lunes, 3 de junio de 2024

Capítulo LIII: Aquí está, es él

 

—Si la vida siempre fuera así, no me cansaría de vivirla —exclamó Elvira al abandonar la taberna—. He disfrutado tanto del vino, de los mejillones, de la conversación con el gran Heliodoro y con el camarero entrometido, y de toda esta extraña historia que nos envuelve… 

Yo también salía eufórico de la Antigua casa de Guardia y no tenía ganas de impugnar el cansancio vital ni de luchar contra molinos de viento; era el momento de dejarse llevar mecido por el dulce paladar del pajarete.

—Me imagino al bueno de Fortunato ajustando las entregas de vino en esa especie de oficina de madera que hay en medio del local. Por allí andaría Heliodoro al quite de las nuevas remesas de los vinos de Málaga. Resulta fascinante entremezclarse de repente con unas vidas que discurrieron tan lejanas de las nuestras. 

—Y harían las cuentas con una tiza sobre el mármol, como el camarero que nos ha atendido.

Celebré que Elvira hubiera optado también por dejarse llevar.

—Si le hubieras hecho la cuenta de la cuerda al muerto del páramo con una tiza en el mostrador, ahora no estaríamos aquí ni tú ni yo.

—No es tan sencillo —bromeó ella—, también se necesita a un poeta obstinado que encuentre el tique en un rastrojo. El destino se sirve de los instrumentos más insospechados. 

Emprendimos camino al barrio del Molinillo remontando el cauce del río Guadalmedina, apenas un hilo de agua que fluye humillado a través de un rudo canal de cemento. Yo portaba la bolsa con la caja de Ernestina en mi mano derecha y Elvira caminaba casi colgada de mi brazo izquierdo.

—Estoy bastante borracha, Juan. Si digo tonterías en casa de Lucía, haz como que te rascas la oreja y yo me callo. Esa es la contraseña.

El alcohol nos había transportado a ambos a esa estación previa al desconsuelo, en la que ni se quiere ver ni oír, ni se tiene noticia de nada perturbador o apremiante. Se anula la perspectiva del tiempo y apenas si se adivina una muy tenue sospecha del ajuste de cuentas que está al caer. Allí se estaba francamente bien.

La calle Alderete no podía ser más anodina, viviendas de pisos de pocas alturas combinados con casas de dos plantas y muy poca actividad comercial. Pulsamos sobre el portero automático y el portón de la calle se abrió con un seco sonido metálico, sin que oyéramos voz alguna. Una vez arriba, encontramos la puerta del piso abierta y bajo su umbral a una señora de mediana edad que nos invitó a entrar.

—Buenas tardes y gracias por su puntualidad. Me llamo Asunción Olaverría y soy la sobrina de Lucía. 

—Mucho gusto en conocerla —Elvira le dio dos besos y luego repetí yo el protocolo. 

Asunción nos llevó a un pequeño salón en el que Lucía se encontraba acurrucada en una silla de madera, cubierta en buena parte por una ligera manta de grandes cuadros de colores. Extremadamente delgada, parecía que su ropa se sostenía sola en el aire y que de ella emergían un rostro macilento y una mirada apagada.

—Si me siento en el sofá me cuesta horrores levantarme —nos explicó, tras el debido intercambio de saludos, para justificar su inmovilidad.

Elvira se quiso asegurar cuanto antes de que se hablaría sobre el motivo que nos había llevado hasta aquella habitación después de un camino tan largo y sinuoso. Colocó la caja de Ernestina sin ningún envoltorio sobre la mesa camilla frente a la que estaba sentada la anciana, abrió la tapa y le mostró su interior.

—Creemos que aquí hay cosas que le podrían interesar.

Con pulso tembloroso, Lucía Olaverría desdobló la carta que su madre le había escrito a Ernestina hacía más de medio siglo, rogándole que no volviera a contactar con su familia nunca más. 

—Yo estaba con ella cuando escribió este papel —nos explicó la anciana al borde de las lágrimas— y me mandó echar la carta al buzón; pobre mamá, que en gloria esté, ella se creía que todo había acabado con la muerte de papá. 

Cuando la hubo releído, la volvió a doblar y la posó fuera de la caja. Luego siguió manipulando el resto de su contenido, hasta que levantó la fotografía de Ernestina que tanto le intrigaba a Elvira. Notamos cómo se demudaba su semblante y, tras observar la imagen en silencio durante un largo instante, exclamó con intensa amargura: 

—Aquí está, es él. 

Elvira y yo sentimos que Asunción se iba poniendo cada vez más tensa y trataba de acortar todo lo posible la visita.

—Tía, sabe que no es prudente hablar demasiado —luego, dirigiéndose a nosotros, nos rogó que la dejáramos tranquila, porque lo que le habíamos traído avivaba recuerdos muy dolorosos para las dos. Nos agradecía nuestra buena intención, pero no éramos conscientes del daño que les podíamos hacer. 

—No se preocupen, el señor de la fotografía está muerto —Elvira, tal vez empujada por los efluvios del pajarete todavía rondando por su cerebro, o tal vez porque percibió el miedo en sus miradas cuando contemplaron la imagen, soltó aquella frase que, por otra parte, descubría que nosotros éramos algo más que un matrimonio que aprovechaba un viaje a Málaga para entregarles una cajita. 

—¿Quiénes sois y a qué habéis venido? —gritó Asunción presa del pánico—, por favor, no nos hagáis nada, mi hermano, mi padre y mi abuelo ya están muertos, ¿no os parece suficiente? 

