No dejó de ser una venturosa casualidad que llegara a mis manos aquella carta, porque tanto el sobre que la contenía como la cuartilla escrita en su interior estaban impregnados de un vino reseco que a punto estuvo de convertir todo aquel papel en una masa informe y hedionda. No resultó fácil extraer el texto y extenderlo con cuidado para poder leerlo, tarea a la que tampoco ayudaba mucho la caligrafía nerviosa de Elvira, de trazos muy angulosos y letras que se solapaban. El matasellos delataba que había sido franqueada el miércoles, día 19 de noviembre, por lo que Calisay la habría macerado en vino tinto durante casi una semana, plazo que yo había atribuido injustamente a la indiferencia, la incuria, el desapego, la perfidia y no sé a cuantas perversiones más de mi dudosa amada.
Aunque me confortó descubrir que la demora no era imputable a su voluntad y todas mis oscuras presunciones no tenían ningún fundamento, el contenido, sin la menor alusión a nuestra relación, me dejó perplejo. Consistía en un relato de las gestiones que se había comprometido a llevar a cabo en Guadalajara, aséptico hasta tal punto que ni siquiera presentaba un encabezado formal, del tipo de «querido Juan», dando a entender, supongo, que iba dirigida a todo el grupo y no solo, ni siquiera principalmente, a mí.
Pero todo lo que tenía de frustrante desde el punto de vista sentimental lo tenía de fascinante para el curso de nuestras investigaciones y acreditaba en Elvira la posesión de unas cualidades que, ensanchadas sin control por la calenturienta mente de un enamorado, le conferían una talla heroica.
Por supuesto, antes de compartirla con nadie, la releí unas cuantas veces:
Como me comprometí en Madrid, el lunes por la mañana acudí en un tren de cercanías a Guadalajara y pregunté por «el asilo». No me costó mucho darme cuenta de que la gente utiliza allí ese nombre para denominar en concreto a una residencia de ancianos llamada «Santa Teresa Jornet», que en su día fue un antiguo asilo y que está al lado del parque de la Concordia, que es algo así como el Salón en Palencia, muy céntrico.
Entré y pregunté en la recepción por Ernestina Martín, una monja anciana alojada en la residencia. Me miraron muy extrañados y me preguntaron quién era yo. Les dije que era la hija de una sobrina de Ernestina. Ellos me aseguraron que no tenían constancia de la existencia de ningún familiar que se hubiese interesado nunca por ella durante los siete años que llevaba interna. Y que, en todo caso, su estado de demencia era tal que no podía reconocer a nadie. A pesar de que les insistí mucho en verla, se negaron en redondo a dejarme pasar, así que me volví a Madrid pensando en qué podría hacer, porque, al menos, había conseguido ver en una especie de panel que tenían detrás del mostrador una etiqueta que ponía «Ernestina y Sofía – 214».
El martes volví a la residencia y esperé a que hubiera bastante movimiento de personas en el vestíbulo. Como ya conocía bien el lugar, me dirigí directamente al ascensor con mucho disimulo, aprovechando que las chicas de recepción estaban atendiendo a otras personas. Subí a la segunda planta y fui siguiendo el número de las habitaciones hasta llegar a la 214. Dentro había dos señoras de mucha edad, una de ellas dormida en la cama y la otra sentada en una silla de ruedas mirando por la ventana. Vi que sobre el cabecero de la cama de esta última había pegado un papel con el nombre de Ernestina.
La verdad es que Ernestina me impresionó mucho, está muy deteriorada físicamente, con la cara muy arrugada y casi sin pelo. Me dirigí a ella varias veces por su nombre sin ninguna reacción por su parte, ni el menor gesto en su rostro. Tenía la mirada perdida y me di cuenta de que estaba atada con unos lazos a la silla, tanto de pies como de manos. Le mencioné los nombres de Artemio Morán, de Augusto Martín, de Eutiquio Ramírez, de Dorotea, de Fermín, de Tineo y de Obona, para ver si le provocaban alguna respuesta. Pero nada, era como hablar con la pared.
Cuando lo iba a dejar, se despertó la otra señora, Sofía, que se extrañó mucho de que alguien hubiera venido a ver a Ernestina. Me dijo que no perdiera el tiempo, que hacía más de un año que no hablaba nada. También me dijo que había sido muy buena mujer y muy lista, pero que había perdido el juicio muy rápido, en el último año y medio.
Le pregunté a Sofía si alguna vez había hablado de su familia. Ella me explicó que para Ernestina su familia habían sido sus compañeras, las monjas de la orden, pero que, en los últimos tiempos, antes de dejar de hablar, mencionaba mucho a sus dos hermanos, Lucio y Fidel. No paraba de decir que ellos no tenían por qué pagar las culpas de nadie, que los habían matado injustamente y que no entendía, en todo caso, por qué no la habían matado a ella. En su última etapa no hacía más que repetir entre lágrimas los nombres de sus hermanos, afirmar que eran inocentes y besar una foto suya que tiene en una cajita, en el armario.
No me corté un pelo. Abrí el armario y en la parte de abajo, escondida entre unos enormes ropones de monja, había una pequeña caja de latón que solo contenía cartas y fotos viejas. Miré muy bien que no hubiera joyas ni otras cosas de valor, se lo hice ver a Sofía y le dije que iba a llevármela, suplicándole que no dijera nada; que se diera cuenta de que aquellas cosas ya no tenían ningún valor para Ernestina, pero que podían servir para descubrir qué les pasó a sus hermanos, a los que ella quería tanto.
