Aunque el desenlace de la que podríamos denominar «operación Tabanera» había dejado un regusto amargo entre nosotros (sin contar la furiosa resaca debida al infame licor Pax), tanto Andrés como Marcial se pasaron por casa para anunciarme que habían recibido la nota de la convocatoria y que confirmaban su asistencia. Andrés quiso saber, eso sí, si tras la reunión cenaríamos en El Carro.
—Tienen los mejores torreznos de los alrededores —argumentó a favor de su propuesta.
—Habrá que merecérselos primero —le provoqué yo, sin ningún éxito.
Con Lorenzo me encontré casualmente en la gasolinera de Castrojeriz, de vuelta del trabajo. Yo ya me iba cuando él entraba a repostar.
—¿De qué va esa convocatoria que me has enviado por correo? —me lanzó por la ventanilla, sin bajarse aún del coche.
—Tranquilo, se trata de un trabajo mucho más fácil que el de perforar un respiradero en la bodega. ¿Quedamos esta tarde en El Manzano para tomar un café y te lo cuento todo?
—Vale, a las cinco y media.
Mientras estaba comiendo en casa con mi madre oímos la achacosa voz de Calisay con su fanfarria habitual: «carteroooooo».
—Reparé al instante en que ninguno de los dos sobres que me entregaba venía de Palencia. Traían los remites de Samuel y Jesús, que confirmaban también su presencia en El Carro.
—¿Eso es todo lo que me traes? —le dije con displicencia, recordando aquella carta de Elvira anegada en vino— ¡Mira bien ese zurrón!
—No hay nada más, majillo. No hace falta ni mirar, porque ya he terminado el reparto —me respondió, confiado en que la alusión al final de su jornada laboral moviera a mi madre a invitarle a un vino, como era costumbre inmemorial en casa.
Abusando de nuestra hospitalidad, Calisay se nos sentó a la mesa y comenzó a saborear con delectación su vaso de vino.
—No sé por qué la gente escribe tanto para no decir nada. Hay días en que casi no caben las cartas en el zurrón.
—La gente escribe lo que le da la gana, faltaría más —le espeté con cara de pocos amigos, sorprendido de su nula voluntad de contrición—. Lo que queremos todos es que las cartas lleguen… ¡Y a tiempo!
Calisay, una vez apurado el vaso de vino, no veía ninguna razón para polemizar, así que se despidió cortésmente de mi madre, colocó su zurrón con parsimonia en la cesta trasera de su ciclomotor, donde compartía acomodo con una ristra de ajos, una lechuga y un conejo despellejado, y arrancó rumbo a Valbonilla.
Al sacar el coche para ir a Castro me encontré con Casilda y nos cruzamos un saludo ritual con absoluta naturalidad, como si nunca hubiera existido un campanario.
«Esto sí que es un pacto», pensé para mí, «y lo demás son ganas de complicarse la vida».
Lorenzo tardó unos minutos en llegar al Manzano. Mientras tomábamos el café le fui poniendo en antecedentes, desgranando todo lo sucedido desde la aparición del cadáver en el páramo hasta el material que había conseguido Elvira en la residencia de Guadalajara.
A todo asintió con una media sonrisa, al filo de tomarse el asunto más en broma que en serio, hasta que acabó por preguntarme si esa tal Elvira estaba tan buena como decían.
—Por favor —le supliqué—, cualquier cosa menos otro postulante más.
Luego le confié (era el primero a quién lo hacía) la casi segura conexión entre la familia de Adolfo y el siniestro episodio de Obona, y eso sí que pareció inquietarle.
—¿Y tú estás seguro de lo que me estás contando?
—Casi al cien por cien.
—Pues eso sí que hay que manejarlo con mucho cuidado. Adolfo tiene unos antecedentes familiares terribles, nada menos que dos suicidios —su semblante denotaba preocupación—. ¿Has hablado con él?
—Lo he intentado, pero ya sabes cómo es. Fui a verlo al majuelo y por poco no me lleva por delante con el Peugeot.
—De alguna manera tendremos que plantearle el tema, pero me parece que tiene que saberlo… si es que no lo sabe.
