Nadie, salvo Lorenzo y yo, conocía previamente la verdadera identidad del abuelo de nuestro amigo Adolfo, por lo que esa revelación provocó un silencio consternado que no quebraron ni reproche alguno por haberlo mantenido oculto ni los previsibles golpes de pecho de Andrés atribuyéndose la clarividencia, por otra parte, incuestionable, de haber insistido en seguir la pista de Tineo, que todos descartábamos en su momento como una absoluta quimera. Tuvo que ser don Dionisio, tal vez por su nula implicación emocional con la suerte de Adolfo, quien tomó la palabra en primer lugar:
—No me duelen prendas en reconocer —comenzó concediendo con un insoportable aire sapiencial— que, a pesar de varios detalles que delatan su amateurismo, han realizado ustedes algunos hallazgos notables.
—¡Manda cojones! —estalló Marcial, que no pudo contener su irritación—. Lo dice el que supo el nombre del muerto porque lo descubrimos nosotros, el que se dejó robar el cadáver y el que ha tenido que cerrar la investigación policial sin ningún resultado.
—Por favor —le reconvino Andrés en tono sosegado—, hemos quedado en que no se interrumpa al que está hablando.
—¡Pues vale, yo me voy a mear, a ver si cuando vuelva ya ha acabado! —vociferó Marcial, y desapareció entre aspavientos por la puerta del comedor.
—No pasa nada —prosiguió el comisario condescendiente—, entiendo la tensión emocional a la que se encuentra sometido quien no tiene experiencia en el desarrollo de una investigación policial. El sentimiento de aproximación a la verdad resulta muy estresante.
Andrés asintió admirado a las palabras de don Dionisio, gesto que éste le reconoció con una palmada en la espalda.
—Pero yo, ahora, en una investigación no oficial, estoy en condiciones de proponer otro enfoque. Sé que lo que voy a decir será recibido con escepticismo, pero les puedo asegurar su sólido fundamento científico y la acreditación empírica de su eficacia. Se trata de superar las limitaciones aparentes de la física con un sofisticado equipo de última generación capaz de detectar la presencia del más allá en nuestras vidas.
Y sin dejar que nos repusiéramos de nuestro asombro, extrajo de una mochila negra que había posado en el suelo un complejo aparataje que parecía, más que otra cosa, una colección vintage de detectores de radioactividad.
—Les aseguro —prosiguió, desenredando los cables de los distintos dispositivos— que los resultados en la aplicación de estas técnicas son sorprendentes y quedo a su disposición para aplicarlas en un caso como el presente, que trata de esclarecer sucesos ocurridos hace muchos años y en el que casi todos los implicados ya no están en este mundo.
«Menos mal que el discurso ha pillado a Marcial meando» pensé, antes de dar la palabra a Andrés, que la había solicitado levantando insistentemente su mano derecha.
—Lo primero que tengo que decir —nuestro poeta se irguió para dar énfasis a su intervención— es que Dorotea y Teodora es la misma palabra, pero cambiada. Si uno se fija, tienen las mismas letras. Estoy seguro de que en el cementerio de San Isidro está enterrada Dorotea Ramírez Cuesta y que en la esquela la llaman Teodora para despistar. Propongo buscar su tumba y que don Dionisio trate de comunicarse con ella utilizando esos aparatos que ha traído.
—Excelente idea, Andrés —celebró el comisario—. Cuentan ustedes con mi absoluta disponibilidad.
Marcial volvió del servicio más calmado, supongo que tras un profundo ejercicio de relajación.
Dimos por concluida la aportación de Andrés («Teodora y Dorotea, pero ¿cómo no habíamos caído ninguno, sobre todo yo, tan aficionado a las etimologías griegas, en algo tan elemental?»), con lo que Samuel tomó la palabra.
—Les felicito efusivamente —Samuel, siguiendo el ejemplo de quien le había precedido, también se había puesto en pie— por los increíbles progresos en sus investigaciones. Yo, lamentablemente, no puedo aportar nada más, pues, a pesar de acudir un par de días a la taberna Oliveros (uno de los cuales pude charlar un rato con Ramonín antes de que viniera su cuidador a buscarlo), no fui capaz de descubrir nada nuevo con respecto a lo que ya sabíamos.
Por supuesto, cuentan conmigo para cualquier gestión en Madrid, incluida la búsqueda de la tumba de Dorotea en el cementerio de San Isidro y los intentos de comunicación que puedan hacerse con ella por cualquier medio.
—O yo me he perdido algo —se preguntó Marcial en voz alta, observando con detenimiento a Samuel— o usted ha abusado del jarro antes de venir aquí.
—Vamos a respetar los turnos, Marcial, por favor —le insistí, máxime cuando reparé en que él estaba concentrando su perpleja mirada en los raros artefactos de don Dionisio.
