insistió mucho en que debía proteger a mi hermano, sobre todo tras la muerte de Lucio y Fidel. 

—En la caja hay un pañuelo con la inicial de Dorotea bordada —añadió Elvira, que lo desdobló sobre la mesa—. Estoy convencida de que Ernestina trató por todos los medios de conseguir de Dorotea que aquella locura vengativa no siguiera adelante. Si alguien podía pararlo, era ella.

—Yo creo —me permití añadir a aquella hipótesis— que lo consiguió. El hecho de que conservara un pañuelo suyo y, sobre todo, de que fuera capaz de concertar una entrevista con el presunto asesino, demuestran que Dorotea trató de mediar.

—Sí, pero cuando murieron Lucio y Fidel, mi madre se dio cuenta de que no había nada que hacer e intentó convencer a mi hermano de que se marchara a América. Pero el negocio empezaba a irle muy bien, se había echado novia —Lucía sonrió con ternura a su sobrina— y no quería ni oír hablar de irse de Málaga. A él todas aquellas historias le sonaban lejanas e irreales y acabó convenciendo a mi madre de que lo mejor era cortar por lo sano con la monja. Cuando mi madre escribe a Ernestina la carta que está en la caja, ya habían pasado siete años de la muerte de Fidel y parecía que todo iba a quedarse ahí. Hasta yo misma lo creía. 

—La abuela siempre hizo todo lo posible por proteger a la familia —enfatizó Asunción, muy atenta a las palabras de su tía—; la prueba es que quiso tener una imagen del asesino por si había que denunciarlo a la policía.

—Sí, claro —le concedió su tía—. Pero Fortu insistió tanto en cortar con Ernestina que hasta le forzó a devolver la foto con aquella carta. La foto, además, no valía gran cosa. Eso fue culpa mía y es una pena, porque si tuviéramos la cara de ese miserable tal vez Fortu y Tito seguirían vivos.

Y, en ese momento, Lucía se vino abajo y empezó a emitir un sollozo ahogado que parecía salirle de las entrañas. Asunción, que se había mantenido muy firme hasta ese instante, tampoco pudo contener el llanto cuando oyó el nombre de su hermano.

Nunca podré olvidar la imagen de aquellas dos mujeres abrazadas, llorando sin consuelo, transidas por el dolor inmenso de la pérdida y la sospecha de haber podido hacer algo más por evitarlo. Elvira, que acariciaba el pelo de la anciana, me sonrió apesadumbrada, como diciéndome: «lo ves, Juan, la vida es esto».

—Y luego la muerte de mi sobrino —gritó con rabia Lucía, destilando un profundo rencor sostenido durante años—, un chico bueno e inocente que no había hecho daño a nadie. Ojalá sus crímenes hayan sepultado a ese miserable en lo más profundo del infierno.

Durante casi cuatro horas estuvimos charlando alrededor de la mesa camilla. El resto de la conversación no aportó nada nuevo a lo que ya sabíamos. Las investigaciones policiales y judiciales avalaron sin la menor vacilación la tesis de los suicidios y rechazaron de plano cualquier otra posibilidad, a pesar de la insistencia de Lucía y su madre en vincular aquellas muertes con el pasado de Estanislao Olaverría.

Ellas quedaron totalmente inermes y aisladas. La viuda de Fortunato rompió con ellas, porque no entendía nada de lo que había sucedido ni su empeño en afirmar que no se trataba de muertes voluntarias, pero sin evidencia alguna en la que sostenerlo. El propio estigma del suicidio, que parecía contaminar a toda la familia, la inmensa amargura de comprobar con impotencia cómo prosperaba una gigantesca mentira criminal, un lacerante sentimiento de injusticia, el dolor insoportable de la pérdida, el progresivo alejamiento de su entorno de conocidos, el terror a que esa venganza ciega, implacable e intangible pudiera volver sobre ellas…

—Nadie nos viene a visitar —nos confesó Asunción—, por eso creíamos que erais alguno de ellos que venía a terminar el trabajo. Aunque no me consuela mucho que el asesino muriera de viejo, no deja de ser un alivio saber que ya no está en este mundo.

Nos negamos a cenar con ellas, a pesar de que insistieron mucho en que nos quedáramos. A nosotros también se nos acababa el tiempo y allí ya estaba hecho todo lo que teníamos que hacer. 

—Llevaos esa caja, por favor —nos suplicó Asunción, tras volver a meter en ella el contenido que habíamos extraído—. Ahí no hay más que malos recuerdos.

Nos despedimos muy afectuosamente de las dos. Sentí los brazos de Lucía, apenas sin fuerza, alrededor de mi cuello, y la humedad de las lágrimas que le volvieron a los ojos.

—Gracias, muchas gracias —me dijo al separarse de mí—; cuidaos mucho, hacéis muy buena pareja. 


Capítulo: LV: La despedida de Héctor y Andrómaca

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