jueves, 16 de mayo de 2024

Capítulo XLVIII: El secreto de Adolfo


Serían sobre las dos de la mañana cuando Elvira nos dijo de repente que se iba a casa y no hubo manera ni de retenerla un poco más ni de que se dejara acompañar. Como ya la iba conociendo, yo no opuse la mínima resistencia e incluso insté a mis amigos a dejarla machar tranquila. Nos despedimos en la calle Mayor y ella se puso a caminar por un lado y nosotros por el otro. Pero no habíamos recorrido ni veinte metros cuando apareció de nuevo, jadeante, para decirnos algo:

—Se nos ha olvidado algo muy importante. ¡Hay que devolverle sus cosas a Ernestina! Son recuerdos muy íntimos que, aunque parezca que ella ya no se da cuenta de nada, tal vez eche de menos. Además, ¡es que son suyos!

—Claro, claro —asentí yo de inmediato. Era verdad que se nos había pasado por alto un detalle tan importante—. Cuando vayamos a Málaga, podemos pasar por Guadalajara…

—No es necesario —me interrumpió Samuel—, yo voy a Madrid mañana. Pasado mañana ya tiene la caja en su armario, debajo de su ropa. No os preocupéis, me las arreglaré. 

—Mucho mejor así —exclamó aliviada Elvira—, yo ya tengo un poco de mala conciencia. Mira que si ha echado de menos la caja… Se lo agradezco muchísimo, Samuel. 

—Además, como se pueden ustedes imaginar —añadí yo para dar por resuelta la cuestión—, tenemos fotocopias de todas las cartas y fotografías. Ya no necesitamos la caja para nada.

Mis amigos volvieron a insistirle a Elvira que nos dejara acompañarla a casa, pero esta vez apenas ni nos dio opción a pedírselo, pues sin contestar se puso a caminar por donde había venido soplándonos besos de esos que salen volando de la palma de la mano. Nos quedamos un buen rato viéndola alejarse por la calle Mayor como a una ninfa que se evaneciera entre la acuosa bruma del bosque.

—¿Pero qué méritos ha hecho usted para recibir la atención de esa criatura? —me increpó Marcial, medio en broma medio en serio—. Éste por lo menos —añadió ya totalmente en broma, dirigiéndose a Andrés— sabe hacer la batidora.

Contra lo que cabía esperar, cuando llegamos al coche, Samuel propuso volver ya a Pedrosa sin ninguna etapa intermedia y Andrés no presentó la mínima objeción. Aproveché esa insólita coyuntura para salir de la ciudad antes de que el poeta sintiera el reclamo de Venus o de Baco, o de los dos al mismo tiempo. Al llegar al pueblo, al primero que dejamos en casa fue a Samuel, a quien le entregué la caja de Ernestina.

—Igual la puede dejar en la recepción de la residencia con una nota… Es que meterse en la habitación y escarbar en su armario es un poco fuerte, la verdad. 

—No se preocupe, Juan; me las arreglaré.

Nos costó lo suyo desalojar a Marcial, que se había quedado profundamente dormido en el asiento de atrás y, cuando despertó, insistía en seguir allí un rato más.

—¡Quiero aspirar hasta la última partícula de su aroma! 

—Me temo que de su aroma ya no queda nada —le dije casi arrastrándolo fuera del coche—. A lo que huele ahí dentro es a nosotros tres, que no emitimos esencia de sándalo, precisamente.

Andrés decidió bajarse también allí del coche, tal vez para poder advertirnos a los dos que el martes siguiente iba a salir en la radio y, cómo no, lo hizo a su peculiar modo poético, potenciado por el silencio de la noche: 

Seguirá latiendo para todos vosotros
mi corazón lleno de poesía
al sonido de otra declamación.
Mis palabras son energía
derretidas en fuerzas de ilusión,
despojos de fantasía
con letras y caligrafía
sonando en Radio Evolución.

El lunes y el martes tenía muchos exámenes que corregir, así que no bajé al pueblo hasta el miércoles. Justo cuando acababa de llegar a casa sonó el teléfono, que cogió mi madre.

