jueves, 4 de abril de 2024

Capítulo XXXV: En la bodega del padre Manuel


El padre Manuel me vino a rescatar, sin saberlo, del chaparrón de pullas y sarcasmos que, en relación con Elvira, amenazaba con descargar sobre mí durante todo el domingo, día muy dado a la indolencia y a estar todos juntos de aquí para allá.

A primera hora de la mañana apareció por casa pidiendo ayuda para practicar un agujero vertical desde un extremo de la galería de la bodega hasta la superficie con una suerte de taladro manual de hierro que había fabricado un pariente suyo. La singularidad del trabajo consistía en que el agujero se perforaba de abajo a arriba y, a pesar de que el mecanismo contenía una espiral parecida a la de un sinfín para ir desalojando la tierra, era inevitable que esta cayera en buena parte sobre el rostro de los operarios. El agujero, una especie de estrecha zarcera, tenía como propósito ventilar la nave de su bodega, que siempre adoleció de una humedad persistente. 

Para esa labor fichó Manuel también a Lorenzo, primo segundo suyo, como yo, y entre los dos le dimos al taladro durante un día entero, un trabajo fatigoso, sucio e irritante, que aún se hacía más penoso cuando la tuneladora tropezaba con una piedra que había que trocear con mucho esfuerzo y paciencia.

Aquella experiencia minera, la única hasta ahora en mi vida, me sirvió, a más de para valorar la ardua labor de quienes trabajan bajo tierra y de no volver a embarcarme otra vez en una tarea semejante, para sacar un momento a Elvira de mi cabeza y ahorrarme el incesante chorreo de burlas al que habría estado expuesto en el exterior. Además, justo es reconocerlo, Manuel nos recompensó con una merienda de las de antigua traza (una buena provisión de chuletillas de lechal asadas) a la que se adhirió también el inventor del artefacto. 

—Si tenemos que excavar diez centímetros más, abandonamos la empresa —le objetó Lorenzo a Manuel, quien era evidente que no había calibrado la dificultad de la perforación.

—Eso es porque habéis dado con un par de piedras grandes —se defendió el Dédalo que había construido el ingenio, a quien ofendía que se pusiera en duda la funcionalidad de su artefacto.

Manuel ascendió de la caverna con dos botellas de un extremado clarete que había comprado en Cigales a un vinatero conocido suyo.

—¡Un vino fuera de serie! —sentenció, mientras rellenaba los vasos y avivaba con una barra de hierro las ascuas que había procurado la combustión de un par de manojos. 

Entre las muchas virtudes de Manuel estaba la de ser en el pueblo una de las memorias vivas más fiables sobre las personas y los sucesos de antaño, tamizada, eso sí, con una mezcla muy sugerente de ironía y prudencia sacerdotales. 

Una vez comentados todos los detalles de la perforación del pozo ascensional, yo sabía que, como casi siempre en las bodegas, las conversaciones irían a parar a los anales del pasado. El Cotorro Quitapenas es, entre otras cosas, algo así como un multiforme archivo de tradición oral, que sólo al conjuro del vino muestra su infinita riqueza, para luego evanescerse hasta el siguiente cónclave. Multiforme, porque depende de quiénes se reúnan cada vez, de su capacidad de memoria, de su rigor, de su personalidad, de su afán de protagonismo, de su estado de ánimo o de los efectos del alcohol…; en fin, de una suma inabarcable de variables.

Cuando la conversación versaba sobre los antiguos majuelos y el terrible efecto que produjo en el paisaje del pueblo su brusca desaparición, me pareció el momento oportuno para recalar con discreción en el tema al que yo quería llegar. 

—Uno de los majuelos más elegantes de Los Cascajos era el del abuelo de Adolfito. 

—Sí —confirmó Manuel—, muy bien cuidado y con buenos frutales. Aunque, en realidad, el majuelo era de la familia de su mujer, la Valeria. 

—Ya, porque el abuelo, tengo entendido, no era de por aquí. Yo he oído que procedía de Asturias. ¿Tú los conociste, al padre y al abuelo, quiero decir?

—Sí, a los dos —contestó Manuel—, que se llamaban igual que tu amigo, Adolfo Vega. El abuelo apareció por aquí en plena guerra y trabajaba a jornal para quien lo contratara. Se decía que había escapado de los rojos, pero de eso no le gustaba hablar. Mi padre aseguraba que era muy trabajador, muy cabal y muy callado.

—Como el nieto —apuntó con sorna Lorenzo. 

—Sí, como el nieto, aunque no tan hosco —prosiguió Manuel—. Al principio vivió en un antiguo molino que ya no existe, pero se entendió pronto con la Valeria, que se quedó embarazada, y se casaron. A los padres de ella no les gustó nada, pero, ya se sabe…, tuvieron que apechugar.

Lorenzo extrajo de la chimenea otra parrillada de chuletillas, que se habían asado con más demora que las anteriores. El olor de la grasa chamuscada al caer sobre las ascuas estimulaba la imaginación literaria de las ofrendas a los dioses en las playas de Troya, entre combate y combate.

—Entonces, buena parte de las tierras que cultiva Adolfito provienen de su abuela —yo no iba a permitir que el relato se extraviara. 

—El abuelo llegó a Pedrosa sin nada, eso desde luego —siguió explicando Manuel—, pero, aparte de las tierras de la abuela, están las tierras que aportó su madre, la Felisa, y las que la familia fue comprando. Su padre y su abuelo fueron muy trabajadores. Al final creo que Adolfo labra unas cien obradas de su propiedad.

—Y eso a pesar de morir tan jóvenes, sobre todo el padre… —maticé, centrando cada vez más el objetivo.