—Entonces —tomó Jesús la palabra, al ver que nadie más se arrancaba a hablar—, les voy a comentar yo mi propuesta. Antes quiero rendir un merecido homenaje a la osadía de Elvira, a quien no tenía el placer de haber tratado en persona hasta la fecha y que tiene de sobra merecidos todos los elogios que han llegado a mis oídos.
«Otro pretendiente más. No me imaginaba lo agotador que podía resultar enamorarse de Helena de Troya».
—Muchas gracias, Jesús —le correspondió Elvira—, a mí también me han hablado de usted como de un extraordinario investigador.
—Estoy de acuerdo en las actuaciones propuestas sobre la tumba de Dorotea —a Jesús siempre le asistía un socarrón sentido del humor—; nunca se sabe dónde ni cómo se puede encontrar un nuevo indicio…
—¡Muy bien dicho! —aplaudió Andrés.
—¿Respetamos o no respetamos los turnos? —le zahirió con resquemor Marcial, a quien estaba volviendo a alterar el respaldo a las tesis paranormales de don Dionisio.
—Además —prosiguió Jesús sonriente—, yo voy a rastrear los ejemplares del semanario El Caso de los años en que tuvieron lugar los decesos. Dudo que tantas muertes trágicas y en circunstancias tan similares no hayan dejado algún rastro en las crónicas de la época. Por supuesto, y en la medida de mis posibilidades, seguiré fatigando los archivos en busca de referencias a todos los nombres que hemos ido encontrando.
—Marcial, que se dio cuenta al fin de la función de aquel instrumental que don Dionisio había puesto sobre la mesa, pero sin entender todavía cómo no se le había mandado ya a paseo al comisario, expresó su enfado diciendo que él no tenía aportación alguna que hacer.
—Después de toda una vida combatiendo la superstición, solo me faltaba ponerme a hablar con los muertos por teléfono —rezongó.
Tras hacer a Marcial un gesto de aprobación por lo que acababa de decir, Lorenzo se puso en pie para exponer sus argumentos:
—No entiendo de qué «irregularidades» habla don Dionisio, como no sea la de tomar prestada una caja sin ningún valor material. Los hechos que aquí se sustancian me parecen más un trabajo de reconstrucción histórica que otra cosa, salvo en una cuestión que me preocupa, y mucho, algo a lo que nadie se ha referido en esta reunión y que a mí me parece la piedra angular de todo este asunto.
Se mantuvo un instante en silencio, para enfatizar escénicamente la importancia de lo que iba a decir.
—«Arre Burro Producciones» —exclamó alzando la voz, y siguió de inmediato su discurso para no dar lugar a ningún comentario o gesto jocoso—. Alguien parece haber cometido varios asesinatos, ha hecho desaparecer un cadáver, se ha acercado a nuestro amigo Adolfo con la intención de acabar con su vida. Y no ha dejado ni un rastro involuntario...
—Eso es cierto —Andrés no pudo dejar de manifestar su acuerdo.
—¡Pero sí voluntario! —afirmó con reciedumbre Lorenzo—. Según me habéis contado, en una discoteca de Tineo un hombre alto y calvo dejó una tarjeta a Andrés con esa leyenda. Luego, en Madrid, aparece otra tarjeta en un libro que compra Juan con la frase «¡Déjalo ya!» y las iniciales ABP. Andrés afirma haber visto a un señor alto y calvo en la taberna Oliveros… En suma, alguien ha estado siguiendo sus pasos, ha estado pendiente de sus acciones y les ha amenazado si siguen investigando. Yo creo que esa persona, o personas, es, o son, quienes cometieron la secuencia de crímenes enmascarados como suicidios y quienes suponen una amenaza inminente para Adolfo y para todos nosotros, si perseveramos en la investigación.
Y esa persona, asociación o ente —Lorenzo respiró hondo para tomar resuello— se ha dado a sí mismo un nombre: «Arre Burro Producciones». Consideren, por favor, que la elección de un apelativo tan ridículo es una estrategia sumamente astuta para desacreditar cualquier intento de desenmascaramiento.
En suma —concluyó Lorenzo—, propongo una reacción inmediata y contundente cuando aparezca de nuevo cualquier indicio de la presencia de ABP en nuestro entorno.
Todos, que confiábamos en Lorenzo como nuestro último y más seguro depósito de cordura y buen sentido, quedamos confusos ante aquella exposición, salvo Andrés, que la aplaudió con vehemencia.
—Yo les aseguro que si vuelvo a ver al calvo…, no se va a largar de rositas —manifestó el poeta, a quien la excitación le hizo incurrir en un notorio solecismo.
—Apelo también a su prudencia —le contestó Lorenzo más calmado—, tengan en cuenta que no sabemos a qué nos estamos enfrentando.