A pesar de que lo estuve buscando intensamente durante un par de días, no estaba muy seguro de querer encontrarme con Adolfo. De natural muy huraño, le irritaba especialmente cualquier mención a su familia, por superficial que fuera. Y nos había dejado claro unas cuantas veces, alguna al borde de la amenaza, hasta qué punto le molestaban nuestras investigaciones sobre Eutiquio Ramírez. Con esos antecedentes, venir a contarle que su abuelo había participado en un asesinato y una violación, por mucha maña que me diera para introducir el tema, se me antojaba una tarea bastante ingrata.
Adolfo vivía solo desde que su madre perdió por completo la cabeza y se vio obligado a ingresarla en una residencia de ancianos en Palencia. Hasta entonces habían vivido juntos y habían formado una asociación simbiótica de esa naturaleza en la que, sin grandes alardes afectivos, uno se complementa con el otro y los dos van tirando hacia adelante. Adolfo cultivaba las tierras heredadas de sus padres y alguna otra más en renta, y su madre se encargaba de las labores domésticas. Aunque es cierto que ni su carácter ni su aspecto lo ayudaban mucho, la verdad es que nunca le conocimos el menor flirteo con una chica, ni tampoco que, como hacían otros, frecuentara alguna asistencia sexual externa. En ese aspecto, como en casi todos los suyos, imperaba un total hermetismo.
Sin embargo, le gustaba pasar con nosotros un rato en el frontón o donde la Flugen, subir a las bodegas o ir a Melgar y a las fiestas de los pueblos. Salvo alguna eventual y brusca salida de tono, solía permanecer muy callado y seguir la corriente general. Si se bebía, él bebía, si se bailaba, él bailaba, si había pelea, él peleaba. Siempre encontraba algún aliado para ir a beber cuando el grueso del personal se dedicaba a los ritos de cortejo y apareamiento o, simplemente, se marchaba para casa sin más.
Me habían dicho que aquellos días andaba limpiando uno de los pocos majuelos que quedaban ya en el pueblo, del que todos los años sacaba un clarete muy fresco de los que se bebían en la bodega casi sin sentir, y allí lo encontré.
—¿No será muy pronto para la poda? —me arriesgué a decir, recordando unos versos del libro segundo de las Geórgicas de Virgilio, dedicado al cultivo de la vid, que por alguna extraña razón se me habían incrustado en el cerebro desde los tiempos de estudiante.
—Tú qué sabrás de podas —me respondió con su hosquedad habitual sin abandonar su tarea.
Como no sabía muy bien cómo abordar el asunto que me había llevado hasta allí, di curso a aquellos dos hexámetros virgilianos para ir haciendo tiempo:
—«Ac iam olim seras posuit cum vinea frondes Frigidus et silvis Aquilo decussit honorem…»
—Tú y tus latinajos. ¿Y qué me dices con eso? —Adolfo, por fin, levantó la mirada de la tierra y la dirigió hacia mí.
—Dice Virgilio que la poda debe hacerse cuando las vides han perdido sus últimas hojas.
—¿Tú sabes si dobló mucho el espinazo ese tal Virgilio?
—La verdad es que lo ignoro —le respondí mientras le ofrecía la mano para saludarlo—, pero me figuro que, si escribió sobre ello, alguna experiencia habría de tener.
—La misma que tú, supongo… Tengo ahí una bota, por si quieres echar un trago. Creo que lo dejo ya por hoy, estoy deslomado.
Adolfo recogió la herramienta y un puñado de sarmientos esparcidos por el suelo y se dirigió hacia el camino, donde tenía aparcado un viejo Peugeot 205, destartalado y cubierto de polvo, que utilizaba para desplazarse por el campo.
Rechacé cortésmente el ofrecimiento de la bota y volví al ataque por otro flanco.
—¿Qué tal sigue tu madre?
—Mal.
Trenzó un pequeño manojo con una cuerda y lo metió en el maletero, empujando a otros que había introducido con anterioridad para hacer sitio.
—No hay cosa mejor para asar chuletas que un manojo de sarmientos.
—Para eso se hacen.
Como veía que aquella conversación no podría tener una deriva natural hacia ninguna parte, opté por un abordaje mucho más directo, porque había llegado el tiempo de tomar decisiones y no podía demorar mucho más aquel asunto.
—Adolfo, creo que corres un grave riesgo —le dejé caer sin más miramientos, de manera que no pudiera esquivar el tema.
—¿De qué me estás hablando? —me contestó con una mirada desafiante.
—Estoy casi seguro de que el anciano del páramo no murió aquí por casualidad. Su muerte está relacionada con tu familia, en concreto, con tu abuelo.
—Os dije muy seriamente —me advirtió levantando la voz— que no metierais vuestras narizotas en algo que ni os iba ni os venía.
—Adolfo —le insistí—, tengo la ficha policial de tu abuelo con su fotografía, de cuando vivía en Asturias. Pero yo soy el único que conoce esa relación y quiero hablar contigo para ver lo que hacemos.
—¡Haced lo que os salga de los cojones, porque eso es lo que vais a hacer diga yo lo que diga! —su irritación iba en aumento, mientras cerraba con violencia la puerta del maletero y abría la del conductor.
—Sé que tu abuelo participó en un crimen y en una violación —le dije, mostrándole una ampliación de la fotografía que constaba en el expediente para tratar de hacerlo reaccionar, mientras se metía en el coche y cerraba la puerta con un fuerte golpe.
