En la pensión nos dejaron la guía de teléfonos de Málaga, que era una de las pocas que no tenían disponibles en la central telefónica de Castrojeriz. En ella constaban solo tres entradas con el apellido Olaverría. En cada referencia, tras los dos primeros apellidos, aparecía la letra inicial del nombre propio de la persona titular del teléfono y la dirección de su domicilio.
—Esto no puede ser, Juan, me parece demasiado sencillo —comentó Elvira al señalar con su dedo índice una línea en la que aparecía escrito «Olaverría Llanos, L., c/Alderete 12». ¿Te imaginas que esa ele se correspondiera con Lucía?
—Nunca se sabe… El teléfono suele estar a nombre del marido —especulé yo—, pero ni siquiera sabemos si está casada. En todo caso, es tan fácil como llamar.
—A mí no me parece tan sencillo. El riesgo de que nos cuelgue el teléfono a los diez segundos es muy alto. Hay que meditar con calma qué le vamos a decir al contactar con ella.
—No sé, habrá que mencionar a su hermano o a su sobrino…
Debe de estar muy harta de hablar del tema, los suicidios y todo eso —objetó Elvira—. Creo que tengo una idea.
—Pues dale. Confío en ti. Con Ernestina estuviste brillante.
—Precisamente de eso se trata, Juan.
Elvira se revolvió sobre sí misma en la cama y se hizo con el teléfono. Con la guía abierta entre las piernas se puso a marcar el número que había señalado. Al cabo de tres tonos de llamada, pudimos oír lejana una voz muy apagada: «diga, ¿quién es?».
—Señora Lucía, le llamo para comunicarle el fallecimiento de Ernestina Martín —Elvira apostó todo al azar, al efecto de sorpresa y a la emotividad—. Entre sus pertenencias había una nota en la que aparecía el número de teléfono al que estoy llamando seguido del nombre de Lucía Olaverría y el siguiente texto: «Por favor, avisadla el día en que me muera».
Se hizo un largo silencio al otro lado del auricular que nos mantuvo en vilo, hasta que finalmente le oímos suspirar:
—¡Pobre Ernestina!
—Yo soy una de las cuidadoras que la asistían en la residencia de ancianos, en Guadalajara, y me he hecho cargo de sus pertenencias —continuó Elvira, tratando de que no desfalleciera aquel primer contacto.
—Entonces, ¿no se ha muerto en el convento?
—No, Ernestina perdió la cabeza y la tuvieron que ingresar en una residencia de ancianos especializada en personas totalmente dependientes.
—¡Pobre Ernestina! —volvió a lamentarse.
«Tía, ¿con quién está hablando? Le he dicho mil veces que no coja el teléfono». La advertencia se oyó de fondo con mucha más fuerza que la débil voz de Lucía y al instante aquella misma voz irrumpió enérgica por el auricular:
—¿Con quién hablo?
—Me llamo Elvira Sancebrián. Soy asistenta en una residencia especializada en ancianos totalmente dependientes en Guadalajara. He atendido hasta su muerte a una monja llamada Ernestina Martín, que dejó escrito el nombre de su tía y la instrucción de que le llamara cuando muriera.
—Pues muy bien, ya se lo ha dicho.
—El caso es que Ernestina dejo unas pertenencias y como nadie las ha reclamado, porque no consta ningún familiar, he pensado que tal vez le interesen a su tía —Elvira estaba surfeando por encima de aquella conversación con notable habilidad y aplomo, lanzando cabos a los instintos naturales de conmiseración, curiosidad y codicia para tratar de mantener viva la comunicación.
—¿Qué tipo de pertenencias?
—Son cosas sin valor material. Cartas, fotos, un pañuelo, un rosario… Se da la circunstancia de que mi marido y yo hemos tenido que venir a Málaga por unos asuntos personales y hemos visto la oportunidad de entregárselas en persona, si le interesan, claro está.
«¡Madre mía, Elvira! Hoy soy tu marido y pasado mañana no volveré a verte nunca más».
—Podemos quedar en un sitio y me las entregan a mí, mi tía es una persona bastante mayor y no está muy bien de salud —Elvira había conseguido esquivar la fase crítica, la del teléfono colgado bruscamente, sin opción a reaccionar.
—No —se oyó decir por detrás a Lucía, con toda la energía que le fue posible—, quiero hablar con ella en persona.
Tras un intervalo de tiempo que se nos hizo muy largo, en el que las dos mujeres debieron discutir sobre la oportunidad de concertar aquella cita, volvimos a escuchar la voz de la sobrina:
—Está bien, les esperamos a las cinco de la tarde en la calle Aldetete número 12, 3º Izquierda. Pulsen el portero automático. Les ruego que sean puntuales y muy considerados con mi tía. No está muy bien de salud y no le convienen las emociones fuertes.
Felicité efusivamente a Elvira por la inteligencia que había demostrado en su conversación telefónica, denotaba un conocimiento más que apreciable de la condición humana, así como una inquietante capacidad para mentir sin la mínima oscilación en su tono de voz.
—Nos merecemos un pequeño homenaje, Juan —Elvira agradeció muy efusiva mis parabienes, con todo e ir sazonados con aquella gotita de veneno sobre su perfidia púnica—. Antes de llegar a la pensión he visto en la Alameda una de esas tabernas antiguas que te encantan. ¿Por qué no vamos allí a comer algo antes de ir a casa de Lucía?
