¿Quién podría imaginar entonces, cuando a duras penas me sostenía en la silla apoyado en el costado de Andrés, que aquella noche y su mañana llegarían a ser las más recordadas de toda mi vida? Si son crueles las imprevistas celadas del destino, que te golpean inmisericordes cuando la vida se conjura en tu contra, los grandes momentos se presentan también muchas veces inadvertidos, en el tiempo y en el lugar que menos te los esperas.
Elvira y don Dionisio fueron frugales en su cena, no así Andrés, que presentó como una cortesía, para que no comieran solos, la ingestión de una ración de croquetas de chosco de Tineo.
—He leído completamente y con mucha atención su Poesía entre dos milenios —le aduló don Dionisio, que había oliscado la vanidad del poeta y era notorio que buscaba alianzas para conquistar a Elvira.
—¿Le habrá gustado la «Sinfonía del pensamiento»?
—¿Se trata de otro poemario? —inquirió con afectado interés don Dionisio.
—No, es una de las poesías que salen en el libro; pero, ahora que lo dice, no estaría mal ese título para el próximo, ¿eh, Juan?, y así podríamos meter muchos poemas que se quedaron fuera del primero.
La providencia hizo que Oliveros anunciara el cierre del local en unos minutos. Después de una intensa competición por asumir la cuenta entre don Dionisio y Samuel, el primero cedió, con la condición de que aceptáramos su invitación en el café de Oriente, que, desde luego, estaba más a tono con su indumentaria y exquisitos modales.
Hasta que no llegamos a la Plaza Mayor no tuve la oportunidad de separar a Elvira un poco del grupo y poder hablar a solas. Cada vez se acentuaba más en mi cabeza la sensación de mareo y tenía miedo de que el alcohol, como otras veces, me dejara fuera de juego en el peor momento.
—¿Cómo no me has dicho que venías, Elvira? —le pregunté con la mayor contención posible— ¿y qué pintas tú con ese tiralevitas?
—Observo con preocupación —me respondió ella entre risas— que está usted abandonando conmigo el trato deferente y no sé si algún otro trato que habíamos pactado.
—«El pacto de Tineo» podríamos llamarlo —deslicé yo con una muy leve intención sarcástica.
Elvira me explicó que don Dionisio la había citado en Palencia para aclarar algunos aspectos referentes a la desaparición de Eutiquio Ramírez. Le mostró una fotografía del cadáver para acreditar que era la misma persona que había comprado la cuerda en la ferretería Otero, cosa que ella afirmó sin la menor vacilación. También le preguntó sobre otras cuestiones relacionadas con su desaparición y sobre el interés que nosotros habíamos tomado en el caso.
—Me reservo la opinión que le merecen ustedes en general y su pericia investigadora en particular —deslizó Elvira entre su relato, como si nada.
Él, por su parte, le reconoció que en la comisaría estaban muy desorientados con el caso, porque el número del DNI con el que se había registrado el anciano en el hotel de Palencia era falso, igual que su nombre y apellidos. En suma, que no tenían ni idea de quién pudiera ser.
—Por cierto, me acordé mucho de usted mientras hablábamos —Elvira se mostraba muy dicharachera aquella noche y con ganas de bromear—. Quedé con él en el bar Alaska y subí al baño sin que me lo pidiera.
Me siguió contando que Andrés le había hablado al comisario sobre mi viaje a Madrid y que, a pesar de que para él todas nuestras pesquisas eran disparatadas, como tenía que arreglar un asunto hoy en la capital, no descartaba darse una vuelta por la taberna Oliveros, a ver qué hacíamos por allí.
—Y usted, naturalmente, picó en el anzuelo y se ha venido con él a Madrid.
—Tal cual —Elvira volvió a estallar en una carcajada—. Aunque no sabría decir quién de los dos sostiene la caña y quién es el pez.
Luego me cogió de un brazo y arrimó su cuerpo hasta darme un beso en la mejilla.