—Mi madre se está muriendo en una residencia. ¡Dejadme en paz de una puta vez!
—Pero Adolfo…
Esas últimas palabras las dirigí ya a un coche que se alejaba entre el rugido de un acelerón y la grava proyectada a los lados del camino. Cuando lo perdí de vista me di cuenta de que cualquier estrategia de aproximación a Adolfo en ese tema sería tiempo perdido.
Al volver a casa miré el buzón, a ver si tenía alguna noticia de Elvira. Nada.
Yo había dado por entendido un pacto tácito para no llamarnos por teléfono, pero me desasosegaba mucho su silencio. En realidad, todo era muy confuso. A mis clásicas prevenciones contra el compromiso se sumaban las suyas, aún mayores, sobre cualquier tipo de dependencia emocional, con lo que no tenía ni idea de qué era lo que teníamos entre manos, más allá del recuerdo indeleble de una mañana en una habitación de hotel. Me sentía furiosamente enamorado, pero sin un objetivo definido, en una relación llena de cortafuegos y cautelas por todas partes, con una amenaza permanente de frustración y desengaño.
Me extrañaba, por otra parte, no tener ninguna información sobre la visita que se había comprometido a hacer a Ernestina Martín en Guadalajara. ¿Se habría parado a pensar Elvira en qué absurda estupidez (y con qué absurda compañía) se había embarcado? ¿Habría decidido seguir con su vida y cortar por lo sano con esta disparatada historia? ¿Habría conocido a alguien en Madrid atraído por su belleza y con un programa de fiestas más interesante? ¿Habría sufrido uno de sus arrebatados cambios de humor y no la volveríamos a ver nunca más?
La puerta de la calle estaba cerrada, así que tuve que recurrir al tradicional grito de alerta:
—¡Flugeeeeeeeeeeeeen!
—¡Ya va, ya va…! —se oyó rezongar al otro lado.
La Flugen abrió la puerta y comenzó a remontar la estrecha escalera.
—¿Cómo vienes hoy tan pronto? —me preguntó, mientras iba venciendo fatigosamente los peldaños, uno a uno.
No tenía muchas ganas de encontrarme con nadie, pero necesitaba salir de casa y tomarme una cerveza. Lo bueno de la Flugen era que, previo alarido, su local estaba disponible las veinticuatro horas del día.
—¡En este pueblo no hay más que húngaros! —exclamó airada, al situarse al otro lado de la barra.
La Flugen estaba muy indignada, porque le habían lanzado una gallina al balcón aquella misma noche que le había picoteado todos los tiestos. Eso me libró de un indigesto interrogatorio sobre Palencia, novias y cosas por el estilo.
—Igual ha sido alguien de fuera, Flugen —le seguí el hilo, mientras tomaba una cerveza.
—Tú no sabes a cuántos potros he domado yo —prosiguió la Flugen con uno de sus argumentos predilectos—, y cuántos quedan por domar. Cada generación que viene es peor que la anterior.
Sobre ese particular charlamos un buen rato, algo así como una teogonía adaptada a los límites de Pedrosa. Desaparecidas la educación y las buenas costumbres, estábamos viviendo en la áspera edad de hierro que describió Hesíodo.
—¡Ay, si los de antes vieran esto! —suspiró por fin, para dar por resumida toda la cuestión.
Ya me iba a ir a casa cuando percibí el agónico avance de alguien que remontaba las estrechas escaleras de aquel campanario.
—Podías haber puesto el negocio en la planta baja —protestó el cartero, al que por allí se conocía como «Calisay».
—Hace días que no te veía el pelo —le reprochó la Flugen mientras le servía un anís, sin que él hubiera pedido nada.
—He estado enfermo —respondió Calisay lacónico antes de ingerir el licor casi de un trago.
—Ya sé yo qué enfermedad tienes tú… —le dijo ella malhumorada mientras le rellenaba el vaso—. Pero aquí, desde luego, no la has cogido, no sé por dónde andarás.
Calisay, para quitarse de encima cualquier rendición de cuentas, rebuscó entre el fardel en que llevaba el correo y sacó un sobre sucio y arrugado.
—Se me cayó una botella de vino en casa el otro día y se mancharon un poco —se excusó con nula capacidad de convicción mientras me entregaba una carta.
—Te la doy ahora y así me ahorro el viaje a tu casa —pretendió sonreír con su boca casi sin dientes.
Cogí el sobre y le di la vuelta. En el remite sólo constaba una palabra, Elvira. No sabía si echarme al cuello del buen Calisay y estrangularlo por la insufrible demora que me había hecho pasar su abulia o cubrirlo de besos por aquel tesoro que me entregaba. Por mucho que traté de disimular mi euforia, a la Flugen no le pasó desapercibida.
—Parece que hay carta de la novia… —le silbó a Calisay con un giño cómplice.
—Pues eso merecería un detalle —dijo el cartero, exigiendo con poco disimulo el óbolo para el mensajero de las buenas noticias, por más que lo suyo hubiese sido una severa sanción administrativa.
Como cualquier depredador que ha cobrado una pieza y busca un lugar apartado para regocijarse a solas con su presa, corrí a mi habitación para abrir y leer con detenimiento aquella mugrienta carta que me traía noticias de Elvira, no sin antes haber abonado a la Flugen mis dos cervezas y los dos anises de Calisay.