lunes, 13 de mayo de 2024

Capítulo XLVII: La batidora


Para inmenso regocijo de Andrés, no sólo hubo cena en El Carro, sino que Elvira nos propuso salir de copas por Palencia. Lorenzo se ofreció a transportar a Jesús a su compromiso familiar ineludible y nos dijo que él también se quedaba en el pueblo, porque tenía que marchar a Burgos temprano el día siguiente por la mañana. Los despedimos con muchos parabienes y los demás nos quedamos a cenar en Astudillo.

—¡Asta de toro bravo! —gritó Elvira cuando vio aparecer una pirámide de torreznos sobre una enorme bandeja circular—. No sé si se dice ahora o cuando ya se han empezado a comer —le consultó a Andrés entre risas.

—No es un grito de sorpresa o admiración, querida Elvira, es un grito orgásmico —le explicó Marcial—; surge cuando se alcanza el clímax por el medio que sea, comida, bebida, sexo, introspección... No creo que nuestro poeta haya estado muy lejos de sentirlo al ver venir esa muchedumbre de grasa. 

«¿Introspección?»

Andrés, totalmente indiferente a las aclaraciones de Marcial, atrajo una buena ración de torreznos a su plato y comenzó a engullirlos, aplastándolos previamente con un trozo de pan. El menú se reducía a torreznos, pan bregado y un jarrón de vino que renovaba el camarero según se iba extinguiendo.

Una vez demolida, entre todos, la pirámide de torreznos, agradecimos encarecidamente al mesonero del Carro las atenciones que había tenido con nosotros, particularmente el habernos cedido una mesa para la exposición del material de la caja de Ernestina; recogimos todo su contenido, pagamos la cuenta y nos acercamos en mi coche a Palencia, donde Elvira sugirió buscar a sus amigas para irnos todos juntos a bailar.

—¿Las mismas que el día de la feria? —pregunto Andrés, a quien no le había quedado un gran recuerdo de aquella jornada. 

—No, Andrés, estas son otras, aunque si la idea es volverse dentro de media hora a Pedrosa supongo que también se molestarán un poco. 

Lamentablemente, nos encontramos en La Cripta con las mismas amigas con las que habíamos compartido mesa en La Mejillonera y que, al reconocernos, departieron un instante con Elvira y se esfumaron de inmediato, tras un gélido saludo protocolario.

—¿Les has dicho que hoy vamos a estar más tiempo en Palencia? —le preguntó Andrés a Elvira al verlas marchar con tanta prisa.

—Andrés —le respondió ella, aplicando una didáctica que tal vez iba más dirigida a mí que a él—, en la vida no siempre se tienen segundas oportunidades.

Por unas u otras razones acabamos recalando en el Club 38, cerca de la calle Mayor, una especie de sala de baile que, a una hora determinada de la noche, mutaba desde lo que la malicia popular denomina «desguace» a un lugar frecuentado por jóvenes en edad de merecer. 

Hasta ese momento no había tenido ocasión de hablar a solas con Elvira, pero los primeros acordes de los Sultanes del Swing sacaron a la pista de baile a Andrés y Samuel, mientras que Marcial se había enfrascado en una intensa discusión con el pinchadiscos sobre la calidad de la música española. Al quedarnos solos Elvira y yo en la barra, le propuse sentarnos a una mesa que había quedado vacante en un extremo de la pista para concretar los detalles del viaje a Málaga. No quería abismarme en grandes profundidades relacionales, así que abordé el tema con el mayor tecnicismo posible. 

—¿Has pensado ya qué día nos vamos a Málaga?

—Hay que ver cómo eres, Juan —la segunda persona del singular era una señal, esta vez, de que la conversación comenzaba en son de paz—. Yo creía que me ibas a agradecer la propuesta…

—Sabes de sobra, Elvira, que ahora mismo nada me puede hacer más feliz que escaparme contigo adonde sea. Pero estarás de acuerdo en que no resulta fácil gestionar estos toboganes emocionales. A las seis y media de la tarde estaba seguro de que no nos veríamos nunca más… Es decir que, al sentarnos a esta mesa, teníamos dos opciones, o empezar a dar vueltas sobre lo que será de nosotros en el futuro o planificar los detalles del viaje. Creo que tendremos tiempo de hablar sobre lo primero más adelante y he optado por lo segundo.