—Tenía muchas ganas de verle, Juan, y he aprovechado la oportunidad, eso es todo. ¿Tan mal le parece?
Nunca podré olvidar que íbamos caminando por la calle Santiago, casi a la altura de la iglesia del apóstol, sorteando las terrazas que invadían la acera. Unos pasos por delante, Andrés y Samuel charlaban animadamente con don Dionisio, que cada poco volvía su mirada hacia nosotros.
—Quiero que estemos juntos esta noche y todo el día de mañana, hasta que usted se vaya de Madrid.
Me quedé tan aturdido por aquella propuesta que sólo se me ocurrió objetar que al día siguiente había quedado con Samuel para ver el partido del Real Madrid contra el Logroñés y que ya teníamos las entradas compradas.
Elvira se detuvo un instante, bajo la mirada del afanoso Santiago matamoros que se batía en un relieve, sobre la entrada principal de la iglesia.
—Usted elige, o el Real Madrid o yo.
En el café del Oriente don Dionisio nos ubicó en una gran mesa circular, al lado de un grupo que tocaba una suave melodía de jazz. Allí propuso una refinada selección de licores, sazonada con la detallada glosa de las virtudes de cada uno de ellos.
La frontera entre el paraíso del alcohol y el purgatorio que aguarda al otro lado se sustancia, a veces, en una fina línea, pero otras veces abarca una franja algo más ancha, en la que la euforia comienza a entremezclarse con un difuso malestar. Por ese terreno transitaba yo mientras mis compañeros de mesa planificaban los siguientes pasos a dar.
—No le será difícil a nuestro excelente equipo de investigación de la comisaría —pontificaba don Dionisio, saboreando con delectación cada sorbo de su bourbon— desentrañar la cuestión de la doble identidad de Augusto Martín.
Samuel, que había resistido mucho mejor que yo el peaje alcohólico de nuestro viacrucis tabernario, se permitió seguir la estela del comisario y dar tránsito a un añejo ron Matusalem. Como único residente en Madrid, se ofreció a dejarse caer por Oliveros algún día de la semana siguiente, a ver si podía rebañar alguna información más del dueño de la taberna o de Ramonín, si por casualidad le coincidía verlo por allí.
—Yo he pedido dos días en el trabajo, el lunes y el martes —Elvira, que había declinado las sofisticadas sugerencias espirituosas del comisario, nos sorprendió a todos con sus planes—; los aprovecharé para ir a Guadalajara y encontrar a Ernestina Martín. Según les ha contado Ramonín, vive en el asilo de Guadalajara. Con ese nombre no será muy difícil dar con el lugar y con la monja.
—Aunque no entiendo qué interés puede haber en contactar con esa monja, yo estaría encantado de acompañarla —apuntó de inmediato don Dionisio visiblemente contrariado, porque contaba con aplicar a fondo sus artes seductoras en el viaje de regreso—, pero el lunes no puedo excusar mi presencia en la comisaría bajo ningún concepto.
«A joderse, capullo, que te ha salido mal la jugada» festejó con algarabía mi cerebro mientras yo le dedicaba a don Dionisio una sonrisa bobalicona.
Andrés, que sostenía en un enorme vaso de cristal tallado una buena dosis de pacharán Zoco con mucho hielo, un poco atribulado por no haber podido aportar una iniciativa de acción inmediata, se dirigió a don Dionisio como a la persona más cualificada para recibir aquella información:
—Mientras cenaba con Ramonín, pude ver al calvo de Tineo.
—¿A quién? —le preguntó don Dionisio, al que empezaba a fatigar un poco la metodología dialéctica de Andrés.
—El que me dio la tarjeta de Arre Burro Producciones que luego encontró Marcial.
—Ah, sí, la tarjeta —don Dionisio pareció meditar un instante, para luego dictaminar con semblante malhumorado que aquello no le parecía relevante en la investigación.
Yo, que apenas si podía seguir el hilo de aquel coloquio, manifesté mi total conformidad con todo lo propuesto y sugerí salir fuera del café a tomar un poco el fresco.