jueves, 28 de marzo de 2024

Capítulo XXXIII: Todos los epítetos


Mientras don Dionisio procedía con su habitual solemnidad al abono de la cuenta («la calidad se paga», comentó, para que quedara constancia general de sus elevados gustos y, en nuestro paladar, algún resabio de mala conciencia por la alta cuantía de la consumición), Elvira no dejó lugar para ninguna de las ceremonias de cortejo que se solían desencadenar en su presencia.

—Bueno, chicos, ha sido un placer. Supongo que nos veremos dentro de poco para poner en común todo lo que consigamos averiguar estos días. Ahora Juan y yo nos vamos, que tenemos un plan. 

Los cuatro nos quedamos atónitos. Don Dionisio no podía concebir que su onerosa estrategia de caza hubiera fracasado tan estrepitosamente. Samuel no imaginaba el alcance (tampoco yo lo hacía) de mi relación con Elvira y veía peligrar una intensa noche de fiesta por los garitos de Madrid. Andrés no tenía ningún plan más que el de volver en tren a las ocho de la tarde del día siguiente, y había dado por supuesto que toda la logística era cosa mía. Y yo, por mi parte, no podía dejar de pensar en que un azar tan insospechado me hubiera favorecido en un momento tan inoportuno, casi sin fuerzas para otra cosa que no fuera echarme a dormir.

Mientras Elvira se despedía de don Dionisio, que trataba de apurar desesperadamente sus últimas opciones, yo me disculpé con Samuel lo mejor que pude, sobre todo de mi más que posible ausencia del partido de fútbol. Pero él, cuando se fue haciendo cargo de la situación, se mostró muy comprensivo:

—¡Ese cuerpo vale más que una Champions! Nada que objetar. Además, Andrés es un excelente compañero de navegación en las singladuras de los sábados por la noche.

El poeta se nos acercó al oír su nombre y no tuvo más remedio que, a su peculiar manera, coincidir con Samuel.

—¡Ante una dama así toda lid debe ser librada! —Declamó, en un gesto de generosa envidia.

Como yo sabía lo mucho que le hubiera gustado a él librar esa batalla, traté de confortarlo lo más posible, asegurándole que, en cualquier caso, estaría en Chamartín a las ocho de la tarde para coger con él el tren a Palencia y que, además, le regalaba la entrada para el partido de fútbol. Lo primero lo recibió con alivio; lo segundo, en un hincha tan obcecado del Fútbol Club Barcelona, lo presentó casi como un favor que nos hacía para que no se perdiera el importe del abono.

—Bueno, a ver si da la campanada el Logroñés —se resignó.

Conclusos, por fin, todos los rituales de despedida, nos quedamos solos Elvira y yo sentados en un banco de la plaza de Oriente.

—¿Y cuál es ese plan que tenemos usted y yo, Elvira?

—Mi habitación del hotel —me susurró al oído antes de obsequiarme con un cálido beso.

Llegamos en un taxi a la entrada de un hotel muy moderno y funcional, en la calle Bravo Murillo. «No muy lejos —me dio por pensar— de la tapa de registro de alcantarilla del ayuntamiento de Chamartín de la Rosa».

La habitación no era muy grande y tenía una sola cama.

—Escucha, Elvira. Antes de nada…

—Me va a escuchar usted primero, Juan —me interrumpió ella—. No hace falta que se excuse, ya veo cómo está y no tengo la menor expectativa. Nos vamos a meter en la cama los dos, desnudos, nos vamos a abrazar y mañana Dios dirá.

—Pero Elvira…

No pude seguir hablando. Los cervatillos gemelos, las columnas de alabastro, las perlas de nácar, los undosos hilos de azabache y todos los epítetos y metáforas juntos se habían reunido allí para apabullarme.

—Lo justo es que usted también se desvista, si puede —plantada de pie frente a mí, desnuda, su atractivo resultaba insoportable.

—En realidad, Elvira, no es nada justo. Más bien muy inicuo, en el sentido etimológico del término —protesté yo, que tenía muchísimo menos que ofrecer. 

—Déjate de cortesías y de etimologías, porque tengo muchas ganas de abrazarte.

Mis años infantiles en el seminario me hicieron desvestirme medio a escondidas y tan rápido que me tropecé con la cama y caí de bruces sobre ella.

—¡Qué impetuoso! —se burló.

—Elvira, la cabeza me da muchas vueltas.

—Pues cierre los ojos —me susurró ella mientras me acariciaba el pecho con mucha delicadeza— y escúcheme. Tengo algo importante que decirle. Quiero ampliar el pacto de Tineo, o mejor dicho, firmar una versión bilateral.

—Elvira, ten piedad, son demasiadas cosas para un solo día.

—Les advertí de que no se enamorarán de mí —prosiguió sin hacerme mucho caso—. Yo soy una mujer hermosa y soy consciente de ello. No me resulta difícil pasar un rato con un hombre que me guste, como usted ahora mismo. Pero detesto las ataduras del amor (los celos, las explicaciones, los malos humos…). Ni me gusta ser celosa ni que lo sean conmigo, ni me gusta pedir ni dar explicaciones, ni me gusta enfurruñarme ni ser enfurruñada… 

—No estoy seguro de que el último verbo pueda conjugarse en voz pasiva —dije, para desactivar un poco la solemnidad del momento y para tratar de sabotear las condiciones de aquel pacto, que no me creía capaz de asumir del todo.

—En resumen —concluyó, pausando por un instante su caricia y más seria de lo que me hubiese gustado— al primer indicio, por cualquiera de las dos partes, de que no se respeta alguna de las tres cláusulas del pacto o el espíritu del mismo, hasta aquí hemos llegado. ¿Firma usted las condiciones?

—Es que me parece un planteamiento muy simple, Elvira, con todos los respetos. Habría que contemplar muchas otras variables… 

—Es normal que sea simple, usted es el intelectual y yo una ferretera. Pero esas son mis condiciones, o se toman o se dejan.

—Se toman, Elvira, se toman —en ese instante no había promesa que no le hubiera rendido.

—Y una última cosa —añadió—. Nunca más me hará subir una escalera como la del bar Alaska o algo semejante.

—Nunca más, Elvira, nunca más.

—Trato hecho, entonces. Ahora le voy a dormir entre mis brazos y mañana nos quedaremos juntos aquí hasta la hora de comer.

Y así fue, me dejé dormir arropado por su ternura. Al amanecer del día siguiente me desperté con un agudo dolor de cabeza y una sed atroz, pero permanecí inmóvil sobre la cama contemplando el ritmo sosegado de su respiración, mientras dormía. Cuando por fin despertó, le dije al oído en voz muy baja:

—¿El nuevo pacto de Tineo me autoriza a decirte «te quiero»?

Ella sonrió y se echó sobre mí y, como resume Jorge Luis Borges con admirable discreción en uno de sus relatos perfectos, fluyó el amor.

Cuando a las ocho de la tarde me reuní con Andrés en Chamartín, noté en su mirada una especie de curiosidad entomológica, como si quisiera percibir algún rasgo físico que delatara el inconmensurable privilegio de haber pasado la noche con Elvira.

—Es usted bastante suertudo —me reprochó.

—Si limitamos el alcance de la observación a ayer y a hoy, lo admito. Le suplico —añadí en el mayor brindis al sol que he dedicado en mi vida— que sea discreto al respecto.

Una vez acomodados en el tren, me fue deshilvanando la intrincada madeja de sus correrías nocturnas con Samuel, unas para contar y otras muchas para callar.


Capítulo XXXIV: Un tal Fueyo

Presentación de la obra e índice general