lunes, 8 de abril de 2024

Capítulo XXXVI: Pero con un oscuro pasado


Como buen conocedor de las rutinas de Andrés, sabía que los martes, tras su intervención en Radio Evolución de Burgos, nuestro poeta se inflaba a torreznos en La Segoviana. Tenía muchas ganas de ajustarle las cuentas por no haber podido callar mi relación con Elvira y descargar con él mi enorme frustración por no tener ninguna noticia de ella en más de una semana.

Ya estaba afilando mis palabras para escoger las más hirientes y contemplaba, incluso, pausar por una vez en tantos años nuestro tratamiento de usted, cosa que sabía lo mucho que lo podía desasosegar, cuando la voz de Jesús Borro interrumpió mis planes de venganza.

—¡Qué casualidad, Juan! Precisamente estaba pensando ahora mismo en usted. Pero ¿a dónde va tan acelerado?

—Me pilla de camino a La Segoviana, a ver si le cojo de las solapas al poeta. Si quiere que el bardo del Mesón le guarde un secreto, tendrá que cerrarle la boca con un candado.

Jesús obvió totalmente mis explicaciones y me retiró del brazo al hueco de un portal, para no interrumpir el copioso tránsito peatonal de la acera y dejar de mojarnos, porque había comenzado a llover con cierta intensidad. Lo notaba muy ansioso por participarme alguna noticia.

 —He encontrado algo sensacional, Juan —me empezó a contar muy excitado—. Nada más y nada menos que un informe policial del año cuarenta con un listado de los militantes cenetistas en Asturias y León y la situación de cada uno de ellos en ese momento. Debió instruirse como apoyo documental para la famosa Causa General.

Era un hallazgo admirable, desde luego. Pero antes de permitirme preguntar por cómo había llegado a él o si había alguna referencia a nuestros conocidos en la investigación, sacó a relucir, sin más preámbulos, el filón que había encontrado:

—En la sección de Tineo aparecen Eutiquio Ramírez como «eliminado» y Artemio Morán como «huido», con una nota anexa que dice, literalmente: «posible filtración a zona nacional con falsa identidad». 

—Eso acredita la total verosimilitud de una doble identidad —pude entreverar, a duras penas, de su agitado discurso. 

—Pero eso no es lo más sorprendente….

El tiempo había empeorado súbitamente aquel día y Burgos desenvainaba su aguzado cierzo tradicional, acompañado de algún disperso chaparrón de agua helada como el que caía en ese momento.

—Escuche, Jesús —le interrumpí—; vamos a entrar en La Segoviana y me lo cuenta todo, aunque nos sentemos en una mesa lejos de ese chismoso.

Jesús accedió a mi propuesta y entramos en el bar. De inmediato, identificamos a Andrés, de espaldas, totalmente concentrado en la ingestión de su pitanza. Le insistí a Jesús en ocupar una mesa lejana, argumentando que era prudente filtrar la información a Andrés, muy dado a manejarla de manera incontrolada. 

—Como quiera… Le decía —prosiguió Jesús con el relato de sus extraordinarios hallazgos— que a esta especie de pequeña cédula cenetista de Tineo se le imputa, además de la pertenencia a una asociación política prohibida, un delito de sangre, la muerte del hijo del notario del pueblo, Fermín Cuesta. 

—Eso confirma punto por punto la versión de don Marcelino…

—En efecto —prosiguió Jesús—. Pero ahí no acaba todo. El expediente contiene las fotografías de identificación, de cara y perfil, de cada uno de ellos. 

—¡No me diga, Jesús! ¡Eso es fantástico!

—Como comprenderá, el acceso a los archivos de Falange ha sido mucho más sencillo: la fotografía de Augusto Martín y la de Artemio Morán, son, sin ninguna duda, de la misma persona. El archivo de Falange le inventa un pasado totalmente construido ad hoc para justificar su pertenencia al partido. Te he preparado un dosier con las fotocopias de los documentos originales. 

—¡Un trabajo extraordinario, Jesús! Ha desbordado usted todas mis expectativas y en tiempo récord. Tiene bien ganada una mega ración de torreznos, o cualquier otra cosa que le plazca.

—Por cierto —añadió mientras me confiaba una carpeta marrón—, no debe andar muy lejos de estos hallazgos el inspector de Burgos, al que yo no subestimaría tanto. Me han dicho que el mismo domingo en que vosotros todavía estabais en Madrid, anduvo por Pedrosa interesándose por personas vinculadas con Asturias por parentesco.

—¿De verdad? No sabía nada…

—Y difundiendo a los cuatro vientos, por cierto, sus éxitos amatorios.

—O sea que ha sido ése el resentido bocachanclas que ha ido hablando por ahí de mi relación con Elvira. Y yo que estaba seguro al cien por cien de la indiscreción de nuestro poeta…

—¡Asta de toro bravo! —Como si hubiera percibido la alusión a su persona, la voz de Andrés resonó con grave acento de satisfacción en todos los rincones de La Segoviana.

