lunes, 27 de mayo de 2024

Capítulo LI: Voy a contarte algo


Eran las once y cuarto cuando salimos de la gasolinera rumbo a Málaga. Nos quedaban más de quinientos kilómetros por delante y no habíamos hablado de cómo afrontarlos. ¿Pararíamos a dormir en algún lugar, aunque fuera dentro del mismo coche, o haríamos el viaje de un tirón? ¿Nos turnaríamos al volante o conduciría yo siempre?

Para empezar, no sabía tan siquiera si Elvira tenía carné de conducir. En realidad, no sabía nada de ella, ni dónde vivía ni con quién. Nunca le oí hablar de un padre, una madre o unos hermanos. Había aparecido y desaparecido de mi vida como la lluvia en primavera, imprevisible y tornadiza, pero que hace brotar la vida de la tierra.

—Voy a contarte algo, Juan.

Nunca me han gustado las anticipaciones solemnes, es más humano ajusticiar sin previo aviso. 

—Tenemos cinco horas por delante, Elvira, los dos solos aquí metidos, sin otra cosa que ver que unos metros de asfalto iluminados, las luces de unos pocos coches y alguna que otra farola. Desde luego, no creo que tengamos mejor ocasión para hablar con calma y sinceridad. 

Noté que sonreía, le debía resultar graciosa esa tendencia irrefrenable por mi parte a describirlo todo, como si viviera dentro del capítulo de una novela costumbrista.

—No va a ser nada fácil de explicar, porque dudo que tenga explicación —su voz parecía cansada, como si hubiera contado ese mismo relato cientos de veces y nadie la hubiera creído —y me tienes que prometer que no te enfadarás conmigo.

Había comenzado a llover con cierta insistencia y las luces de los coches que pasaban en dirección contraria se veían filtradas por un mosaico de pequeños prismas. Siempre que conduzco a altas horas de la noche y me cruzo con alguien, me pregunto qué imperativo lo arrastrará (será una urgencia médica, un amor furtivo, alguien que huye, un rutinario desempeño laboral…).

—Nunca quiero enfadarme contigo, Elvira, pero tendrás que reconocer que a veces me lo pones difícil.

—Sé que no resulta sencillo confiar en alguien como yo —Elvira se tomaba mucho tiempo para elegir sus palabras, como si fueran acróbatas que tuvieran que avanzar por un largo cable hasta ser bien entendidas y no se pudieran permitir ni un paso en falso—, pero debes creerme, sobre todo porque este próximo domingo va a ser el último día en que nos veamos.

No había contemplado esa posibilidad entre los muchos presagios sombríos que mi mente estaba barajando febrilmente desde que ella dijo que me tenía que contar algo y mi cuerpo reaccionó como si le hubieran desenchufado de la red eléctrica. Me quedé sin hálito para articular palabra y no pude ni dirigirle la mirada. Hasta me costaba apretar el pedal del acelerador y el coche fue perdiendo velocidad.

—Eso no quiere decir que no esté enamorada de ti —prosiguió ella con sus difíciles pasos de funambulista, cogiéndome de una mano, como para devolver la corriente a mi cuerpo—. Siento que te quiero, y mucho.

Hasta ese momento, dos días antes de dejarme, nunca me había dicho que me quería. Era la severa dieta de hiel y de miel a la que me tenía acostumbrado, pero esta vez en una sobredosis que me estaba llevando al límite.

—Entonces, Elvira… —amagué con un razonamiento que sabía que no iba a ninguna parte.

—Por favor, déjame acabar y luego me dices lo que quieras —me suplicó con una dulzura de la que sólo ella era capaz—. Ahora tranquilízate y vuelve a pisar el acelerador, que vamos a sesenta.

—Vale, vale… Te escucho.

—Hay personas, por distintas razones, a las que vivir resulta muy difícil.

—Desde luego —le confirmé, imaginando por dónde iban a ir los tiros—, pero siempre hay una salida.

—Y hay personas —siguió ella sin atender a mi observación—, para las que es imposible, Juan. Y yo soy una de esas.

—A ver, Elvira…

—Y te voy a poner un ejemplo que ruego que me disculpes, pero que podrás entender, porque lo has vivido. En Tineo me acosté con aquel tipo que conocí en la discoteca. Me llevó a una especie de almacén de maderas que tenía un pequeño habitáculo utilizado como oficina. Una silla y una mesa viejas, un armario retirado, un par de estanterías metálicas llenas de carpetas polvorientas y un sofá desvencijado. Supongo que yo no sería la primera que probó aquel sucio catre. 

Aquello sí que me dolió, era totalmente innecesario. 

—No sé por qué me cuentas eso, Elvira…

—Estuve con aquel hombre, pero podría haber estado con cualquier otro, o con varios más. Te sorprendería experimentar el poder de atracción que tiene un cuerpo como el mío. 

