Aunque barruntaba sus intenciones, nunca hubiera sospechado que el plan de Marcial fuera tan elemental.
—Bueno, pues procedamos —dijo, antes de perder el equilibrio y caer de bruces sobre un montón de escombros. Casi se lleva consigo al suelo a Lucía, a la que trataba de besar cuando tropezó con un gran cascote de yeso.
Marcial se había presentado en mi casa antes de la hora convenida para reunirnos a la puerta del Teleclub.
—Hay que extremar las precauciones. Vamos a salir por la calle del palomar sin que nos vea nadie. Tengo el coche en la puerta, con dos ninfas y un sátiro dentro.
Marcial me urgía más con gestos que con palabras.
—¿Un sátiro? —le pregunté mientras me ponía el abrigo, porque la noche pintaba fría.
—No sé cómo las olisca el poeta, pero cuando he ido a recoger a Lucía, él ya estaba dentro del coche.
—¿Pero no trabaja esta noche? —inquirí entre incrédulo y divertido, porque me figuraba que el plan de Marcial no había sido concebido para cinco unidades.
—Es evidente que tiene claras sus prioridades —respondió él, con un indisimulado tono de irritación.
Salimos huidos de Pedrosa por la puerta de atrás, como me había anticipado Marcial, evitando el Teleclub y la Flugen. Tras pasar el cruce de Castro, abandonó la carretera y tomó un camino que se abría a la derecha, antes de llegar a Castrillo Matajudíos.
—¿Pero a dónde nos llevas? —se sobresaltó Lucía.
—Don’t panic! amigos. He descubierto un lugar que no les dejará indiferentes —respondió Marcial haciéndose el misterioso.
—Algo tendrá que hacer en Tabanera —terció Andrés, no se sabe si como explicación, queja, amenaza o una simple observación.
Tabanera es un despoblado cercano a Castrojeriz del que entonces quedaba poco más que su iglesia en ruinas y tres o cuatro casas arrumbadas. Marcial paró el coche junto a la puerta lateral del templo que, junto con la torre, eran las partes del edificio mejor conservadas.
—El otro día pasé por aquí con la bici y subí al campanario. Me di cuenta de que era posible caminar sobre la bóveda. Os propongo esa intensa experiencia, porque la vida cobra emoción con el riesgo y el azar.
—Yo ahí no subo ni borracha —protestó Lucia—. Además, creo que en esta iglesia ahora meten ovejas y debe estar todo plagado de pulgas.
—¿Ni borracha? Pues hay solución, querida —le replicó Marcial, mientras levantaba la puerta del maletero y sacaba dos botellas—. ¡Licor Pax! —exclamó ufano elevando una en cada mano—, aquí tenemos el bálsamo de Fierabrás que disolverá nuestros miedos.
—O sea —sacó en conclusión Casilda—, que pretendes que subamos por la escalera del campanario hasta ahí arriba y que nos pongamos a caminar sobre ese techo que se está cayendo a trozos y, por si fuera poco, borrachas. Marcial, tienes unos planes de lo más sugerente, de verdad.
—Con esta sagrada pócima, mis adoradas doncellas, no hay nada irrealizable —proclamó impasible Marcial, antes de dar cuenta de un largo trago de licor Pax.
Nos sentamos en un talud, junto al coche y, como si se tratara de un acto ritual, todos probamos de aquel elixir, a pesar del gesto de repugnancia que le mereció a Lucía:
—¿De dónde has sacado este matarratas, Marcial? Esto no hay cristiano que lo beba.
—Te equivocas, Lucía. Precisamente es bebida de cristianos. Lo compró mi tío en un monasterio benedictino. No se atrevan a despreciar ustedes este éter sagrado.
Y le dio otro tiento a la botella para demostrar con sus actos la veracidad de sus palabras. Yo sabía que Marcial, el apóstol del «hay que emborrachar la mente y no el cuerpo», tenía una tolerancia mínima al alcohol y, menos aún, a un licor dulzón como aquél. Traté de frenarlo, pero me temía que la dosis que ya había ingerido lo iba a dejar fuera de juego sin remedio.
Al final, tal vez más por el frío que por cualquier otra razón, acabamos con las dos botellas entre los cinco y el efecto no se hizo esperar. Marcial, decidido, no se sabe muy bien, si a subir al campanario o a acometer con furia a Lucía, tropezó y cayó al suelo aparatosamente. Lo echamos al asiento de atrás como a un saco de harina.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Lucía.