—Es Samuel, que pregunta por ti.

Ya desde el saludo noté nervioso a Samuel, de suyo siempre tan sosegado y tranquilo. Me contó que al llegar a la residencia y preguntar en la recepción por la habitación de Ernestina, le contestaron a bocajarro que había fallecido el domingo anterior y que se habían hecho cargo de su cuerpo y sus pertenencias las monjas de la orden a la que había obedecido. Con cierto tono de reproche, se preguntaban cómo, durante ocho años de estancia en la residencia, no la había visitado ningún familiar y nada más morir aparecieron dos hombres preguntando por sus cosas. Samuel se interesó por esos dos hombres, y la chica de la recepción le contestó que uno era él mismo y otro un señor alto y calvo que insistió tanto en ver la habitación que no pudieron impedirle la entrada. 

—¿Alto y calvo? —le interrumpí. No me lo podía creer— ¿y que ha hecho usted con la caja?

Samuel me explicó que la tenía en el salón de su apartamento, en la estantería, sobre unos libros. 

—Yo la escondería en un lugar más recóndito, por si las moscas. Y cuando pasemos por Madrid, de camino a Málaga, nos la llevamos Elvira y yo.

Samuel me tranquilizó al asegurarme que ni mencionó su nombre ni dio ninguna explicación a las chicas de recepción y nadie más estuvo presente en esa conversación.

No había colgado aún el teléfono cuando sentí la voz de Marcial que me reclamaba desde el otro lado de la puerta de entrada.

—He hablado con Adolfo —me dijo, nada más entrar, en su habitual estilo directo.

Me contó que se había presentado con Lorenzo en su casa esa misma tarde y que Adolfo se había negado en redondo a comentar nada sobre la verdadera identidad de su abuelo.

—Le apretamos bastante con toda la información que conocemos, pero no hubo manera y lo dejamos por imposible. En realidad, nos echó de su casa con cajas destempladas.

—¿Entonces? —le animé a seguir, presumiendo que aquello no era todo.

—Sobre una hora después —prosiguió Marcial—, apareció en mi casa y sin mediar palabra por mi parte me confesó que él era quien había encontrado el cuerpo del anciano muerto tirado sobre el rastrojo, que se asustó muchísimo y lo dejó allí. Bajó con el Peugeot al pueblo y avisó a la guardia civil sin declarar su identidad.

—¿O sea que Adolfo fue el famoso informante anónimo sobre el que tanto insistía Andrés? Ahora entiendo sus exabruptos cuando salía a relucir el tema. Tenía miedo a que se le implicara en aquella muerte.

—Parece ser que el anciano lo había citado para examinar sobre el terreno una parcela por la que le había hecho una interesante oferta días antes por teléfono. Pero me asegura que cuando él llegó allí ya se encontró con el cadáver. Y yo lo creo.

—Iba a por él, Marcial. Está clarísimo. Y sólo el infarto evitó que lo asesinara, como ya había sucedido con su padre y con su abuelo.

—¿Me está diciendo que un viejo de más de ochenta años podría ahorcar con una soga a un chico joven y fuerte como Adolfo?

—No se me ocurre el cómo, pero desde luego ese era su propósito, y estoy seguro de que lo hubiera llevado a cabo.

—Después de confiarme todo esto —Marcial todavía tenía más cosas que contar—, me habló de su familia paterna. Aunque el suicidio de su padre y de su abuelo acabaron por convertirse en un tema tabú entre él y su madre, en cierta ocasión ella le dejó caer que su marido había pagado por los crímenes de su suegro, pero sin especificar nada más. Había oído, como todo el mundo, que su abuelo era de origen asturiano, pero nunca supo ni le interesó abundar en el tema. 

—A mí me parece que eso basta para confirmar totalmente nuestra hipótesis. En el cementerio de Pedrosa, con el nombre del primer Adolfo Vega, yacen los restos de Manuel Fueyo, uno de los criminales de Obona. 

—Eso parece —concedió Marcial.


Capítulo XLIX: Los Olaverría

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