Eran más de las seis y media cuando decidimos comenzar nuestra reunión, tres cuartos de hora después de que Andrés, Marcial y yo hubiéramos desplegado el contenido de la caja de Ernestina sobre una larga mesa situada en el centro del comedor del mesón El Carro de Astudillo. Poco antes de las seis habían llegado Lorenzo, Samuel y Jesús, que revisaron con meticulosidad y asombro todo aquel material.
—Además de lo que es notorio a la vista, hay que reconocer en esa muchacha valor, inteligencia y compromiso —estimó Samuel al concluir su inspección—. No era fácil llegar hasta aquella habitación y mucho menos sacar de allí algo en limpio.
—Sin duda —asentí yo un poco melancólico, al vislumbrar cómo se alejaba de mis brazos aquel elenco de virtudes—. Una lástima que no haya venido para podérselo decir en persona.
—Igual aún aparece —especuló Andrés, cuyas intuiciones (víboras aparte) solían ser bastante certeras—; tenemos mucho tiempo hasta después de la cena.
—No sabía que nos íbamos a quedar a cenar aquí —se sorprendió Jesús al oír al poeta—. Yo tengo programada esta noche una reunión familiar en la bodega de carácter absolutamente ineludible.
—No hemos previsto nada, Jesús, —le aclaré yo—. Estamos en un sitio en el que dan de cenar, eso es todo; así que, a quien le apetezca, puede quedarse.
—Pero durante la cena podríamos seguir hablando del tema —insistió Andrés— y de esta manera aprovechar una ocasión en la que estamos todos juntos. —Y luego, dirigiéndose a mí, continuó en tono de reproche— Usted tendría que haberlo escrito en la convocatoria. A Samuel seguro que le gustaría probar los torreznos.
—No tengo especial interés, la verdad —intervino el aludido—, a mí me vale cualquier cosa.
—Mi querido poeta —atajó Marcial con vehemencia—, el Levítico advierte sobre el cerdo lo siguiente: «de su carne no comeréis, ni tocaréis su cuerpo muerto: los tendréis por inmundos». Es desolador constatar cómo entre sus múltiples aparatos da usted siempre prevalencia al digestivo.
—Me consta que no siempre… —ironizó Jesús.
Para superar cuanto antes el tema de la cena, que podría alargarse sin fin si se convertía en un combate dialéctico entre Andrés y Marcial, sazonado, por si fuera poco, con los donaires de Jesús, me puse de pie y arranqué abruptamente la reunión al modo clásico:
—Queridos amigos, les agradezco muchísimo su presencia. Por puro azar ha resultado que soy yo el que tiene ahora mismo una visión más completa del curso de las investigaciones sobre el muerto del páramo, que, como bien saben, inició Andrés hace más de tres meses. Lo que pretendo aquí es trasladarles toda la información de que dispongo para que tengan los mismos elementos de juicio que yo y así podamos tomar las decisiones entre todos.
—Como debe ser —me reprochó Andrés, un poco irritado al ver peligrar las altas expectativas que había puesto en la cena—, porque a mí me ocultó usted la cuerda que encontró en el páramo.
—En ese sentido —aproveché el comentario totalmente extemporáneo de Andrés para lanzar otro brindis al sol—, les ruego la máxima discreción sobre lo que aquí vamos a tratar, pues, como verán, hay asuntos muy delicados y hasta peligrosos cuyo conocimiento no debería trascender de este grupo.
Creo —retomé el hilo de mi exposición— que sería demasiado largo contar desde el principio toda la historia, que, en líneas generales, me parece que todos ustedes conocen perfectamente, así que me centraré en las últimas revelaciones y, sobre todo, en los siguientes pasos a dar.
En ese momento oímos un intercambio de voces en el espacio del bar y, poco después, se abrió la puerta del comedor.
—Perdón por el retraso —suplicó Elvira sonriente, juntando las palmas de sus manos—, pero don Dionisio se ha liado un poco en Palencia con la dirección que le di.
Me quedé absolutamente petrificado cuando vi aparecer detrás de Elvira la endomingada figura del comisario que, tras un saludo protocolario a todos los concurrentes, arrimó dos sillas a la mesa y nos exhortó a seguir con la reunión. Marcial, que percibió de inmediato mi parálisis emocional, acudió en mi auxilio:
—Discúlpeme si me equivoco —se dirigió directamente a don Dionisio—, pero no me consta que haya sido usted convocado a esta reunión.
