Una irrupción tan violenta del amor en un espíritu tan quebradizo, defendido apenas por la maltrecha empalizada que había ido levantando en lustros de especulación estéril, produjo un estrago devastador.
Caídas las defensas, mis tropas, dispersas y desorientadas, eran incapaces de tomar una decisión en firme: ni abandonar ordenadamente la plaza ni plantar batalla en cada calle.
Trataba de aliviar un estado de perturbación anímica al que no estaba acostumbrado agotándome, tras llegar del trabajo, en largas galopadas con la bici hasta que quedaba exhausto. La fatiga embridaba un tanto los empellones del pensamiento. Luego una ducha y a tratar de dormir.
El sábado, de vuelta de una exigente ruta de más de cien kilómetros, me encontré en la carretera de Itero del Castillo con Jesús Borro, que había venido a Pedrosa a pasar el fin de semana y estaba dando un paseo.
—¡Dichosos los ojos que lo ven, Juan! —me saludó afectuoso—. Dice la Flugen que los ha comido la tierra, y debe de ser verdad.
—Marcial está de retiro filosófico y yo me he tomado también un pequeño respiro social tras el viaje del fin de semana pasado a Madrid. Conoces a Samuel y los densos programas que prepara.
—¡Enhorabuena, por cierto! Ya me ha contado Andrés que triunfó usted en la capital. ¡Las dos orejas y el rabo, jajajaja!
La discreción del poeta había dado de sí lo que era de esperar.
—Los seres inspirados a veces ven visiones —esquivé el tema como pude—. Lo que sí que es cierto es que encontramos algunas cosillas referentes al asunto del muerto del páramo que me gustaría comentar con usted.
—Cuente, cuente… Ardo en deseos de saber.
—Nos va a tener que echar una mano de nuevo. Hay un individuo interesante del que hemos descubierto una doble identidad: se trata de Artemio Morán, vecino de Tineo y miliciano sindicalista que, después de la guerra, aparece como Augusto Martín, vecino de Madrid y reputado miembro de la Falange. Marido y padre ejemplar que ayudaba a los emigrantes de su pueblo a ubicarse en la ciudad y conseguir un trabajo. Lo encuentran colgado en una viga del desván de su casa en el cincuenta y siete.
—¿Y qué tiene que ver ese sujeto con Eutiquio Ramírez?
—Era del mismo pueblo y tenía la misma edad y militancia que Eutiquio Ramírez Sandoval, y don Marcelino lo relacionó con él en los sucesos de Obona. Además, murió en extrañas circunstancias.
—Bueno, Juan, me daré una vuelta por los archivos históricos y las hemerotecas, a ver si pillo algo. Y esta noche sería interesante que aparecieran ustedes por donde la Flugen, porque sus ausencias la tienen al borde de un ataque de nervios.
Dejé a Jesús caminando con paso lento hacia Itero. Confiaba mucho más en su pericia investigadora que en la inflada vacuidad y aviesas intenciones de don Dionisio. En cualquier caso, tendríamos dos líneas de investigación independientes sobre el mismo objetivo, lo cual podía ser provechoso.
Al llegar a casa me apliqué a la limpieza de la bici en el corral y, cuando ya la estaba colgando del amarre de la pared, oí a mis espaldas la voz de Felisín:
—Se cuenta por ahí que es usted muy afortunado en amores.
—Hola, Félix ¿No me diga que ha salido la noticia en el Telediario de Televisión Española o, lo que es peor, convertida en un poema en Radio Evolución?
—He cumplido con su encargo —me comentó Felisín, a quien los cotilleos le ocupaban lo justo—. El abuelo de tu amigo Adolfo era un tal Fueyo, procedente de Asturias. Y no te puedes imaginar cuánto me ha costado dar con él.
—¿Y cómo así?
—Porque, cosa inaudita, en los registros del padrón municipal no se mencionaba al padre de Adolfo Vega senior, es decir, al abuelo de tu amigo, aunque sí a su mujer, Valeria Vega. Pero, sorprendentemente, en la última hoja del registro, encontré una casi imperceptible anotación al margen, escrita a lápiz: «Adolfo Vega, hijo de M. Fueyo».