Sofía dudó un buen rato, algo desconfiada de la veracidad de mi relato, pero al final le pareció bien y me prometió guardar silencio. Me contó que hacía más de un año que había aparecido un señor que también aseguró ser su familiar y que la dejó muy nerviosa y perturbada. Un señor muy alto y calvo. Pero ese señor no dio con la cajita, a pesar de que también estuvo revolviendo el armario.
Como empecé a notar movimiento por los pasillos, le di un beso a Ernestina, otro a Sofía, metí la caja en mi mochila y salí de allí pitando; y menos mal, porque ya venían unas chicas a arreglar la habitación. Nadie me llamó la atención, ni en la zona de residencia ni en el vestíbulo y, cuando por fin salí a la calle, me metí lo antes que pude en una cafetería para examinar detalladamente aquel pequeño tesoro de Ernestina.
Aunque tenemos que quedar un día para verlo todo, ya les anticipo que lo que más me ha impresionado ha sido una vieja fotografía en blanco y negro que había sido reconstruida con cinta adhesiva blanca por la parte trasera, porque en algún momento alguien la hizo pedazos. En ella aparecen cinco jóvenes muy alegres, con el puño en alto, sentados sobre el capó y el techo de un coche destartalado que tiene pintadas en blanco y en gran tamaño, en la parte del conductor, las letras CNT. En el anverso, sobre el papel de la fotografía, había escritos cinco nombres, pero los trozos de cinta adhesiva no los dejan ver del todo. Hay dos que se leen muy bien: Tico y Santi. De los otros tres solo se ven algunas letras.
Hay otra foto muy bonita de tres niños, que supongo que serían los tres hermanos. Están en una barca, en el estanque del parque del Retiro, con siete u ocho años. Aparecen muy sonrientes con un helado en la mano. En la parte de atrás de la foto aparecen sus nombres: Ernestina, Fidel y Lucio.
La carta se detenía ahí, abruptamente, sin despedida ni firma.
Pasé toda la noche en vela, dándole vueltas al alcance del increíble descubrimiento que había realizado Elvira y también a su desparpajo y valentía. No podría decir si estaba más ansioso por verla a ella o a aquella foto del coche que parecía delatar a los asesinos de Obona. Con la información que había conseguido Jesús, que contenía los expedientes con sus fotografías de los afiliados a la CNT de Tineo en el año 1936, estábamos casi en condiciones de identificar a todos los componentes de aquel funesto grupo. Cada vez me sorprendía más la inexplicable intuición que había tenido Andrés al relacionar a los dos Eutiquios, difícil de entender sin el auxilio de la inspiración con la que tanto bromeábamos.
La ansiedad me devoró durante toda la mañana en el trabajo, hasta que, por fin, pude enfilar la autovía en dirección a Palencia, sin haber parado ni siquiera a comer. Luego, nada más llegar a la ciudad, caí en la cuenta de que la ferretería no abriría hasta las cinco de la tarde, y de que yo no sabía dónde vivía Elvira ni con quién, de que la conocía de tres breves encuentros colectivos y de la mañana celestial de un domingo en Madrid.
Pedí una caña y un pincho de tortilla en el Alaska y subí al servicio por su escalera de caracol. Luego, sin casi saber cómo, los pasos me llevaron a La Mejillonera, a la misma mesa donde se frustró nuestra cita con sus amigas, incapaces de entender aquel desorbitado interés por un anciano muerto de un infarto en medio de un rastrojo y menos aún nuestras prisas por volver a la fiesta de despedida del verano en un pueblo, teniéndolas a ellas tan a la mano en el día grande de las fiestas de Palencia. Me senté un rato en un banco público en el Salón, ese parque que se parece al de Guadalajara, no muy lejos de donde declamaban los «neopoetas» de «Elementos de poesía incierta», haciendo tiempo hasta que abriera la ferretería.
Sobre las cinco y cuarto pude ver a través del escaparate que Elvira quedaba libre, al otro lado del mostrador, para atender al siguiente cliente. Como no había nadie esperando, entré rápido y me situé delante de ella.
—¿Qué se le ofrece? —me preguntó con la misma sonrisa que hubiera dedicado a cualquier otra persona.
—¿Tendrá usted una cadena para amarrar una bici? Me gustaría una que no sea muy ancha, pero sí resistente.
—No hay cadena —me explicó con profesionalidad— que no rompa una cizalla.
—Me llevaré la cadena que usted me diga.
Elvira desapareció por uno de los vericuetos de aquel laberinto durante unos segundos, instante que aprovechó otro dependiente para decirme que había sistemas de amarre y protección de las bicicletas mucho más seguros que una cadena.
Mientras le agradecía el consejo, apareció Elvira con una cadena de metro y medio, un candado y una bolsa de tela con algo en su interior.
—Me he tomado la libertad de traerle este candado para la cadena, por si lo necesita.
—Muchas gracias —le respondí—, no había reparado en ello.
Mientras componía el paquete en el que había metido la cadena, el candado y un juego de llaves, me explicó que ese día no podría estar conmigo al cerrar la tienda, sin darme ninguna razón, y me indicó que me podía llevar la compra en la bolsa de tela, que contenía, también, la pequeña caja de Ernestina.
—La llamaré o escribiré un día de estos, tengo la idea de reunir a todos para ver cómo seguimos adelante con la investigación —le comenté, mientras abonaba el coste de la cadena y del candado, dando fin a aquella absurda ficción de dos desconocidos que transaccionan en una tienda.
—Prefiero que me escriba; ya sabe, aquí, a la ferretería —precisó, mientras sonreía a un cliente que esperaba detrás de mí—; ¡que tenga un buen día!
—Y usted también —le dije volviendo mis pasos hacia la puerta de salida.