—Marcial, no seamos tan formales —lo trató de amansar Elvira con aquella sonrisa suya que desarmaba a un sicario sin la menor resistencia—. Don Dionisio está muy interesado en este caso y ha tenido la gentileza de traerme de Palencia. Además, como él mismo les va a contar, el expediente policial se ha cerrado contra su criterio y está dispuesto a implicarse con nosotros de manera extraoficial. Yo les ruego que, por favor, sea bien recibido en esta reunión.
«Bien sé yo la implicación que busca este pájaro» fue el primer pensamiento que asaltó mi mente. No sabía cómo proceder. La primera tentación fue la de dejarlos allí a todos e irme a casa, pero la reprimí por consideración a mis amigos, que estaban alrededor de aquella mesa porque yo los había convocado; la segunda tentación era la de ceder la palabra a don Dionisio y a Elvira y retirarme a una esquina de la mesa hasta que acabaran de hablar. No entendía cómo Elvira podía haberme hecho una cosa así. No solo había rechazado mi oferta de ir a buscarla a Palencia, sino que se había dejado acompañar por un individuo que ella sabía perfectamente que me resultaba tan irritante. Además, era evidente que había existido un contacto previo entre ellos del que yo no tenía ninguna noticia y que mi imaginación agigantaba hasta las Nueve semanas y media o El Imperio de los sentidos. Me trajeron de vuelta de todos estos turbios pensamientos las palabras de Andrés, que no olvidaba la buena opinión que había merecido su libro al comisario:
—Creo que don Dionisio puede aportar mucho a la investigación, igual que ha hecho Elvira. Y no deberían tener ninguna prisa en volver a Palencia. Pueden quedarse a cenar aquí, si lo desean.
—Es usted muy amable, Andrés, me encantaría compartir de nuevo mesa y mantel con ustedes —le respondió el comisario con su habitual tono ceremonioso—. Como ha dicho la señorita Elvira, yo ya no participo oficialmente en la investigación de este caso, lo cual abre un enorme abanico de posibilidades a nuestra colaboración, que no necesita canalizarse estrictamente por los cauces reglamentarios. Además, no me siento obligado a reaccionar ante las eventuales irregularidades en que ustedes puedan haber incurrido.
«Con ese abanico te daba yo en la cabeza, infatuado patán», pensé con furia mientras percibía el gesto de estupor de Lorenzo, el encogimiento de hombros de Jesús y la rabia que se iba acumulando en el rostro de Marcial. La cosa se podía liar tanto que consideré que lo mejor era seguir con el plan previsto y ya tendríamos ocasión de decidir más tarde en qué contenedor de la basura depositaríamos a aquel sujeto.
—Pues nada, prosigamos —dije al fin, tragándome toda la ira acumulada—. Estaba contando a mis amigos que me voy a centrar sólo en los aspectos que considero esenciales y sobre los que hay que tomar alguna decisión. Para no perder el hilo ni divagar en exceso, les rogaría a todos que no me interrumpieran hasta el final de la exposición. Propongo, cuando llegue ese momento, abrir un turno singular de aportaciones, antes de debatir en conjunto y aprobar o rechazar las propuestas que se susciten.
—Impecable planteamiento, Juan —comentó don Dionisio adulador, con el ánimo de rebajar la tensión.
Los demás, con mayor o menor gestualidad, asintieron, así que me lancé a la presentación de las ideas que traía preparadas:
—Primera cuestión: Las pertenencias de Ernestina, que de manera tan audaz ha conseguido Elvira, combinadas con el testimonio del señor Marcelino en Tineo, permiten confirmar y delimitar los sucesos de Obona días después del golpe militar de julio de 1936. Fermín Cuesta fue asesinado, colgado de un árbol, y Dorotea Ramírez fue violada en el antiguo claustro del monasterio. Esos hechos violentos fueron perpetrados por una milicia anarquista al mando de Eutiquio Ramírez Sandoval, alias Tico, que contaba entonces con diecinueve años de edad y que estuvo acompañado en aquella ocasión por Artemio Morán (alias Temín), Santiago Muñiz (alias Santi), Estanislao Olaverría (alias Tanis) y Manuel Fueyo (alias Manolín), todos ellos en un rango de edad parecido al del cabecilla y todos ellos afiliados a la CNT. No tenemos criterios para discriminar el grado de implicación de cada uno, por lo que los consideramos a todos por igual autores del crimen.
