jueves, 23 de mayo de 2024

Capítulo L: Una cabezada


El asombroso descubrimiento de Jesús en la hemeroteca del semanario sensacionalista El Caso confirmaba, por si no teníamos ya suficientes evidencias, que tanto los participantes del crimen de Obona que no habían caído en la guerra, como sus descendientes varones por línea masculina, estaban condenados a morir ahorcados. Cada vez era más perentorio descubrir quién o quiénes podrían estar detrás de estas muertes, si queríamos salvar la vida de nuestro amigo Adolfo, porque él cumplía con todas las condiciones para ser la próxima víctima. Por otra parte, resultaba evidente que cuanto más nos aproximábamos a la resolución de todo aquel misterioso asunto, mayor era el riesgo que corríamos nosotros mismos, porque, si algo estaba quedando muy claro, es que nunca le temblaría el pulso a quien había cometido aquellos crímenes.

Todo esto le comenté a Elvira a grandes rasgos cuando la llamé por teléfono el viernes a media mañana para preguntarle si podría salir de Palencia ese día y, en tal caso, en qué lugar y a qué hora la tendría que recoger. Le argumenté lo insistente que estaba siendo Andrés para que lo lleváramos con nosotros a Madrid, donde lo recibiría Samuel a las afueras de la ciudad.

—Vale, vengan hoy, pero hasta las ocho yo no puedo salir del trabajo —me contestó, con un laconismo que quise atribuir a sus apremios laborales.

Le confirmé que Andrés y yo la esperaríamos a esa hora donde me dijera, o un poco más tarde, si necesitaba pasar por casa para recoger algo.

—No, a las ocho en la puerta de la ferretería. Pasaré por casa a la hora de comer para coger lo que necesito. 

No sospechaba a qué podría ser debido, pero resultaba evidente que estaba hablando con la cara oculta de la luna y ya sabía por experiencia que, en esos casos, lo mejor era terminar cuanto antes la conversación. 

—Perfecto —le dije antes de colgar—, frente a la ferretería a las ocho.

Llegué a comer a casa justo cuando Calisay daba por finalizado su reparto postal y se consideraba acreedor del vaso de vino que, contra mi criterio, le solía dispensar mi madre. Le pregunté si tenía carta para mí, porque aún no había perdido la esperanza de recibir alguna respuesta del Registro Civil de Málaga.

—Hoy no hay carta de la novia —bromeó con ninguna oportunidad y sin que hubiera por dónde encontrarle la mínima gracia al asunto.

Le solté a quemarropa que mi madre y yo íbamos a comer y nos gustaba hacerlo a solas, así que se marchó murmurando no sé qué diatribas contra la juventud de estos tiempos. 

—¿Qué dice este hombre de una novia? —aprovechó mi madre para informarse directamente de un runrún que andaba sonando por el pueblo—. ¿Vas a Málaga con una chica?

—Voy a Málaga con Andrés Rastrilla Calleja —atajé por lo derecho y sin más explicaciones.

Por la tarde, después de improvisar un equipaje mínimo en mi mochila (un recambio de ropa interior, una camisa, un pequeño neceser y El Siglo de las luces de Alejo Carpentier, que andaba releyendo por aquel entonces), fui a casa de Marcial, al que suponía ya de vuelta de su sacrosanta siesta diaria. Cuando le conté todo lo que Jesús había encontrado sobre los Olaverría, permaneció un buen rato pensativo, más circunspecto de lo que en él era habitual. 

—No veo forma de proteger a Adolfo —acabó por decir—. Y estamos hablando de una amenaza muy real, muy directa y muy próxima. Sólo se me ocurre proponerle venir a mi casa y que permanezca oculto una temporada, hasta que las cosas pinten de otra manera, pero dudo mucho que esté dispuesto. 

—Pienso igual que usted. Creo que la única esperanza es que el muerto del páramo fuera el asesino y que con su desaparición se haya acabado todo. Además, con la cantidad de datos que tenemos, es impensable que puedan volver a actuar con tanta impunidad como hasta ahora.

—No, Juan. Si estamos en lo cierto, la impunidad le trae sin cuidado a quien ha cometido los crímenes. Es alguien vengativo, implacable y certero. Todos los varones de la fotografía del coche y sus descendientes ya han muerto, salvo uno, Adolfo. Estamos hablando de una condena a muerte fatal, sin posibilidad de apelación. Aunque Adolfo tiene el cerebro de un mosquito, creo que ha empezado a darse cuenta de que la cita con el anciano para tratar sobre la venta de la parcela del páramo era, en realidad, un paseo al cadalso. 