—O lo sabe a medias —coincidí con él, pues la reacción de Adolfo me había parecido desde un principio demasiado visceral, como si pretendiera ocultar algo.
Después de tratar largo y tendido el asunto de Adolfo, Lorenzo me llamó la atención sobre otra cuestión que le había intrigado y a la que, a su juicio, no estábamos dando la relevancia que merecía.
—Yo me tomaría el tema de la tarjeta mucho más en serio.
—¿De veras? —no sabía si estaba bromeando o si no habría reparado en el significado del acróstico ABP.
—Todo lo «Arre Burro Producciones» que tú quieras. Pero el caso es que se las apañaron para meter la tarjeta en tu libro, tarea nada fácil y que pone de manifiesto dos cosas: una, que, sea quien sea, os ha estado marcando de cerca; y otra, que tiene mucha habilidad y atrevimiento. Y si me apuras, una tercera: «¡Déjalo ya!» es un mensaje muy directo. Bueno, más que un mensaje es una amenaza.
Antes de volver a Pedrosa, Lorenzo se ofreció a llevar el coche a Astudillo al día siguiente.
—No cabemos todos. Somos seis. Jesús y Samuel han confirmado su asistencia y llegan esta noche a Pedrosa. Si te parece bien —le propuse—, los llevas tú a ellos dos y yo me encargo de Andrés y Marcial.
—Perfecto. Veo que comparecen todos los convocados.
—Bueno, hay una que no ha confirmado su asistencia. Ya ves; precisamente por ella ubiqué la reunión en Astudillo…
Aunque sabía que era una noche delicada para salir donde la Flugen, me armé de valor y subí con la mayor entereza posible las escaleras. Apenas había salido a la superficie cuando me avasallaron los berridos de Salva:
—Así que hay cumbre en El Carro… Eso sí, solo para los elegidos.
—Pues nosotras tenemos otra cumbre en las bodegas de Hinestrosa —añadió Esther, que estaba sentada con sus amigas en una mesa, con toda la sorna de la que era capaz.
El contrataque no pintaba nada fácil, no sé si se las vería tan estrechas Cicerón con toda su elocuencia cuando defendía a Milón rodeado de matones.
—Desde el primer momento habéis dicho que os traía sin cuidado todo el asunto del muerto del páramo…
—Pero no me traen sin cuidado los torreznos del Carro, por ejemplo —me interrumpió Salva enfurecido.
—¿Y qué necesidad hay de irse a Astudillo para hablar? —terció la Flugen en defensa propia.
—Flugen —le replicó Esther—, parece que las chicas de la provincia de Palencia se desabrochan antes los botones…
—Pues yo soy de la provincia de Palencia y las de allí somos como las de aquí, ni más ni menos —y apoyó su aserto con un manotazo sobre la barra—, con las mismas asas y el mismo embudo.
Era la primera vez que oía semejante metáfora que, sumada al recio golpe de su mano, me trasladó a la caverna, entre la tribu.
Afortunadamente, llegó en ese momento Andrés, cuya indiferencia al acoso era legendaria. Creo que, sin ese refuerzo, me hubiese tenido que batir en retirada.
—Un vaso de gaseosa fresca, Flugen.
—Te la tomas del tiempo o pides otra cosa —respondió ella, a la que aún le duraba el enfado.
—Pues caliente, entonces, y ponles un vaso a estos, si quieren.
Salva dio un manotazo al aire, como dándolo por imposible y se fue a la máquina de petaco; Esther, que se había acercado a nosotros, volvió con las chicas a su mesa y desde allí nos gritó:
—¡Que se beba la gaseosa tu tía!
Le guiñé un ojo a Andrés, su intervención había sido providencial para disolver aquel núcleo opositor, aunque del rincón de las chicas aún llegó otro bufido:
—O mejor, que se la beba la Elvirita, la Venus palentina, a ver si revienta de gases.
Poco a poco se fue amainando el temporal y hasta pudimos echar una partida de futbolín con los demás chicos sin altercar demasiado.
Al marchar a casa, Andrés insistió en confirmar si íbamos a cenar en El Carro.
—Es que tienen unos torreznos que te mueres.
De manera automática resonó el eco de su grito de guerra dentro mi cabeza: «¡Asta de toro bravo!».