Aunque me vería en persona con alguno de ellos, los convoqué a todos por carta, con idéntico mensaje, a una reunión en el mesón El Carro de Astudillo, a las seis de la tarde del sábado seis de diciembre. En el sobre dirigido a Elvira, además, inserté otra cuartilla, en la que traté de disculparme por mi actitud en la ferretería y le di todo tipo de explicaciones sobre la demora en ponerme en contacto con ella, así como sobre lo concerniente al libro, asunto al que yo no era capaz de encontrar una explicación racional. Le suplicaba que, en todo caso, exculpara totalmente a mis amigos, a los que no había tenido ocasión de informar sobre su carta antes de ir a Palencia. Me ofrecía a buscarla en mi coche, si era necesario, y volverla a llevar. Bastaba con que me lo comunicara por teléfono o por correo. Todo ello lo adorné con una comedida retórica amorosa que evocaba los memorables momentos vividos en Madrid a su lado.
En la convocatoria común tuve cuidado, también, de encomiar, con el mayor despliegue retórico que me fue posible, el arrojo e inteligencia de Elvira en su misión en Guadalajara y la fatalidad de recibir con retraso su carta por la incuria de nuestro cartero. Rogaba a todos su asistencia y puntualidad e insistía mucho en el carácter colectivo de nuestra empresa, aunque, para no lastimar la vanidad de Andrés, enfatizaba su incuestionable liderazgo en el arranque de las pesquisas, sus geniales intuiciones y su inquebrantable determinación.
Como me parecía muy arriesgado echar las cartas en el buzón del pueblo (no podía dejar otra vez en manos de Calisay mi deriva amorosa), me desplacé a Astudillo, donde aproveché también para reservar en El Carro dos mesas grandes, pues tenía la idea de extender el contenido de la caja de Ernestina sobre una de ellas, para que todos lo pudiéramos examinar con comodidad.
Los convocados fueron: Elvira, que en realidad recibía dos citaciones, una explícita, la misma que los demás y otra más difusa, para ver si podíamos encarrilar de nuevo aquel vagón que se nos salía de las vías; Andrés y Marcial, en el núcleo duro del equipo investigador desde su origen; Jesús Borro, infatigable y certero escrutador de archivos; Samuel, nuestro hombre en Madrid; y Lorenzo, del que necesitábamos su espíritu cartesiano, sus conocimientos de derecho y una visión más distante y desapasionada que la de Andrés, Marcial y mía, por haber estado hasta ese momento al margen de todo el asunto.
Introducidas las cartas por la boca del buzón de la oficina de Correos, me quedaban por hacer un par de recados que me había encargado mi madre, algo de fruta y unas sardinas arenques en el supermercado de Manolo y un pan bregado en la panadería Infante. En el supermercado me encontré haciendo cola para la fruta a Casilda que, aislada de la disciplina del batallón femenino, era una chica muy dulce y con la que yo siempre me había llevado bien.
—¡Hola Juan, qué sorpresa! No nos hemos visto mucho últimamente.
—Es verdad. Bueno, ya sabes. Empecé a trabajar y ya no vengo al pueblo todos los fines de semana como cuando estudiaba.
—Mi madre está en la pelu —me explicó— y creo que tiene para rato. Si tienes tiempo, podemos tomar un café en el Niza.
Dejé la fruta y el pan en el coche y esperé un rato apostado en la barra del Niza a que llegara Casilda, que apareció al cabo de unos pocos minutos.
—¡Qué recuerdos! Cuando veníamos a la discoteca de Astudillo. La primera vez que me dejaron salir fue una Nochevieja con quince años.
Esa evocación incluía, no sé con cuánta intención, un beso furtivo que nos habíamos dado aquella noche, detrás de la pared trasera de la discoteca, muertos de frío, de torpeza y de excitación. Miraba sus labios mientras tomaba un sorbo de café y aún podía revivir aquella vertiginosa sensación de tener entre mis manos un artefacto de promisión que yo no sabía manipular.
—Me da un poco de pena que las cosas no sean como antes —prosiguió Casilda, tal vez no muy alejada de mis pensamientos—. Nos pasábamos los días todos juntos, en el frontón, en la bodega, donde la Flugen, de fiesta por ahí...—Casilda no destacaba por su belleza o su apostura, pero siempre me había resultado atractiva, aunque no resultara sencillo sumar las demás razones a su alegría y permanente buen humor.