—¿Y todo eso no le parece un poco extraño?
—Muy extraño —enfatizó Felisín—. Yo diría que se trata de una omisión deliberada. Pero el registrador, en su celo profesional, quiso dejar un testimonio en alguna parte del documento de que en realidad conocía la verdadera identidad del sujeto y no estaba muy de acuerdo con esa ocultación. Desde luego, un proceder muy extraño e inhabitual.
—Muchas gracias, Félix. Tenemos pendientes una partida de damas decisiva para dilucidar la hegemonía en nuestra rivalidad de una vez por todas y un café en El Manzano, en Castrojeriz.
—Cuando se le ofrezca, amigo. Por cierto, muy logrado el cartel para el coro. Esmérese menos o le va a caer encima para siempre el cargo de cartelista oficial.
—Como le dijo Hannibal Lecter a Clarice Starling: Quid pro quo.
—Se lo diría antes Cicerón a un vecino… —se despidió Felisín entre risas.
Aunque sabía a lo que me arriesgaba yendo aquella noche donde la Flugen, lo que no me esperaba era recibir, ya de primeras, semejante bienvenida de la regente, deslizada con un venenoso retintín:
—Así que tienes novia…
—No Flugen, no. No sé qué le habrá contado Andrés.
Pero la Flugen no atendía a razones y enseguida reorientó el tema a su negocio:
—Ahora se explica tanto viaje a Palencia y a Madrid. Ya os acordaréis cuando se cierren las tiendas y los bares del pueblo.
—En Madrid sólo hemos estado un fin de semana, Flugen —traté de acotar la cuestión—. No debe usted preocuparse tanto por la viabilidad de su local. Somos una clientela muy fiel, que siempre vuelve.
En estas estábamos cuando resonó como un trueno la voz de Salva, que subía las escaleras en compañía de Adolfo:
—¡Don Juan Tenorio!
«El que faltaba», pensé. No había otra: se trataba de aguantar el temporal con la mayor presencia de ánimo posible.
—Esa palentina no se anda por las ramas… —Salva se dirigió a la Flugen, buscando su complicidad.
—Ya sabéis que Andrés, como buen poeta, imagina más que ve —insistí en mi línea argumental.
—No es difícil imaginar lo que pasa entre un hombre y una mujer de bandera en la habitación de un hotel de Madrid —continuó Salva compadreando con la Flugen.
«En la formulación de este principio universal» —pensé— «¿qué necesidad habrá de precisar que es en Madrid?»
Traté de quitarme de encima a Salva, que había entrado con la Flugen en pormenorizadas valoraciones sobre la oportunidad de tener una novia en Palencia, poniéndome a los mandos de la máquina de petaco. A mí lado se colocó Adolfo, que había estado todo ese tiempo apartado y taciturno.
—Fuisteis a Madrid a seguir dando vueltas al tema del muerto del páramo, ¿no? —me dejó caer con indisimulada irritación.
—Más o menos.
—Ya te dije que no os metierais donde no os llaman —ahora sus palabras eran una amenaza pura y dura—. Igual salís escaldados.
Y sin darme la menor oportunidad de responderle ni mediar ninguna otra palabra, abandonó el lugar enfurecido, llevándose casi por delante a las chicas, que subían las escaleras.
—¿Y a éste qué le pasa? —fue el saludo de Esther, que acaudillaba el batallón femenino.
Agaché la cabeza y me concentré como nunca en los inquietos vaivenes de la bola de acero y los agudos sonidos que provocaban sus impactos, como si aquello me pudiera salvar de la avalancha que se avecinaba. Estrategia perfectamente inútil, como acreditó de inmediato la ácida voz de Esther, que ocupó hasta el último rincón del garito:
—¡Hombre! Pero mirad a quién tenemos aquí, la reencarnación de Casanova…