lunes, 22 de abril de 2024

Capítulo XL: La caja de Ernestina


Nada más marchar Marcial, me concentré en la inspección minuciosa del contenido de la caja de Ernestina. Resultaba conmovedor contemplar el último resquicio de memoria que aquella anciana, ya sin consciencia, había conservado escondido entre sus ropas. Era como un vestigio arqueológico que se mantiene oculto bajo la tierra a la espera de que alguien lo recupere en el futuro. Su breve contenido hubo de suponer para ella un resumen concentrado de toda su existencia y, tal vez, la esperanza, también, de que algún día ayudara a desvelar un doloroso secreto. 

Comencé por las fotografías, que sumaban ocho; cinco de ellas debían de remontarse a sus años de noviciado, sin mayor relevancia para lo que andábamos buscando. Me llamó la atención, con todo, que, en contraste con sus jóvenes compañeras, siempre risueñas, ella mantuviera un rictus muy serio, reconcentrado. Nada nuevo descubrí en la imagen del comando cenetista encaramado al coche, que estuve escrutando con una lupa hasta en su último detalle. En el reverso removí con cuidado la cinta adhesiva que juntaba los trozos en los que el papel había sido rasgado, con lo que pude confirmar la conjetura de Elvira sobre dos de los nombres («Tico» y «Santi») de los cinco jóvenes que posaban junto al vehículo. Una vez desprendida toda la cinta, pude añadir los hipocorísticos de los otros tres: «Temín», «Tanis» y «Manolín».

El cotejo de esos apelativos con un listado de los militantes de la CNT de Asturias en 1936, a partir de los expedientes conseguidos por Jesús Borro, me permitió determinar la identidad del único miembro de aquel grupo al que todavía no habíamos identificado: «Tanis» sólo encajaba con uno de los nombres de la lista: Estanislao Olaverría.

No encontré nada digno de mención en la fotografía de los tres hermanos, tan ufanos con sus helados en la mano, navegando en el estanque del parque del Retiro, salvo constatar, si acaso, que era un testimonio de la época más feliz de la vida de Ernestina. 

Ninguna de las dos fotografías presentaba la indicación de su autoría o el sello del estudio que tan usual era en aquellos años. 

Había una última foto, muy distinta de las anteriores. También en blanco y negro, aunque más reciente, en ella se ve a Ernestina, vestida con hábito de monja, charlando con un señor impecablemente trajeado y tocado con sombrero. Lo más llamativo de la imagen era que parecía haber sido tomada sin que sus protagonistas lo advirtieran. Presentaba un encuadre deficiente, bastante inclinado hacia el lado derecho, y una perspectiva demasiado abierta, como si el autor no se hubiera centrado correctamente en su motivo principal. De hecho, se podía ver un amplio espacio ajardinado en el que aparecían otras tres monjas reunidas en un lejano segundo plano. A Ernestina se la reconocía bien, pero el señor, al que se adivinaba más o menos de su misma edad, aparecía de perfil y resultaba imposible distinguir su rostro. Tampoco esta foto tenía ninguna marca en su reverso.

En relación con las cartas, la inspección de su contenido me resultó muy decepcionante hasta que leí la última. Doce de las trece cartas pertenecían a una breve correspondencia mantenida con dos hermanas de profesión religiosa y no se desviaban un ápice de la ortodoxia de la orden: exaltación de la vida en comunidad, alegría por vivir en Cristo, protestas de gratitud a la Virgen y alguna noticia insustancial sobre la vida cotidiana en el convento. La última que inspeccioné, sin embargo, contrastaba vivamente, hasta en su forma, con todas las demás. Se trataba de una breve comunicación sin remitente ni firma, con un matasellos aplicado en Málaga con fecha 10 de marzo de 1975. La carta iba dirigida, como las otras, a la atención de la hermana Ernestina, Convento de la Encarnación de Griñón, Madrid. 

La misiva, sin encabezado, firma, ni fórmula alguna de introducción o despedida, escrita con una cursiva de trazo fino y elegante, decía lo siguiente:

Gracias por sus consejos, madre, pero después del fallecimiento de mi pobre marido, que Dios guarde en su gloria, no hemos tenido ningún sobresalto más. Siento muchísimo lo sucedido a sus hermanos. Mis niños están bien, gracias a Dios. 

No sé cómo ha conseguido usted mis señas, pero le ruego que no vuelva a ponerse en contacto conmigo nunca más. Comprenderá que lo mejor, para nosotros y para usted misma, es romper del todo con el pasado. 

Las doce estampas de vírgenes y santos aparecían sin señal o anotación alguna y no encontré nada en ellas que pudiera interpretarse fuera de su estricta función piadosa. 