—Mi experiencia con Marcial —les expliqué— es que cae como un peso muerto, pero también se recupera muy pronto. Vamos a esperar un rato, a ver si se reanima.
—Me parece muy buena idea —dijo Casilda, a la que el licor monacal también estaba pasando factura—. Tú te quedas ahí un rato con Marcial —le ordenó a Lucía—, mientras éste y yo subimos al campanario. Y sin decir otra cosa, me cogió de la mano y entramos en el recinto de la iglesia.
—¿Y yo qué hago? —oí lamentarse al poeta al otro lado de la puerta, sin nadie que le respondiese.
Cuando embocábamos la reducida entrada del campanario, Casilda me dijo al oído:
—¡Joder! ¡Cómo se le estaba yendo la mano a tu amigo el poeta! Poco más y le estampo los cinco dedos en la cara de un tortazo.
«Dos ninfas y un sátiro» había dicho Marcial con conocimiento de causa.
El campanario, como nos había contado Marcial, daba acceso a la parte superior de la bóveda central, bajo un tejado del que apenas quedaba algún trozo de viga y tejas desperdigadas. Los paneles de yeso de la bóveda se encontraban muy fracturados, con un riesgo de derrumbe casi inminente, como acreditaban varias oquedades abiertas por desplomes a través de las cuales se percibía, intimidante, el gran espacio interior del templo. Sin apenas darme cuenta, porque todo aquello estaba bastante oscuro, Casilda se puso a andar lentamente sobre la cubierta de la bóveda hasta internarse unos diez o doce metros.
—¡Casilda, por Dios, vuelve aquí ahora mismo! —le supliqué aterrado cuando la vi caminar sobre aquella frágil superficie.
—Tendrá que venir usted a por mí —respondió riendo—. Creo que valdrá la pena, te aseguro que he mejorado mucho desde aquella Nochevieja en la discoteca de Astudillo.
Sus movimientos hicieron que cayera parte de una moldura, cuyo impacto sobre el piso de la iglesia resonó con estrépito y despertó a un nido de palomas que salieron aleteando despavoridas. Casilda se asustó y volvió corriendo hacia el acceso al campanario. La abracé con fuerza y nos besamos durante un largo rato.
—Les diré a todos que tú fuiste la única loca que pisó la bóveda.
—No le dirás nada a nadie —y me volvió a cerrar la boca con sus labios.
Nos demoramos en el campanario más de media hora, ajustando cuentas con el pasado. Notaba que a ella el licor Pax la había desinhibido por completo, pero a mí no dejaba de perturbarme el recuerdo de Elvira, que se me representaba constantemente, y trataba de corresponder a su pasión como podía.
Cuando llegamos al coche, eché de menos al poeta.
—Se ha pirado —me explicó Lucía, a la que se veía muy malhumorada.
Marcial se había repuesto algo, pero no lo suficiente para culminar el sofisticado plan que había urdido. Aunque me insistió mucho en volver a casa, yo no podía dejar vagando sólo al poeta en una noche tan fría. Como era de esperar, Andrés tampoco había llegado muy lejos. Se había refugiado al abrigo de las casas de Castrillo Matajudíos que están al borde de la carretera, con la intención de montar en algún coche que coincidiera pasar con destino a Melgar.
—Es que yo en Tabanera ya no pintaba nada —se disculpó con cierto resquemor al entrar en el coche.
—Desde luego —apuntilló Casilda, para dejar claro un cortafuegos que impidiera cualquier malentendido.
Aunque Andrés insistió en ir a Melgar, Marcial no estaba para muchos trotes, así que lo llevamos a su casa y, con toda la discreción de que fui capaz, lo subí hasta su cama.
—La próxima vez usted traza el plan y yo me beneficio —susurró con los ojos semicerrados—. Como diría el padre Montaña, ¡manda bemoles!
Cuando bajé a la calle, Andrés y Lucía habían desaparecido.
—Parece que a este poeta le inspira cualquier musa —bromeó Casilda.
La acompañé hasta la puerta de su casa.
—No creo que vuelva a beber licor Pax en mi vida, menudo dolor de cabeza se me está levantando.
—Casilda… —le dije, para empezar una frase que no sabía a dónde iba a parar. Afortunadamente, ella me interrumpió con un beso en la mejilla.
—La próxima toca dentro de diez años, Juan, y entonces sí que seré toda una experta. Me ha encantado estar juntos en ese campanario y no creo que lo olvide en la vida. Pero, aunque me hubiera tragado una botella de licor Pax entera, me daría cuenta de que no estabas conmigo.