—Pues si ya no hay razón para esquinar al insigne vate —consideró Jesús—, acudamos prestos a su grito de guerra.

—¡Están cojoneros! —exclamó Andrés al vernos, deformando el lenguaje, como era tan habitual en él, para exaltar las virtudes de cualquier cosa, casi siempre relativa al comer o al beber.

Di por hecho que el poeta se sumaría con una más a nuestras dos raciones de torreznos «para acompañar», como le gustaba decir. Andrés me juró y perjuró que no había hablado con «casi nadie» de mis asuntos con Elvira; así que, a pesar de mi recelo con el alcance de ese «casi», preferí sepultar el tema, máxime cuando ya no tenía ningún remedio, y poder degustar con ánimo fraterno aquel manjar. 

—Son de Soria —encomiaba Andrés la mercancía, al tiempo que daba buena cuenta de ella.

—¿Y este vino? —ponderó Jesús alzando su copa —«¿De qué taberna se truxo…?»

Mientras uno y otro lisonjeaban las viandas al modo poético, yo me entregué a la lectura de los documentos del dosier. Ciertamente, el trabajo de Jesús había sido más que notable, sobre todo su capacidad para, en tan poco tiempo, haber dado con una información tan recóndita. Eso implicaba, sin duda y entre otras muchas cosas, un muy afinado instinto investigador. 

—¡Hostias! —no pude reprimir la sorpresa cuando me encontré con una de las fichas. 

—¿Qué le pasa? —preguntó Jesús intrigado.

—Nada, nada —mentí—, perdonen ustedes. Es que me ha impresionado ver la fotografía de Eutiquio Ramírez Sandoval. Es como si fuera alguien de la familia a quien nunca hubiera visto…

Pero no era esa la razón de mi sorpresa. La ficha que acababa de leer era la de Manuel Fueyo, acusado de delito de sangre en el asesinato de Fermín Cuesta. Aquella rarísima intuición que había tenido Andrés al conectar, sólo por la identidad del nombre y los apellidos, los sucesos de Obona en tiempos de la guerra con la muerte del anciano en el páramo de Pedrosa tantos años después, cobraba ahora una solidez argumental fuera de toda discusión. El demacrado rostro que recortaba aquella vieja fotografía policial en color sepia tenía que pertenecer al abuelo de Adolfito; y eso iba a ser muy fácil verificarlo con sólo mirar el álbum de fotos familiar. En suma, la presencia de Eutiquio Ramírez el joven en Pedrosa parecía estar muy lejos de deberse al azar. 

Cuando caí en la cuenta de lo que aquello podía implicar, sentí un culebreo por todo mi cuerpo. Habíamos despejado una incógnita, pero se abrían muchas otras, y mucho más cercanas, inquietantes y peligrosas. Además, en ese momento, yo era el único que disponía de toda la información y, por lo tanto, era capaz de relacionarla, por lo que también tenía en mis manos la posibilidad de seguir adelante o dejar morir ahí un tema que pintaba cada vez más oscuro.

Con todo, no pude reprimir mi admiración por la potencia intuitiva de mi amigo. Me levanté de la silla con una copa de vino en la mano y le dediqué estas sentidas palabras:

—Es usted un genio, Andrés. Y lo proclamo aquí y ahora como ser inspirado.

—Veo que no va a acabar usted con su ración de torreznos —me contestó él sin la menor emoción. Supongo que daba por tan asumido su condición de beneficiado por las musas que mi cumplido no le impresionó lo más mínimo—. Si no le apetecen, nos los comemos entre Jesús y yo. 

—No, no —se opuso Jesús con un apurado gesto de rechazo—, cómaselos usted todos. Yo ya estoy más que servido.

 Luego se dirigió a mí para preguntarme cuál era la razón de aquel tan súbito y emocionado piropo al poeta, después de haber entrado en el bar con ganas de estrangularlo. 

—Ya ves… En realidad, él es el culpable de que haya conocido a Elvira.

A Jesús no le convenció del todo la explicación, pero no insistió en el particular. 

—Me tengo que ir, el deber me llama —se despidió por fin Jesús—. He disfrutado mucho y a partes iguales de su compañía y de esos deliciosos torreznos. Ese dosier es para usted, cuídelo bien porque no hay copia —me advirtió.

Le di las gracias otra vez de manera muy encarecida y le comenté que me rondaba por la cabeza la idea de convocar una reunión entre los más próximos a la investigación para poner en común todas las aportaciones que habíamos recibido y tomar alguna decisión al respecto. 

—Toda excusa para visitar el santuario del Cotorro Quitapenas es siempre bien recibida, camarada.

Todavía permanecí un buen rato en La Segoviana con Andrés, quien ojeó con calma las copias de los expedientes, emocionado de encontrarse por primera vez con la imagen de aquellos fantasmas de quienes hasta ahora sólo habíamos tenido su nombre. 

—En la foto no parecen malas personas —comentó, tras cerrar la carpeta.

—Tal vez, Andrés, pero con un oscuro pasado.


Capítulo XXXVII: Adolfo en su majuelo

Presentación de la obra e índice general