Segunda cuestión: estamos en condiciones de asegurar, basados en testimonios orales de habitantes de Pedrosa y, sobre todo, en un apunte escrito a mano en un padrón municipal facilitado por Felisín, que Manuel Fueyo logró escapar de Asturias, burlar la represión franquista, cambiar su identidad por la de Adolfo Vega y radicarse en Pedrosa del Príncipe, donde contrajo matrimonio con una mujer natural del pueblo y se estableció en él de manera definitiva. Tuvo un hijo, de su mismo nombre y apellido, que resultó ser el padre de nuestro amigo Adolfo. A la luz de nuestras investigaciones, creo más que verosímil que el hallazgo del cadáver del páramo en una parcela de Adolfo está directamente relacionado con los lejanos sucesos de Obona, máxime cuando tanto el padre como el abuelo de nuestro amigo, como todo el mundo sabe, murieron en un presunto acto de suicidio por ahorcamiento. Esta circunstancia pone en alto riesgo la vida de Adolfo y debemos hacer algo, a pesar de su renuencia a tratar con nosotros este tema, para protegerlo.
Tercera cuestión: percibimos una evidente anomalía estadística en el número de muertes por suicidio entre los participantes en el crimen de Obona y sus descendientes. Eutiquio y Santiago, ambos sin prole conocida, mueren en el curso de la guerra, el segundo a consecuencia de las heridas causadas por una explosión, y el primero tras un juicio sumarísimo cuya ejecución, curiosamente y contra la práctica habitual, se sustancia en la horca. Artemio Morán, que había logrado cambiar su identidad y militancia política, apareció colgado en el desván de su casa, y de igual suerte fallecieron sus dos hijos varones, Lucio y Fidel. Ya hemos mencionado el final de los ancestros de Adolfo. Nuestra hipótesis cuestiona la voluntariedad de estas muertes, considerando que es altamente probable que en realidad se tratara de asesinatos encubiertos.
Cuarta cuestión: en la caja de Ernestina consta una misiva remitida por una mujer que vivía en Málaga y que parece ser la respuesta a un mensaje de alerta por parte de la monja ante el riesgo que corrían sus hijos. Nos parece que, por el lugar, por la fecha y por exclusión de otras posibilidades, esa carta debió de ser escrita y remitida por la mujer de Estanislao Olaverría, el único de los jóvenes de la fotografía del coche al que aún no hemos conseguido localizar. Constituye, por tanto, una vía de investigación no explorada y que puede ser decisiva para confirmar nuestras hipótesis y avanzar en una solución definitiva al misterio que rodea a estas muertes.
Quinta cuestión: no hemos sido capaces de averiguar nada sobre la vida de Dorotea tras su marcha de Tineo. Tengo la sensación de que Ernestina tuvo algún tipo de contacto con ella, por la inicial del pañuelo bordado que guardaba en su caja. Y también presumo que la esquela de Teodora Ramírez Cuesta, presente entre las pertenencias de Ernestina y teniendo en cuenta los apellidos de la finada, ha de tener algo que ver con el caso que nos ocupa, por lo que sugiero profundizar asimismo en esa línea de investigación.
A partir de las cuestiones que acabo de exponer, mi hipótesis esencial es que las cinco personas que cometieron un aparente suicidio fueron asesinadas como venganza por los actos criminales de Obona y que sólo una venturosa casualidad evitó a Adolfo Vega una muerte semejante en Pedrosa. Nuestro objetivo fundamental debería consistir en desenmascarar al autor o autores de estos crímenes. Naturalmente, el sentido común indica que dicha venganza hubo de partir del entorno de Dorotea o de Fermín. Pero todavía hay muchos cabos sueltos para dar esta suposición por segura.
Así las cosas —concluí, tomando asiento— les ruego que, de manera singular y sin ser interrumpidos, hagan ahora cada uno sus consideraciones al respecto.