Éramos unos chavalines, Casilda. Ahora ya han llegado los novios, las oposiciones, los trabajos, la madurez…
—¡Calla, calla! —Casilda agitó las manos para espantar aquellos funestos espectros—. Todo eso le habrá llegado a usted… Por cierto, esta noche toca Melgar, ¿eh? y como en los viejos tiempos.
—No sé si Esther dará su placet… Últimamente se la ve muy enfurruñada.
—¡Y con razón! —Casilda fingió un mohín de disgusto—. Parece que las chicas de aquí no valemos gran cosa y hay que ir a Palencia a buscar género de mejor calidad.
—Pero Casilda, ¿tú también me vas a venir con esas?
—Ella acercó un poco la banqueta en que estaba sentada, me cogió de un brazo y bajó la voz como si me confiara un secreto.
—He quedado con Marcial esta mañana. Vamos a ir en su coche él, tú, yo y Lucía. ¿Qué te parece?
Me asaltaron como dos misiles de crucero las palabras de Marcial («necesito su ayuda», «a tumba abierta»). ¿Qué estaría tramando aquel cerebro desordenado?
—No sé si será buena idea, Casilda, igual se nos enfadan los demás.
—Las otras chicas ya han quedado con los de Hinestrosa —argumentó ella—. Y Salva, Adolfo, Gerardo y los demás van por su cuenta. No te preocupes, seguro que acabamos todos juntos en La Pesa o bailando en Las Vegas.
Nunca he sido muy avispado para estos asuntos, pero intuía otro frente abierto y mucho trabajo para mis consejeros interiores de ética y moralidad. Otra vez el perverso y recurrente debate entre el animal y el predicador que llevamos dentro. La idea de vivir una noche enfebrecida que mezclara el alcohol, los disparates de Marcial y el cuerpo de Casilda no podía resultar más atractiva. Pero ¿era eso moralmente compatible con la devoción que empezaba a sentir por Elvira? Desde luego, me avalaba el «pacto de Tineo», por mucho que esta vez no beneficiara a su promotora. Pero el asunto era un poco más grave, atentaba contra los pilares platónicos del amor ideal («la culpa de todo la tiene Platón» era la consigna con la que Marcial, al que tanto gustaba altercar con el filósofo ateniense, concluía muchas veces este tipo de cuestiones). No se podía aspirar a conocer una idea absoluta del amor trabajando a tiempo parcial.
—Toc, toc, ¿estás ahí? —Casilda me golpeó suavemente con los nudillos en la frente para reclamar mi atención, que se había disipado entre todas esas divagaciones—. Bueno, ¿qué me dices? ¿vienes con nosotros o no?
«Como si tuviera otro remedio», pensé, sabiendo que era Marcial el que había orquestado aquel plan, que no era otro que un ataque directo y certero a Lucía. Marcial, el que, cuando se planteaba alguna vez ese debate, siempre me acusaba de haber sucumbido, sin saberlo, a mi formación religiosa en los años infantiles del seminario. «A usted le metieron la idea de totalidad en la cabeza y nunca se la ha podido sacar. La idea de perfección es una burda entelequia y no hay nada más nocivo para la razón que andar persiguiendo a un fantasma». Él tenía muy claras las prioridades cuando contendían la razón y el instinto: «por mucho que se resista, al final, emerge el animal».
—Sí, Casilda. Claro que iré. Aunque sabes que con Marcial a los mandos cualquier cosa puede suceder.
Ella estalló en una carcajada.
—Lo sé, lo sé… ¡Y me encanta!
Aún permanecimos un buen rato charlando en el Niza, hasta que Casilda consideró que la sesión de peluquería de su madre estaría a punto de acabar y se despidió hasta la noche. La observé caminando por la plaza al alejarse y me invadió la incómoda sensación de que había algo en ella que me había sido otorgado.
Al llegar a casa caí en la cuenta de que era el primer día, desde que subí con Andrés al páramo, en que había pasado tantas horas sin sentir en mi cerebro la presencia intangible, pero recurrente, de Eutiquio Ramírez Sandoval.