—Asunción, la persona que los asesinó ya no os puede hacer daño, ha muerto. Podéis estar tranquilas, nadie sabe que estamos aquí —le dije para calmarlas, aunque con poco éxito, porque ella nos quería echar de casa a toda costa. Fue otra vez Lucía la que permitió que aquello no acabara así.

—Asun, por favor, deja que digan quiénes son. Ya soy muy vieja y estoy muy enferma. No me importa gran cosa morir un poco antes o un poco después. Y estoy muy cansada de secretos, miedos y mentiras. Por favor, decidnos quiénes sois. 

—Asun, Lucía, no tenéis que temer nada de nosotros —traté por todos los medios de aliviar su ansiedad—. Puedo imaginarme por lo que habéis pasado, pero os ruego que nos escuchéis.

Asun, al ver la determinación de su tía, se sentó a su lado y abrigó con sus manos las de ella. Yo aproximé también una silla junto a la mesa camilla, muy cerca de Lucía, en la que se sentó Elvira, que cada poco acariciaba con suavidad el hombro de la anciana, para tratar de confortarla. Luego tomé otra para mí, que coloqué justo enfrente de las tres, y comencé a darles las explicaciones que me pedían.

—La persona que asesinó a Tanis, Fortu y Alberto apareció muerta hace cinco meses en mi pueblo, en la provincia de Burgos. Había ido allí con el propósito de acabar con la vida de un amigo mío, Adolfo Vega, cosa que, por suerte, no logró.

Las dos mujeres no daban crédito a lo que estaban oyendo y ahora sus rostros más que temor expresaban una enorme ansiedad por seguir oyéndome. 

—Después de una larga investigación, hemos logrado averiguar que en el año 1936 Estanislao Olaverría, en compañía de otros cuatro jóvenes, participó en el asesinato de un joven y en la violación de su novia, en un pueblo de Asturias.

—En Tineo —me interrumpió Lucía—. De allí procedía mi padre.

Empecé a notar en ella el brillo en los ojos propio de quien, por fin, puede liberarse de una losa que la ha estado aplastando toda la vida.

—Pues bien —proseguí—, uno de los cuatro jóvenes que acompañaron a Tanis aquella noche era Manuel Fueyo, Manolín, el abuelo de mi amigo Adolfo. 

—Lo que no entiendo —volvió a interrumpirme la anciana— es cómo tu amigo sigue con vida.

—Por pura casualidad —le contesté—. La persona que lo iba a matar sufrió un infarto justo cuando estaba a punto de reunirse con él. 

Lucía cada vez iba dando más crédito a nuestras palabas y comenzó a manifestar una infinita sensación de alivio al pensar que, en efecto, aquel hombre ya no existía. Por primera vez se dibujó una sonrisa en su seco rostro y sus miembros se fueron relajando. Liberó sus manos de las de su sobrina y cogió de nuevo la fotografía de Ernestina en el claustro.

—Esta foto la hice yo. Mi madre me había llevado, según ella, a conocer Madrid. Lo pasé en grande en aquel viaje. Había sido como volver a la vida después de la terrible muerte de mi padre. Fuimos al teatro, al cine, al zoo, al Retiro… Unos días inolvidables. Pero antes de volver a Málaga hicimos un extraño viaje en taxi a un convento de Chinchón. Mi madre me presentó a una monja algo mayor que yo, Ernestina. Era muy amable, aunque se la veía atravesada por una enorme tristeza.

Asún, mucho más relajada también, fue a la cocina a por un vaso de agua para su tía y a nosotros nos ofreció lo que quisiéramos para beber. Pero lo único que nosotros deseábamos era seguir escuchando a aquella mujer.

—Cuando parecía que nos íbamos a ir de allí, mi madre me pidió algo sumamente extraño. Me dejó su cámara y me dijo que simulara estar sacando fotos por el jardín y que, cuando aparecieran Ernestina y un señor que había venido a hablar con ella, los fotografiara muy discretamente, sin que el señor se diera cuenta; y que, después de hacerlo, me fuera rápido de allí, sin despedirme de Ernestina, y me metiera con ella en el taxi en el que habíamos llegado al convento. 

Lucía tomó un sorbo de agua del vaso que le había traído su sobrina, que escuchaba sus palabras también con suma atención.

—Qué raro me pareció todo aquello y, al mismo tiempo, qué emocionante. Estuve un rato por el jardín hasta que, como había dicho mi madre, apareció Ernestina con aquel señor tan impecablemente vestido. Yo me puse nerviosísima, y saqué esta foto que tenéis aquí, mal encuadrada, lejana, desenfocada, en fin, un desastre. Al poco de disparar, él volvió su mirada hacia mí y me dio tanto miedo que me fui corriendo, aterrada ante la perspectiva de que pudiera llamarme o venir por mí. Nada más montar en el coche, mi madre dio orden al taxista de marchar cuanto antes a la estación de Atocha, donde cogimos un tren con dirección a Málaga. Al día siguiente, mi madre fue a revelar las fotos a primera hora de la mañana y llegó muy malhumorada al volver a casa. «Menuda mierda de foto has sacado, hija, si no se le ve ni la cara». Y, hasta hoy, nunca había vuelto a ver esta foto. 

—Pero, por lo que veo, usted sabe quién fue su padre y qué hizo— le interrogó Elvira.

—Sí —respondió Lucía—, me lo confesó mi madre tras la muerte de Fortu.


Capítulo LIV: La vida es esto

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