lunes, 13 de mayo de 2024

Capítulo XLVI: Semper eadem


Elvira se había sentado con las piernas cruzadas sobre la silla al estilo sioux y en esa posición comenzó a hablar:

—Parece que, por fin, ha llegado mi turno —comenzó por decir, sin que esas palabras llevaran carga alguna de reproche—. Estoy encantada de haber conocido a Jesús y a Lorenzo, con quienes no había coincidido hasta ahora y que refuerzan mucho nuestro equipo investigador, porque me parecen personas muy perspicaces.

Ambos correspondieron al halago con una amplia sonrisa y varias fórmulas de cortesía.

Les ruego a todos, otra vez, que disculpen nuestro retraso. Sé lo obsesivo que es Juan con la puntualidad —y me dedicó un gesto de complicidad que hacía tiempo que echaba de menos— y me imagino que no le habrá gustado nada retrasar la reunión. 

He escuchado con mucha atención las aportaciones de todos ustedes —Elvira y Samuel eran los únicos que habían tomado notas, y ella exhibió la hoja de una libreta garabateada de principio a fin—y, como hablo en último lugar, me atrevo a hacer unas propuestas concretas de actuación derivadas de todo lo que he oído. ¿Les parece bien?

Elvira no me dejaba de sorprender. Nunca le hubiese supuesto ni ese desparpajo hablando en público ni esa capacidad de liderazgo. Por supuesto, todos asentimos a su planteamiento. 

—Pues entonces, allá van mis propuestas —pasó una hoja de su libreta y pudimos ver, en gran tamaño, los números del uno al cuatro, rodeados por un ancho curso de trazos repetidos y, junto a cada número, el pequeño texto en que se formulaba la idea.

—Primera propuesta: hay que hablar con Adolfo para advertirle muy seriamente del riesgo que corre, planificar con él un mecanismo de autodefensa y averiguar si sabe algo sobre su familia que nosotros ignoramos. Aunque no os conozco mucho, creo que Marcial y Lorenzo son las personas más indicadas para abordar a Adolfo con una mezcla de sutileza, afecto y firmeza.

—Juan lo intentó y casi le atropella con el Peugeot —objetó Marcial. 

—Pero ustedes no son Juan. Cada uno tenemos nuestras habilidades, y yo sé que pueden hacer ese trabajo mejor que nadie. 

—¡Adjudicado! —remachó Jesús, que no ocultaba en sus gestos la fascinación que le producía la joven ferretera.

—Segunda propuesta: nuestro poeta, como siempre, ha visto lo que no vemos los demás.

Andrés se infló como un pez globo al oír esas palabras de la boca de Elvira, pero se mantuvo callado, esperando nuevas alabanzas tras semejante introducción.

—Creo que la idea de buscar la tumba de Teodora o Dorotea en el cementerio de San Isidro es muy interesante —continuó Elvira, haciendo subrayados en su libreta—, sobre todo por la información que pueda ofrecer la lápida: su situación familiar y social (si está sola en su tumba, si hay más miembros de su familia, si se trata de un gran panteón o de un humilde nicho, las fechas, los mensajes, si el lugar está mantenido o abandonado…). Por supuesto, yo también considero que nada se pierde por intentar ensayar otros medios de investigación, por lo que, una vez encontrado el lugar de enterramiento, propongo que don Dionisio, con la ayuda de Andrés y Samuel, ponga a prueba todos sus aparatos.

—¡Adjudicado! —volvió a decir Jesús, con un manotazo sobre la mesa, como si se tratara de una subasta.

Don Dionisio no disimuló su contrariedad ante aquella propuesta ni pudo reprimir una objeción:

—Señorita Elvira, su precisa descripción de los elementos que hay que investigar en el cementerio demuestran claramente que su presencia sería decisiva en esa actuación. 

—¡A respetar los turnos! —Aulló Marcial de tal manera que el comisario guardó silencio. 

Elvira prosiguió, sin desviarse, el desarrollo de su plan:

—Tercera propuesta: Jesús ya se ha atribuido él solo el trabajo documental, en el que ha demostrado una gran eficacia, por lo que no tengo nada que añadir a lo que él mismo se ha comprometido a hacer. 

—¡Adjudicado!