—¡Cómo están estas chuletas! —no pudo dejar de ponderar Dédalo, que, ignorante de lo que estábamos hablando, se empezaba a aburrir y deseaba cambiar el tema de la conversación.

—…y en unas circunstancias tan dramáticas —añadí, para evitar que se extinguiera la llama.

Manuel apuró su vaso de vino y nos ofreció otra ronda. Aquel clarete, ciertamente, entraba como bala de cañón. «El combustible perfecto para activar la memoria» pensé.

—Pues sí. Nunca habían dado señal de que podrían hacer una cosa así —Manuel se quedó pensativo, como valorando la oportunidad de lo que iba a añadir—; de hecho, no todo el mundo cree que fuera un suicidio.

—¿El del padre o el del hijo?

—Los dos —concluyó Manuel—. La Felisa siempre ha negado en redondo que su marido se matara a sí mismo. Es cierto que él acusó mucho, sobre todo al principio, la muerte de su padre, pero disfrutaba trabajando, había comprado un par de tierras, estaba muy ilusionado con Adolfito, que acababa de nacer... Pero la mente humana es inextricable.

—Y hermética —agrego Dédalo con solemnidad, como si hubiera dado con el adjetivo perfecto.

—Lo que es sumamente improbable —Lorenzo sacó a relucir su espíritu cartesiano— es que ambos murieran en el mismo lugar y de la misma manera sin existir una razón que lo justifique. En otras palabras, que no puede ser casualidad.

—¿Cómo es eso del mismo lugar y de la misma manera? —se interesó Dédalo, a quien la historia empezó a resultar interesante.

—Los dos aparecieron ahorcados —precisó Manuel—, colgados de la misma viga, en el almacén del antiguo molino, que ya estaba abandonado, y con unos diez años de diferencia. El primero creo que fue en el 56 y el segundo debió de ser en el 67.

—¿No dejaron ninguna nota o algún testimonio significativo? —los troncos de la hoguera de la curiosidad habían encandilado y ahora era Dédalo el que más los aventaba.

—Nada, absolutamente nada. Además —prosiguió nuestro anfitrión—, Felisa se cerró en casa y no quiso hablar nunca del tema. Ya ves que ahora la pobre ya no rige. Un día fui a visitarla a la residencia de ancianos en que está ingresada, en Palencia. Aunque ya había perdido casi del todo la cabeza, a veces hilaba alguna frase con sentido. Hablamos de su marido y de su muerte, y me dijo: «aunque mi suegro era un buen hombre, tenía un pasado oscuro». Me imaginé que serían cosas de la guerra, de las que nadie quería volver a hablar, o una pura chaladura suya. En fin, es sorprendente que Adolfito haya salido adelante y no es extraño que tenga un carácter difícil.

—No es mal chaval —insistió Lorenzo—. Un poco callado y brusco, pero buena persona.

—Oye, Manuel —yo trataba de exprimir al máximo aquella impagable beta de sabiduría— ¿no sabrás de qué lugar concreto de Asturias era natural el abuelo de Adolfo?

—Pues no, la verdad. Creo que de algún pueblo tirando a Galicia, pero no estoy seguro. 

—¿Has oído hablar de una anécdota de bodega sobre una confusión entre «Tineo» y «tintero»?

—Pues no, ni idea. Sí que sé que nunca volvieron por allí y que no les gustaba nada hablar de ello.

—Cierto —insistí yo—, incluso al mismo Adolfito es imposible oírle hablar de su padre o de su abuelo. Es que se descompone si alguien los menciona.

—¡Hombre! —irrumpió Dédalo— ¿Cómo te va a gustar hablar de dos personas que murieron de esa manera? Sinceramente, no me extraña nada su actitud. 

—Por cierto, Manuel —comentó Lorenzo—, se rumorea que Adolfito va a vender alguna tierra, al menos la grande del páramo.

—La residencia de su madre en Palencia cuesta mucho dinero. Igual anda un poco apurado. Pero sí, creo que andaba en tratos con alguien para vender la parcela del páramo.

Ya habíamos dado cuenta de todas las chuletillas y de las dos botellas de clarete cuando se oyó que la puerta de entrada se arrastraba, precedida de un largo «Holaaaaaaaa».

—Es Mónica, que viene a rescatarme de las garras del pasado —anunció Lorenzo.

—Manuel —comentó Mónica entre risas nada más verme—, ¿sabías que Juan tiene novia en Palencia?

—Pues es la primera noticia —se sorprendió con franqueza Manuel.

—Tranquilo, Manuel, también lo es para mí —no podía imaginarme que el tema me iba a perseguir hasta aquel escondite.

—Espero que nos la presente —prosiguió Mónica, indiferente a mi oscuro semblante—. Según Esther, Marcial y Andrés beben también los vientos por ella. La moza debe estar de muy buen ver.

—Dos catadores de lo más acreditado —dije yo, por decir algo.

Dédalo se levantó de su banqueta y me dio un fuerte abrazo.

—¡Mi más cordial enhorabuena!

Tras salir de la bodega, todos bajaron en el coche de Manuel, salvo yo, que preferí dar un paseo hasta casa, para evitar cualquier opción, por remota que fuera, de entrar donde la Flugen o en el Teleclub. Era una noche de noviembre cerrada, pero con una temperatura aceptable. A lo largo de todo el camino y luego un buen rato antes de dormir, no pude evitar que resonaran en mi mente aquellas palabras augurales de Felisa: «aunque mi suegro era un buen hombre, tenía un pasado oscuro».


Capítulo XXXVI: Pero con un oscuro pasado

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