jueves, 18 de abril de 2024

Capítulo XXXIX: ¡Déjalo ya!


Tenía el coche aparcado muy cerca de la ferretería. Me senté en el asiento del conductor y, antes de inspeccionar el contenido de la bolsa que me había entregado Elvira, permanecí un buen rato tratando de interpretar la extraña escena que acabábamos de vivir. Elvira me había atendido como a un cliente más, como si yo formara parte de una tediosa serie de parroquianos anónimos a los que se recibe y despide con la misma fórmula de cortesía («¿Qué se le ofrece?» «¡Que tenga un buen día!»). No habíamos comentado apenas su sorprendente aventura en Guadalajara, ni el contenido de la caja de Ernestina, que suponía, sin ninguna duda, el progreso más emocionante en nuestras atribuladas investigaciones, ni tan siquiera habíamos quedado para tomar algo después de su salida del trabajo. Y yo había actuado como el cómplice perfecto de aquella fría puesta en escena, de aquella estúpida transacción comercial entre dos aparentes desconocidos.

Saqué la caja de latón de la bolsa. Era ovalada, con un delicado relieve policromado en su cierre que figuraba un ramo de flores silvestres. No pasaba de los seis centímetros de altura ni de los veinticinco de largo. Al abrirla (su tapa encajaba en el cuerpo de la caja a presión), exhaló ese olor tan característico de las coronas fúnebres en la sala de un tanatorio. La razón eran las cuentas de un rosario elaboradas con pétalos de rosa que aromatizaban su interior. Allí estaban las dos fotografías que había mencionado Elvira en su carta, junto con algunas más, todas antiguas. También constaban una docena de sobres atados con un cordón dorado, varias estampas de vírgenes y santos y unas cuantas esquelas con muchos años encima. Completaba su contenido un pañuelo de seda blanco rematado en una delicada puntilla, que llevaba bordada con mucha filigrana en hilo de color azul una gran letra D.

No tuve que hacer un gran esfuerzo para reconocer en la fotografía del automóvil requisado por la CNT los rostros de Eutiquio Ramírez y Artemio Morán que aparecían en los expedientes fotocopiados por Jesús. En otro de aquellos muchachos, el que se veía algo menos ufano y un poco apartado de los demás, me pareció adivinar algún rastro físico de mi huidizo amigo Adolfo. Aunque en la imagen del expediente aparecía bastante cambiado, el orden de los nombres en el reverso de la fotografía confirmaba esta impresión. No había la menor duda de que se trataba de Manuel Fueyo.

Aquel material merecía una inspección mucho más minuciosa y sosegada en casa, así que cerré la caja con cuidado y la volví a meter en la bolsa de tela. Vacilé un instante sobre la oportunidad de volver a la ferretería y tratar de recomponer un poco las cosas con Elvira, pero me venció la intuición de que, si aparecía por allí de nuevo, no haría más que empeorarlo todo. Así que arranqué el coche y puse rumbo a Pedrosa.

No me encontré con nadie al llegar al pueblo y mi madre había salido. Condiciones óptimas para esconderme en mi habitación y hacer como que no estaba en casa. Cuando volví a sacar la caja de la bolsa, reparé en que dentro había algo más que el paquete con la cadena y el candado para la bici. Se trataba del libro de las poesías de Catulo que había comprado en Madrid y del que me había olvidado por completo. Lo debí de meter instintivamente en la pequeña mochila que constituyó toda mi impedimenta en aquel viaje. No acertaba a imaginar cómo se había podido quedar el libro en la habitación del hotel y, por mucho que trataba de exprimir mi recuerdo, no era capaz de visualizarlo en ningún momento desde que Samuel y yo abandonamos la librería. Pegado a la contraportada sobresalía un pósit amarillo con unas líneas escritas en la inconfundible letra espasmódica de Elvira, aunque en una versión más reducida que la de la carta, para hacer entrar el texto en su breve espacio: 

Te dejaste este libro en la habitación. Tenías marcada con esa tarjeta rarísima la página en la que aparece una breve poesía que comienza «Te odio y te amo». No sé cómo tomármelo, la verdad. No tengo tiempo ni ganas de romperme la cabeza con acertijos, mensajes subliminales o lo que signifique todo eso. Lo que sé es que me curré a fondo lo de Guadalajara y que no me respondisteis en toda una semana. Y tampoco se me olvida la escalera del Alaska, una ocurrencia digna de Norman Bates.