La caja guardaba tan solo cuatro esquelas. Una era la del padre de Ernestina, Augusto Martín, del que solo se decía que había muerto en Madrid, el día 7 de noviembre de 1957. Citaba como familiares a su viuda y sus tres hijos. También conservaba la de su madre, Elisa Castañar, ilustrada con la tétrica fotografía de un rostro casi cadavérico que parecía emerger con contornos desvaídos del fondo blanco. Las otras dos esquelas recordaban el fallecimiento de sus hermanos, Lucio y Fidel, que habían muerto solteros, el primero con dieciséis años, en 1960, y el segundo con vemtidós, en 1968. Todos ellos finados y enterrados en Madrid. Por último, había una quinta esquela, en recuerdo de Teodora Ramírez Cuesta, fallecida a los sesenta y siete años también en Madrid y llorada por su hijo Miguel, su hija política Sara y por sus nietos Alejandro y Donato. El entierro se había celebrado en el cementerio sacramental de San Isidro. No había ninguna indicación que aclarara la relación de parentesco o amistad que pudiera haber tenido Ernestina con esa mujer.

El detenido examen del rosario de cuentas aromáticas y del pañuelo bordado no aportaron ningún detalle adicional a lo ya observado en la primera inspección.

Una vez revisado, volví a colocar todo el contenido de la caja tal y como lo había encontrado y la escondí en un orificio que hace años había descubierto, de manera accidental, en el hueco de la escalera del desván y que se cerraba con un viejo trozo de madera que lo convertía en un escondrijo perfecto.

Luego salí de casa a dar un paseo por el camino de las cruces para ordenar un poco las ideas. La mayor virtud de la caja de Ernestina era las pocas cosas que contenía. Había completado, tal vez sin advertirlo, una síntesis perfecta de su existencia. La felicidad incondicional de su infancia, vivida con sus padres y hermanos, reflejada en su paseo en barca por el estanque del Retiro. El recuerdo de un hecho funesto que nublaría sus días, que simbolizaba la foto de los milicianos en el coche, y que había tenido su eco en otros sucesos más difíciles de interpretar, como el encuentro con aquel enigmático señor del sombrero, la comunicación recibida de Málaga o el pañuelo con la enorme letra D bordada en su esquina. Por último, su rígida observancia religiosa, tan perceptible en las cartas de sus compañeras y, tal vez, en aquel rosario aromatizado.

Me senté a meditar sobre todo ello en las piedras de la ermita.

Era evidente que Ernestina conoció la participación de su padre en los sucesos de Obona. Más difícil era determinar si ese conocimiento le habría llegado a través de su propio padre o, posteriormente, tras la muerte de sus hermanos. La fotografía con los apelativos coloquiales en el reverso era muy probable que hubiera pertenecido a Artemio Morán, quien, por lo que fuera, prefirió ocultarla a destruirla. Ernestina daría con ella en vida o tras la muerte de su padre, y la hubo de conservar como testimonio y denuncia. Más difícil era conjeturar quién la hizo pedazos, cuándo y por qué, y quién la reconstruyó con cinta adhesiva; cosa, por otro lado, más novelesca que relevante. 

Otra prueba de que la monja vinculó la muerte de sus hermanos con la tragedia de Obona era aquella extraña nota sellada en Málaga, que acredita el contacto con alguien que también conocía lo que estaba pasando y a quien le podría suceder algo parecido. Éste sí que me parecía un documento trascendental, pues implicaba a otras personas que, tal vez, estuvieran aún con vida. 

Repasando mentalmente la suerte que corrieron los cinco jóvenes milicianos, dos caídos en la propia guerra, el abuelo de Adolfo huido a Pedrosa y Artemio Morán camuflado en Madrid, sólo Estanislao Olaverría pudo haberse asentado en Málaga, y ese era el único camino que en aquel momento me parecía que quedaba por explorar.

Por último, estaba la fotografía del señor del traje departiendo con la propia Ernestina. La intuición, y sólo ella, me sugería que alguna relación debía de tener con todo lo anterior, pero era francamente difícil poder llegar a establecerla. 

Pero aún quedaba la pieza más difícil de encajar: ¿quién era el muerto del páramo? ¿Qué relación podía tener con Adolfo Vega y su familia? ¿Cómo podría conectarse con los sucesos de Obona?

Me acerqué a la puerta de hierro del cementerio. Desde allí podía entrever, a través de un pequeño bosque de lápidas y cruces, el panteón de la familia Vega. ¡Cuánto trabajo me podría ahorrar una breve conversación con Manuel Fueyo, sepultado allí bajo el nombre de Adolfo Vega!

Pero, a falta de contactos con el más allá, sólo podríamos salir adelante sumando toda la intuición, talento y determinación que cada uno de nosotros habíamos tenido ya ocasión de demostrar. Según descendía por el camino de las cruces de vuelta a casa, ya iba discurriendo alguna de las frases de la convocatoria para la reunión de todo el grupo en El Carro de Astudillo que le había anticipado a Marcial.


Capítulo XLI: Al final, emerge el animal

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