—¡Qué bien te explicas a veces… y qué mal otras! Pero creo que tienes razón, es menos arriesgado planificar el viaje. 

—Yo llevo el coche, eso que te quede claro —le propuse.

—Sí, pero la gasolina a escote, ya sabes, igual que el hotel y las comidas: el espíritu de Tineo. En cuanto a la fecha, no me gustaría meterme en las vacaciones de Navidad y, por supuesto, tendrá que ser un fin de semana, así que tenemos dos opciones: o el 13 y 14 o el 20 y 21.

—Por mí el 13 y 14, más que nada porque así te veo antes.

—¡Vaya, vaya!, ahora te me pones romántico… ¿y una vez allí?

—Pues a buscar Olaverrías… Ya me dirás. No creo que sea muy diferente de cuando fuimos a Tineo, si dejamos de lado que en Málaga viven medio millón de personas más. Yo voy a escribir previamente al registro civil de la ciudad solicitando información sobre Estanislao Olaverría, a ver qué pasa. Y también examinaré la guía de teléfonos. En la central telefónica de Castrojeriz tienen todas las guías de España. A ver cuántos Olaverrías encontramos. 

—Pero Juan, ¿tú no crees que Estanislao cambiaría su nombre, como hicieron Artemio y Manuel?

—Sí, creo que sí. Pero es que no se me ocurre otra cosa. En el fondo, si te soy sincero, lo que quiero es pasar allí un fin de semana contigo e investigarte a ti todo lo que tú me dejes.

 —¿No te parece que deberíamos ser un poco más profesionales? —susurró Elvira entre risas—. Por cierto, nadie ha comentado la fotografía en que aparece Ernestina hablando con un señor. 

—¿La que está en una especie de jardín o claustro?

—Sí, esa. Tengo el pálpito de que ese es el hombre. 

—¿Qué hombre?

—El que cometió los asesinatos y compró la cuerda en la ferretería. Hay algo que me dice que es la misma persona.

—¡Toda una intuición andresiana! —bromeé.

Elvira se acercó un poco más a mí y con su mano me apretó el brazo, como para dar más intensidad a sus palabras.

—Esa fotografía está tomada sin que él lo sepa, lo que se llama ahora «un robado». Las deficiencias en el encuadre y el enfoque son las propias de una persona que tiene mucho miedo a ser descubierta. Por otra parte, su porte, su elegancia, la gestualidad de sus manos al hablar, la intimidación que produce en Ernestina… Pero ella se las arregló para que se sacara esa foto y la conservó escondida, como para decirnos: «ahí lo tenéis, es él».

—Ahora sólo nos queda descubrir quién era ese «él» —resumí bastante escéptico.

La conversación cesó cuando irrumpió Marcial, que llegó a trompicones y casi derriba nuestra mesa.

—¡Andrés haciendo la batidora! No se lo pueden perder.

Cuando a Andrés una canción le producía un especial entusiasmo, dedicaba un minuto o minuto y medio a dar vueltas frenéticamente sobre sí mismo. A esa práctica le habíamos dado el nombre de «la batidora», y solía producir un gran asombro entre quienes no lo conocían. 

Elvira y yo nos levantamos de la mesa y vimos cómo en la pista se había hecho un corro para ver los giros desaforados de nuestro amigo. La gente, atónita, se había puesto a aplaudirle y jalearle hasta que dejó de dar vueltas. Muy sudoroso, se fue a buscar su cubata y le dio un largo trago. Luego se aproximó a nosotros y nos gritó, para hacerse oír sobre la música, que sonaba muy alta:

—¡Cómo le gusta a la gente la batidora!


Capítulo XLVIII: El secreto de Adolfo

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