Estaba enfadada. Su tono seco, displicente, el uso del tuteo, la referencia al episodio del Alaska, que yo creía ya amortizado... Lo primero que pensé es en lo difíciles que son las relaciones humanas. Casi no habíamos iniciado la nuestra y ya proliferaban los reproches, los malentendidos y las dificultades de comunicación. Luego pensé en Calisay y en su inepcia para la sagrada función de mensajero; él tenía mucha culpa de todo esto y me iba a oír. Y, por último, me pregunté a qué se refería Elvira con «esa tarjeta rarísima». No era consciente de haber señalado ninguna página y, desde luego, no se me hubiera ni pasado por la imaginación dedicarle precisamente ese famoso dístico de Catulo, especialmente idóneo para relaciones amorosas en permanente estado de derrumbe. Si acaso, hubiera escogido el apasionado Vivamus, mea Lesbia, atque amemus... Pero, en efecto, allí estaba inserta la tarjeta, en la página 118, con las iniciales ABP en la parte inferior derecha y con un sucinto mensaje escrito a bolígrafo: «¡Déjalo ya!».

Tal y como había ido nuestro reencuentro, descartaba totalmente que se tratara de una broma de Elvira. Pero entonces, ¿quién, cuándo y para qué había colocado allí la tarjeta? Todo parecía indicar que se trataba de una chanza. ¿De Andrés, para reforzar su paranoica teoría sobre las amenazantes apariciones del calvo de Tineo? ¿De don Dionisio, para sabotear, reduciendo al ridículo nuestras indagaciones, mi relación con Elvira? Pero tampoco me atrevía a descartar completamente que fuera lo que parecía ser, una amenazadora advertencia sin autor conocido.

En todo caso, me ayudaba a entender la actitud de Elvira. Nuestra tardanza y frialdad en responder a su carta (la carta iba dirigida a todos, y sólo aparecí yo en Palencia, y cariacontecido), cuando ella se la había jugado como ninguno, había conseguido un éxito casi impensable y merecía todo un desfile triunfal. Y a eso había que sumar el fatídico libro de Catulo, que era fácil de interpretar como un olvido deliberado en la habitación del hotel, un presunto descuido, con esas señales tan equívocas y que, en principio, sólo podía ser cosa mía…

Sentía una necesidad acuciante de explicárselo todo, pero ni tenía su número de teléfono particular ni sabía dónde vivía y mi impaciencia no me dejaba escribir una carta, que con Calisay y el fin de semana de por medio, me imaginaba que tardaría siglos en llegar a su destino. Tenía demasiadas cosas pululando por mi cabeza, así que opté por dejar el examen del contenido de la caja para el día siguiente. Cené algo y traté de dormir un poco. Pero no lo conseguí hasta casi el amanecer, un breve sueño que interrumpió abruptamente la teatral voz de Marcial a pocos centímetros de mi oído:

—Explíqueme qué se siente con la plenitud entre sus brazos…

—¡Joder, Marcial! Vaya susto me ha dado. ¿Pero usted no andaba retirado de este mundo?

Marcial se acomodó en el viejo sillón que yo utilizaba para posar la ropa al acostarme.

—Mi retiro ha sido funesto —respondió con cara de fastidio—, no he conseguido sacar ni una maldita idea original adelante, mientras que otros han aprovechado a fondo mi ausencia.

—Si lo dice por mí, no se preocupe. Igual estoy más descartado ahora que hace un mes.

No pude quitarme a Marcial de encima hasta que le conté, a grandes rasgos y con alguna que otra importante omisión, mis peripecias con Elvira y el progreso de las investigaciones sobre los Eutiquios. Le consulté mi intención de convocar a todos los implicados en nuestras pesquisas a una reunión en el mesón El Carro de Astudillo lo antes posible, para poner en común toda la información y ver cómo podríamos seguir adelante.

—¿En El Carro? —se extrañó Marcial.

—¡Hombre! Si la hacemos en Pedrosa a Elvira la devoran los leones.

—Marcial se quedó a desayunar en casa. Me explicó que, en el curso de sus especulaciones, le había invadido un terror a la muerte, súbito y cerval, que lo desactivó por completo.

—Y el antídoto contra la muerte es la vida —me explicó—. Por eso quiero que esta noche salgamos a Melgar a tumba abierta y cuento con usted en mis planes. Yo no tengo aún el beneficio de su celestial experiencia, la cohabitación con un ser divino, con una musa, pero hoy me conformo con el abrazo comprensivo de cualquier musaraña.

Las pocas veces que Marcial había salido de fiesta por la noche se habían convertido en leyenda. Era imposible aventurar qué andaría elucubrando aquella cabeza y, para mí, ir de fiesta con él bajo esa premisa («a tumba abierta») tenía tanto peligro como salir a pescar en alta mar con un pequeño velero cuando hay aviso de un huracán de categoría cinco. Traté desesperadamente de buscar una salida.

—Seguro que Andrés le puede ser mucho más útil que yo; ya sabe usted lo que le gusta la fiesta y lo que es capaz de aguantar.

—A las once en la puerta del Teleclub —respondió, antes de marchar, sin dar la mínima opción—. Cuento con usted; después de lo sucedido, le tengo por una autoridad irrebatible en los secretos del arte amatorio.


Capítulo XL: La caja de Ernestina

Presentación de la obra e índice general