lunes, 20 de mayo de 2024

Capítulo XLIX: Los Olaverría


La muerte de Ernestina, las revelaciones de Adolfo, el laberinto emocional de Elvira, el final del trimestre… necesitaba un largo y demorado paseo a la fuente de La Pedraja. Siempre me han gustado esos días invernales fríos, secos y luminosos que te permiten transitar por ellos provisto de fuerte ropa de abrigo y sentirte un gallardo explorador de nuestra modesta Antártida mesetaria.

Nada más salir de casa me encontré con Mariángeles, que andaba organizando ya el festival navideño que se celebra todos los años en el salón de actos del Teleclub de Pedrosa la noche de la víspera de Reyes.

—Prepárate, porque este año tú y tus amigos sois noticia en el telediario —me anunció entre risas.

El telediario era uno de los ingredientes más esperados del festival de Navidad. Sentados a una mesa, con la escenografía de un precario estudio de televisión, un chico y una chica repasaban, aliñándolos con un poco de sal gorda, los sucesos más relevantes acontecidos en el pueblo a lo largo de todo el año. 

—No me asustes, Mariángeles, no me asustes. ¿Y se puede saber sobre qué versará la noticia?

—¡Sobre qué va a ser! El lío que os traéis con el muerto del páramo. La sección se va a titular «Las averiguaciones de Andrés Rastrilla». No os parecerá mal, ¿eh?, sobre todo a Andrés…

—A nuestro querido poeta le complace cualquier alusión a su persona con independencia de la causa que la motive, así que no te preocupes. 

Aproveché la conversación para pulsar qué había trascendido del asunto fuera del grupo más íntimo de amigos y me tranquilizó constatar que las bromas se reducían a nuestro ir y venir a Palencia y a Madrid y se centraban en Andrés, en Marcial y en mí mismo, sin la menor alusión a Adolfo. Nada preocupante, de momento.

A la altura de la ermita me encontré con Braulio sentado al sol en el banco corrido de piedra que se adosa a la pared del cementerio, junto a la austera cruz que señala la última estación del camino al calvario. Cabizbajo, como siempre, repasando las líneas del adoquinado con el extremo de su cachava.

—¡Buenas tardes, Braulio! ¿Qué tal estamos?

—Ya ves; aquí, matando el tiempo.

Sus palabras me evocaron, en aquel lugar, justo al lado del cementerio, uno de los más célebres aforismos de Cioran, el que viene a decir que nuestra misión es matar el tiempo y la del tiempo matarnos a nosotros, para luego concluir con su filosa ironía: ¡qué cómodo se encuentra uno entre asesinos!

—¿Subes al páramo?

—Me gustaría llegar hasta la fuente de La Pedraja. Necesito oxigenar la mente.

—Pues el aire te va a ventilar de lo lindo por ahí arriba, eso desde luego. Aquí, al abrigaño, se está bien, mientras no se meta el sol. 

Noté a Braulio con ganas de conversación, porque enseguida cambió al tercio de varas:

—Se oye decir que te has echado novia en Palencia, y que está de buen ver.

«Ya solo me falta que salga en los titulares del telediario del festival de Navidad».

—Novia es mucho decir, Braulio.

—Pues algo será.

—Ya me gustaría a mí saberlo. Hasta ahora a lo que más se parece es a un dulce tormento —desde luego, no había mejor herramienta retórica para definir a Elvira que el oxímoron.

—De eso se trata, muchacho —sentencio él—, de eso se trata.

Aproveché uno de sus habituales interludios, en los que, en silencio, reconcentraba su atención en el arrastre de su cachava por el suelo, y me despedí.

—Bueno, me voy, que, si no, se me va a hacer de noche antes de volver a casa.

Braulio levantó ligeramente su báculo como saludo de despedida y me dejó marchar.

El sol se había puesto casi por completo un par de horas después, cuando, de regreso, volví a pasar frente a la ermita. Braulio se había retirado y nadie hacía compañía ya a los muertos del cementerio. A la puerta de casa me tropecé con Andrés, que había ido a buscarme.

—Lo mejor será que yo vaya con usted hasta Madrid mañana por la tarde —me soltó de sopetón, fiel a su estilo.