—Cuarta propuesta: ha quedado muy claro que todavía hay una línea de investigación por explorar, que es la que supone Estanislao Olaverría y su familia, que no es nada aventurado ubicar en Málaga. Juan y yo hemos adquirido una gran experiencia en este tipo de pesquisas, tanto en Tineo como en Madrid, por lo que propongo que seamos los dos quienes nos encarguemos de este trabajo. 

—¡Adjudicado el premio gordo! —no pudo resumir mejor Jesús la sensación que la cuarta propuesta de Elvira había dejado en todos nosotros.

A pesar de la apabullante inyección de euforia que me provocaron sus últimas palabras, un mensaje se iba abriendo paso en mi cabeza: «esta mujer va a acabar conmigo». No entendía sus súbitos cambios de opinión y de estado de ánimo, ni sus premios y sus castigos, ni esa manera de proceder totalmente al margen de mi voluntad. Cuando apareció por la tarde de la mano de aquel petimetre, yo ya daba nuestra breve historia por sepultada para siempre. Y ahora me proponía, delante de todos, un viaje los dos solos a Málaga. Cada vez tenía más claro que debía renunciar a tratar de entender nada y que mi relación con ella sería la de un triste mortal que ha entregado su destino a una diosa caprichosa y voluble que, de tanto en vez, le beneficia con sus atenciones. «Así acabaré, como el infortunado Acteón, devorado por sus propios perros».

Naturalmente, don Dionisio no se resignaba a aceptar el humillante papel que le había atribuido Elvira, por lo que se aferró a cuestiones de protocolo para intentar desbaratar aquel plan.

—Yo creo, Jesús, que está usted adjudicando propuestas sin haber pasado por el necesario consenso que Juan ha prescrito al principio de la reunión como elemento validante —don Dionisio no había imaginado un segundo desaire de Elvira, después de lo sucedido en Madrid, y se le notaba muy enojado—. Propongo, por tanto, que se sometan las propuestas a votación. Por las razones que ya he expresado, creo que la segunda y cuarta propuestas deben ser modificadas en lo que se refiere a la composición de los grupos. 

Yo admití como razonables las objeciones de don Dionisio y planteé que, en primer lugar, se sometieran a votación las cuatro propuestas tal y como habían sido formuladas por Elvira y que, en caso de no salir respaldadas, se votaran una a una con las modificaciones sugeridas por el comisario.

Afortunadamente, el rechazo que suscitaba en Marcial el comisario prevalecía sobre su atracción hacia Elvira; Andrés, por su parte, estaba encantado de compartir viaje y experiencia paranormal con don Dionisio, por lo que también votó a favor de mantener las propuestas de Elvira tal cual habían sido formuladas. Samuel, Jesús y Lorenzo tampoco tenían objeción que hacer y sobre mi voto está de más hablar. 

El resultado fue la aprobación del plan de Elvira por seis votos contra uno. 

Don Dionisio, de natural tan circunspecto y diplomático, no pudo soportar el rechazo de aquel atajo de pueblerinos ni de aquella niñata que tanto se resistía a su atractivo. Se levantó de su silla enojado, posó la mochila negra sobre la mesa y dijo con contenida acidez:

—Es evidente que ni mi persona ni mis planteamientos gozan de simpatía en este grupo, por lo que no tengo nada más que hacer aquí. Elvira, lamento comunicarle que debo regresar con urgencia a Burgos. No tengo la menor duda de que alguno de sus admiradores la podrá acercar a Palencia. 

—¿Entonces no se queda a cenar? —lamentó Andrés, que veía cómo perdía a su mayor aliado en la estima a su libro, en sus intuiciones sobre la tumba de Dorotea y en la cena de aquella noche.

—Amigo Andrés, esas consideraciones se hacen antes de votar —le respondió con frialdad el comisario, que abandonó el comedor sin mayores explicaciones. 

—Estoy tan feliz, Andrés, que me quedo a comer los torreznos con usted —estalló en una carcajada Marcial—. Si este sujeto hubiera seguido aquí, íbamos a tener otro asesinato, y no precisamente cometido por «Arre Burro Producciones». 

Nadie, ni tan siquiera Andrés, pudo contener la risa.


Capítulo XLVII: La batidora

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