—¡Gran idea, Elvira! Además, nos queda ese terreno por sondear. Recuerda que Fortunato era un comercial de vinos muy reputado en Málaga.
La taberna a la que se refería Elvira recibía el peculiar nombre de Antigua casa de Guardia. Uno de los camareros le quitó un poco de exotismo al título, cuando nos explicó que Guardia era, en realidad, el apellido del fundador, que abrió el negocio a mediados del siglo XIX. Al otro lado de una larga barra longitudinal, sin apenas espacio para que pudieran rebullirse los camareros, se apostaban dos largas hileras de barricas soportadas por una robusta estructura de madera, con un letrero de loza en cada una de ellas anunciando la clase de vino que vertía su grifo. Todos caldos dulces de cepas andaluzas, entre los que destaca el pajarete, una variedad a la que, por consejo del camarero, dimos preferencia Elvira y yo, junto a los platos de mejillones aliñados de todas las suertes que fueron pasando por aquellos mármoles centenarios.
—Esto no es una taberna, Elvira, es un santuario. Me quedaría aquí toda la vida bebiendo pajarete y comiendo mejillones contigo.
—¡Qué cosas más saladas le dice usted a su mujer! —casi sin advertirlo se nos había ido adhiriendo el que parecía uno de tantos borrachos oficiales en busca de invitación que cabía esperar en un local como aquél. Tenía un rostro demacrado y terroso, pero vestía con elegancia (chaleco y pañuelo en el bolso de la chaqueta) y cubría su cabeza un elegante sombrero con una banda gris.
—¿Le apetece un pajarete? —le ofreció Elvira, con muy buen humor.
—¿Y quién le podría negar algo a una mujer como usted? —contestó él, lisonjero, adornándose con una especie de reverencia.
—¡Cuidado con éste! —terció un camarero—, que se las sabe todas. Tiene más horas de crianza que esas barricas de ahí.
Después de departir un buen rato los tres, me di cuenta de que no era un borracho al uso. Antes de nada, porque insistió en pagar una ronda, cosa rara en esa tipología, pero también porque era respetuoso y nada reiterativo al hablar. Demostraba un conocimiento profundo del local y su historia, producto de muchas décadas de clientela. Después de dejarlo explayarse sobre el origen y virtudes del pajarete, la solera del local y unas cuantas anécdotas con personajes famosos que habían pasado por allí, me lancé a las preguntas que nos habían llevado a Málaga:
—Por lo que cuenta, estoy seguro de que usted debió conocer a Fortunato Olaverría.
—¡Cómo! «Conocer» dice usted. Fortu y yo fuimos más que amigos, a pesar de los años que me sacaba. Pobre Fortu, qué joven murió.
No me quería quedar atrás en la habilidad de mentir que había exhibido Elvira poco antes al teléfono, así que improvisé una relación con Fortunato Olaverría a través de un supuesto negocio de compraventa de vinos que habría tenido mi padre en Burgos.
—¡Hombre, y tanto! Fortunato Olaverría era uno de los grandes comerciantes de vinos de Málaga, sino el mayor —ponderó el anciano gesticulando con la mano que no sostenía el vaso.
—El mayor sin lugar a ninguna duda —reafirmó concluyente el camarero, que se dejaba caer por allí de vez en cuando y se introducía sin mayores miramientos en nuestra conversación.
—El negocio lo empezó su padre, el bueno de Tanis —siguió contándonos Heliodoro, que así dijo llamarse aquel adicto al pajarete—, pero Fortunato era mucho más listo, adónde vas a parar.
—¡Lástima que muriera tan joven y de esa manera! —insistí yo, para ver si podíamos empezar a rascar algo nuevo.
—Nadie sabe lo que anda por la cabeza de las personas. Fortunato era joven, rico, guapo, la gente lo quería, estaba casado con una mujer muy agradable y tenía un niño y una niña estupendos. ¿Qué le podía impulsar a colgarse de una viga?
—No sólo de una viga… —insistí—, de la misma viga que su padre.
—Digo yo que todo el mundo puede tener un minuto de locura —Heliodoro ensayó otra explicación—, aunque es verdad que es muy extraño que se colgaran los dos en el mismo sitio y que, años después, lo hiciera su hijo, que era un chaval fenomenal.
—¿No se ha oído por ahí alguna otra explicación? ¿Qué se yo? Como era rico, tal vez alguien lo quisiera mal, lo tuviera envidia o pretendiera su negocio… ¿Nadie pensó que los podían haber matado? Porque no dejaron ni una nota, ni una señal, nada que pudiera acreditar un suicidio.
—¡Claro que se pensó! Pero ahí estuvieron los jueces, la policía… Y no se pudo demostrar otra cosa distinta de que lo que parecía ser.
—A mí también me sonó todo eso muy raro —intervino el camarero, que nos colmaba los vasos con pajarete y posaba sobre el mármol otra ración de mejillones—, pero la cosa se quedó ahí.
Por aquella conversación tuve claro que había triunfado la versión oficial incluso entre el pueblo llano y que el trabajo de los ejecutores había sido, como siempre, impecable.