—Todavía no lo he hablado con Elvira. Igual tiene que trabajar la tarde del viernes.

—¡Juan, te llama Jesús Borro por teléfono! —gritó mi madre desde la ventana de la cocina, poniendo fin a nuestra breve conversación.

—Andrés, mañana sin falta le digo si salimos y a qué hora. Perdóneme, pero tengo esperando a Jesús al teléfono.

—Vale —me replicó Andrés antes de marchar—, pero sería mucho mejor si pudiéramos ir el viernes después de comer.

—Disculpa, Jesús, me has pillado hablando con Calímaco a la puerta de casa.

Noté a Jesús muy excitado, con ganas de decirme algo importante y sin tiempo para nuestros acostumbrados preliminares jocosos.

—¡Va usted a alucinar en colores! —me anticipó, para darle el suspense debido a tan extraordinario hallazgo—: titular del semanario El Caso del 14 de octubre de 1993: «Tragedia en el barrio del Molinillo de Málaga: muere colgado de la misma viga que su padre y que su abuelo». ¿A que no adivina usted de quién estamos hablando?

—¡No puede ser, Jesús!; de un nieto de Estanislao Olaverría.

—¡Ni más ni menos! ¿Qué le parece?

—No sé si estoy más asombrado de lo que ha encontrado o simplemente del hecho de haberlo encontrado. Por cierto, ¿aparecen citados con el apellido Olaverria o la conexión corre de tu cuenta?

—Cito literalmente: El barrio de El Molinillo de Málaga amaneció conmocionado el pasado martes al conocerse la muerte del joven Alberto Olaverría, hijo del conocido industrial vinatero Fortunato Olaverría. Las primeras investigaciones no ofrecen dudas sobre la naturaleza autolesiva de la muerte. Se da la espeluznante circunstancia de que el cuerpo del joven fue hallado en el mismo lugar, la segunda planta del almacén de vinos del negocio familiar, en que en su día fueron encontrados su padre, en 1980, y su abuelo, en 1958.

Le voy a ahorrar —prosiguió Jesús— las dos páginas de infinitas divagaciones sobre los abismos de la mente humana, las evidentes motivaciones genéticas del suicidio, el carácter ritual de haber escogido el mismo lugar… con el testimonio de acreditados especialistas en la materia.

—Ya me imagino, la inevitable faena de aliño para llenar un par de páginas.

Ni más ni menos —confirmó Jesús—. Pero en la descripción del suceso vuelven a aparecer datos interesantes. Sigo leyendo: los servicios sanitarios tuvieron que asistir a la tía del joven, Lucía Olaverría, conocida profesora de francés del instituto Cánovas del Castillo, presa de un terrible ataque de ansiedad, gritando sin parar: «lo sabía, lo sabía, lo sabía». El entorno del joven no se explica qué pudo llevarle a tomar una decisión tan drástica. La familia, a pesar de la muerte del padre, gozaba de una holgada posición económica y Alberto nunca había dado el menor indicio de padecer una enfermedad mental. Sus amigos hablan de él como un buen estudiante y un excelente deportista.

—Lo más sorprendente de todo eso es que conservaran el apellido Olaverría, tan fácil de identificar —reflexioné en voz alta.

—Hay también un interesante recuadro dedicado a la figura de su padre, Fortunato Olaverría, que amasó una cierta fortuna en el negocio de la distribución de bebidas, sobre todo vinos, que había comenzado su abuelo como repartidor. En él se dice del abuelo que …se estableció en Málaga procedente del norte de España y allí se abrió camino formando una prospera familia.

—Jesús, no existe la menor duda de que se trataba de Estanislao Olaverría, el que completa la foto del coche. Y esa referencia lo confirma ya de manera irrebatible. Me quito el sombrero y lo que haga falta frente a su increíble talento investigador. Ha llenado usted de sentido nuestro viaje a Málaga.

De un sentido, querrá decir —una vez descargadas las grandes noticias, Jesús volvió a su socarronería habitual—. Hay otro sentido del que me parece que el viaje iba ya repleto, si me permite usted la corrección. 


Capítulo L: Una cabezada

Presentación de la obra e índice general