—Porque advertir de la situación a don Dionisio, a la Guardia Civil, a la jueza que llevaba el caso…

—¿Está usted de broma? —me cortó Marcial en seco—. Sólo veo la opción de esconderlo o de que se vaya de Pedrosa durante una temporada. En fin, a ver si se nos ocurre algo. Hablaré con Lorenzo porque, por si fuera poco, Andrés se va de excursión necrófila y usted de luna de miel…

Lo notaba apabullado por la responsabilidad que nos había caído encima. Él convivía de continuo en una tormentosa dialéctica consigo mismo, siempre alejado y receloso de un contacto social excesivo. Le había oído decir muchas veces que era mucho más idiota que policía, en el sentido etimológico de ambos términos. Pues bien, ahora le tocaba ser policía, y no acababa de llevarlo bien.

A las ocho en punto de la tarde recogimos a Elvira en la puerta de la ferretería Otero. Nos dimos los dos besos rituales de saludo y metí en el maletero la pequeña bolsa deportiva que era todo su equipaje, así como el grueso anorak que llevaba puesto.

—Igual en Málaga te estorba tanto abrigo —le comenté, por decir algo.

—Igual… —respondió ella.

Andrés, buen conocedor de la jerarquía de los asientos del coche, cedió el delantero a Elvira, que no hizo ningún comentario de gratitud al respecto. Se limitó a decir que había tenido un día muy intenso en el trabajo y que estaba agotada.

—Espero que no les moleste si echo una cabezada —nos anunció, y acto seguido hizo reclinar todo lo que pudo el respaldo de su asiento. En pocos minutos parecía haberse quedado profundamente dormida.

La cabezada duró hasta la gasolinera en que habíamos quedado con Samuel, que nos estaba esperando con su coche aparcado junto a una pequeña cafetería que estaba muy cerca de los surtidores. Mientras yo llenaba el depósito, ellos se sentaron en una mesa a tomar un café. Cuando me uní al grupo, les conté con detalle lo que Jesús había averiguado sobre Estanislao Olaverría y su familia y lo que yo había hablado con Marcial sobre cómo proteger a Adolfo. Los tres recibieron con preocupación la noticia, como si estuviéramos pasando de jugar a la guerra con tirabeques a disparar con armas de fuego, por lo que traté de enfatizar el lado positivo:

—Por lo menos, ahora tenemos muy clara nuestra misión en Málaga: encontrar a Lucía Olaverría, si es que vive, o a alguno de sus descendientes.

—¡Casi nada! —se oyó mascullar entre dientes a Elvira que, definitivamente, tenía un mal día.

Samuel extrajo de una bolsa de compra de supermercado la caja de Ernestina, envuelta con hojas de periódico. 

—¡Un poco más y se me olvida en casa! —sonrió—, soy un verdadero desastre. Por cierto, fui a Chichón, al convento donde vivía antes de que la llevaran a la residencia. Una monja me enseñó el montoncillo de tierra bajo el que reposan sus restos y me contó también que Ernestina había llegado allí ya con cierta edad. No le habían conocido ningún vínculo familiar; de hecho, nunca tenía visitas, salvo un señor muy elegante que vino a verla un par de veces y una señora acompañada de su hija, que también la visitó en alguna ocasión. Luego ya empezó a dar ciertos síntomas de ir perdiendo la cabeza y la madre superiora decidió que estaría mejor en una residencia de Guadalajara que tiene un convenio con la orden y dispone de personal especializado. Y ya no la volvieron a ver hasta el día del entierro.

—¿Le preguntó usted si dejó alguna pertenencia o algo en herencia? —inquirió Elvira, a quien noté que la muerte de Ernestina la había conmovido, tal vez porque la conoció todavía con vida.

—Sí, se lo pregunté, y me dijeron que no tenía nada más que una cajita con algún recuerdo familiar que debió de extraviarse en el traslado de sus cosas, es decir, esto —y Samuel deshizo el envoltorio de papel de periódico y nos mostró la caja que nos era tan familiar.

Volví a meter la caja en la bolsa de plástico y la deposité en el maletero. 

«Toda una vida metida en una caja de latón, y aún sobra sitio».

Nos despedimos de Andrés y Samuel, deseándoles mucho éxito en la búsqueda de la tumba de Dorotea. 

—Esta vez les ha tocado un trabajo más funcionarial que creativo. Van a necesitar mucha paciencia…

—Ya te digo… —sonrió Samuel. 


Capítulo LI: Voy a contarte algo

Presentación de la obra e índice general