—De eso no me cabe la menor duda —le confirmé, en un tono que dejaba traslucir mi profunda irritación. No entendía a qué venía todo aquello.

—No te enfades, Juan —me rogó con mucha dulzura—. Es sólo un ejemplo para que puedas entenderme, y no el más desagradable, te lo aseguro.

—¿Un ejemplo de qué? —casi le grité.

—Yo no quería irme con ese individuo, me resultó estúpido, repugnante, vomitivo; pero me fui con él. Un ejemplo de que no puedo controlar mi vida.

—Pero a mí no me importa que te hayas ido con ese tipo… 

—Veo que no me has entendido, Juan. A mí tampoco me importa que te liaras con una amiga de tu pueblo en un campanario —y me dio un pequeño codazo de complicidad—; ya ves que don Dionisio no pierde ocasión de desacreditarte como amante ante mis ojos. ¡No se trata de ti, se trata de mí!

No pude evitar pensar en algo tan irrelevante en aquel momento como la propensión de Andrés a irse de la lengua. 

—Ya había tomado la decisión antes de conoceros —Elvira retomó el hilo de sus explicaciones—. Pero aparecisteis Andrés y tú por la ferretería, y luego Marcial, tratándoos de usted, tan torpes, tan azorados, tan divertidos, con una historia tan rocambolesca e infantil. Una historia en la que, de alguna manera, yo también participaba. Como una actriz que tuviera que representar un delicioso cuento de hadas antes del último acto de la tragedia.

—¿De qué decisión me estás hablando, Elvira? —le pregunté muy alarmado por aquellos sombríos mensajes que yo no lograba entender del todo. 

Nunca me han impresionado mucho las amenazas suicidas. Creo, como Ciorán, que el suicidio es más un arrebato irreflexivo que la conclusión de un concienzudo examen de situación, pero había algo en su manera de hablar que me resultaba profundamente inquietante, algo que alimentaba un presentimiento fatal. 

—Cuando volvamos de este viaje, nunca más nos volveremos a ver —me contestó con suavidad, pero con una firmeza que transmitía una convicción inquebrantable. 

—¿Y dices que esa decisión la habías tomado antes de conocerme? —al menos me quedaba la batalla retórica de explotar sus contradicciones.

—En cierto sentido, sí. 

Aunque no entendía buena parte de lo que me estaba diciendo, traté de consolarla, de asegurarle que yo sería comprensivo y paciente con sus problemas, que no me gustaban las relaciones convencionales y que seguro que tendríamos un margen para entendernos. Ella me miraba con una media sonrisa, como si yo no tuviera ni la más remota idea de a qué monstruo trataba de aplacar.

Y algo en mi interior me decía que no valía la pena contradecirle. Para mí la vida ha sido siempre un don fabuloso sin ningún sentido, un diamante de valor inapreciable hundido en el fondo del océano, una delicada flor que se desoja entre la maleza de una selva impenetrable, un poema bellísimo que nadie lee ni escucha; se nos ha otorgado, sin ningún merecimiento, la gracia de vivir. Cercados por las profundidades abisales del tiempo y el espacio somos el chisporroteo de un fósforo que se consume nada más estallar en la inmensidad oscura. Ante esos fundamentos, ¿qué lógica podemos aplicar en nuestros afanes cotidianos? ¿Qué legitimidad tienen nuestros empeños? Elvira me decía que no nos volveríamos a ver nunca más… ¿Y qué? ¿La podría seguir viendo dentro de doscientos años, dentro de mil, dentro de un millón de años? En el fondo, qué más daba.

—Si eso es lo que deseas, Elvira, por mi parte no tendrás la menor resistencia. 

—Me conforta mucho que te lo tomes así —me susurró, apretándome la mano con fuerza—. Creo que vamos a pasar un buen fin de semana juntos.

Llegamos a Málaga sobre las cinco de la mañana y decidimos no buscar alojamiento. Aparcamos el coche en una barriada que podría estar ubicada en cualquier ciudad del mundo, recostamos los asientos de atrás y nos echamos sobre ellos, tapados con una gruesa manta que yo llevaba siempre en el maletero y que en su día arropó el lomo de las mulas de mi abuelo.

El sábado amaneció un día muy nublado y hasta las nueve no salimos del coche a desayunar. Con tanto cansancio y tantas emociones acumuladas, el café con leche resultó una pócima divina.

«Este café con leche» —pensé— «¿qué más razón para vivir?»

Después de desayunar encontramos una habitación bastante asequible en una de tantas pensiones aledañas a la Alameda y, exhaustos, nos echamos a dormir.


Capítulo LII: Antigua Casa de Guardia

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