jueves, 21 de marzo de 2024

Capítulo XXXI: Ramonín


Don Julio, que no salía de su asombro al percibir una conexión entre Andrés, Samuel y yo, propuso, ya que nos conocíamos, poner un par de servicios más en aquella mesa.

—Podéis cenar algo, si este hombre no acaba con las existencias.

Aunque yo me sentía bastante contrariado por la interrupción de la charla con don Julio justo cuando estaba alcanzando su punto culminante e intuía que sería muy difícil llegar otra vez hasta allí, no vi otra opción que la de sentarnos con Andrés a la mesa. También es cierto que necesitaba ingerir con urgencia algo sólido para paliar los efectos de la sobredosis de vermut rojo que llevaba encima.

—El bacalao está también muy bueno —nos sugirió Andrés, que debía de llevar un rato largo experimentando la variedad de la carta. Y, antes de darnos ninguna explicación sobre su presencia en Madrid, nos presentó a su compañero de mesa:

—Este señor se llama Ramonín y es de Tineo —nos empezó a contar con unas ínfulas de penetrante astucia que yo le conocía muy bien.

—De Santa Eulalia, para ser exactos —puntualizó el anciano.

—Conoce a don Marcelino. 

—No lo voy a conocer… ¡Valiente cascarrabias el viejo de Obona! 

—Y sabe cosas sobre Eutiquio Ramírez —proclamó por fin Andrés, triunfante.

—Díganle, por favor, a su amigo que hable un poco más bajo —nos suplicó Ramonín mirando de soslayo a las mesas colindantes.

Para mortificar un poco a Andrés por su inoportuna interrupción de la entrevista con Julio Oliveros, dejé apartado por un rato a Eutiquio y le pregunté a Ramonín, con un tono muy confidencial y reservado, si había conocido a Augusto Martín. 

El anciano escrutó otra vez las mesas de alrededor volviendo su cabeza a ambos lados antes de responder.

—A ese matáronlo —nos confió en voz baja—. Yo era muy amigo de su mujer y ella estaba segura de eso. 

—¿Quién es ese Augusto? —preguntó Andrés totalmente desubicado. 

Samuel le hizo un gesto con la mano para que callara y se dirigió a Ramonín:

—Pero ¿por qué lo mataron? No parece haber ninguna razón. ¿Qué te contó su mujer?

Ramonín le dio un tiento a su vaso de vino y permaneció callado un par de minutos. Se le veía inquieto y muy indeciso sobre la oportunidad de seguir hablando. 

—Su muller díjome que no se llamaba Augusto. Ese nombre púsoselo Obdulio cuando llegó a Madrid.

—¿Cómo? —le pregunté yo muy escéptico— ¿usted se cree que uno puede ir por ahí cambiándose de nombre, así como así?

Ramonín volvió la mirada a la entrada del comedor, por donde salía una de las camareras.

—Elisa, la su muller, contome que de mozu debió facer una fechoría de las gordas. Cambiose de nombre, de partido político, de todo. Casose, tuvo fillos…

—Ramonín, ¿por qué habla ahora usted así? —le increpó Andrés furioso, porque ni sabía de quién estaba hablando ni entendía la mitad de lo que decía.

—Cuando me pongo nervioso, venme a las mientes la llingua de la tierrina.

—No le interrumpas, Andrés. Lo que está contando es muy interesante. A ver, Ramonín, no se ponga usted nervioso, que no pasa nada. Nosotros ni siquiera somos de por allí. 

En esto llegó la camarera con nuestros dos platos de bacalao rebozado, que tenían un aspecto excelente. 

—Yo creo que voy a tomar otra de callos —apuntó también Andrés. 

—¿Y a usted le apetece algo de comer? —la camarera se dirigió a Ramonín mientras anotaba la petición de Andrés. 

—Otro vinín, vida —le pidió Ramonín con una candorosa sonrisa, algo más calmado. 

Antes de lanzarme al bacalao, volví sobre el testimonio del anciano, porque temía que pudiera suceder cualquier imponderable que nos lo arrebatara.

—Ramonín, ha hablado usted de una fechoría. ¿Qué sucedió?

Él se mantuvo callado hasta que la camarera posó el vaso de vino sobre la mesa y se retiró. Luego, bajando el volumen de su voz al mínimo nos confió:

No lo sé, algo gordo debió de ser. Pero Elisa, la su muller, díjome que su verdadero nombre era Artemio Morán, y que fuera de los rojos antes de venir a Madrid. Su hija, Ernestina, que se metió monja, creo que todavía vive en el asilo de Guadalajara. Igual ella se acuerda de algo más.

Aunque aquel nombre me resultó familiar nada más oírlo, tardé un poco en relacionarlo con el testimonio de don Marcelino y no me dio tiempo de profundizar en un personaje tan relevante, porque casi no acababa Ramonín de referirse a él cuando apareció Julio en el comedor acompañado de un joven alto de rasgos caribeños. 

—¡Ay Ramonín! Ya has embaucado a alguien para que te pague un vaso de vino… —nos recriminó con candidez el mulato—. No hay manera de que pase un día entero en la residencia. 

—Ya sabes que a mí no me molesta. Es un paisano del pueblo que ha venido por aquí toda la vida. Pero me habéis pedido que os llame cuando aparezca y yo os llamo —se excusó Julio, al tiempo que Ramonín seguía con mansedumbre al joven, sin decir palabra. 

—A nosotros tampoco nos molesta —comentó Samuel—, puede seguir en esta mesa hasta que nos vayamos, no hay problema. 

—Ya, ya… pero la residencia tiene unos horarios y podemos tener un buen lío, ¿eh, Ramón? —dijo el cuidador sin detenerse—. Hace ya rato que deberíamos estar allí. 

Cuando marcharon, Andrés nos contó cómo había decidido venir a Madrid de repente, porque pensó que tal vez yo no me atreviera, estando solo, a preguntar a la gente con la valentía necesaria. 

—Gracias por la confianza, amigo —no pude evitar echárselo en cara, aunque lo cierto es que no le faltaba razón—. Ya ves que estoy aquí, al pie del cañón… y con refuerzos. 

Nos contó que había ido hasta Palencia y desde allí había cogido un tren, porque le daba mucho miedo entrar en Madrid con su coche. Y, aunque le había llevado bastante tiempo llegar a la taberna, por fin había dado con ella justo a la hora de cenar. Mientras estaba en ello, se le acercó este anciano rogándole que le invitara a un vaso de vino, y dio la casualidad de que era de Tineo y sabía muchas cosas. Porque a él no le daba vergüenza preguntarle a todo el mundo.

—¿Qué le ha contado sobre Eutiquio Ramírez? —le pregunté, haciendo caso omiso de sus indirectas.

Lo que le había dicho Ramonín a Andrés no aportó nada a lo que ya sabíamos. En resumidas cuentas, que se había metido en un sindicato y que, al principio de la Guerra, su cuadrilla anduvo por la zona intimidando a la gente con un coche que habían requisado; y que luego se había ido a Gijón, donde había luchado con alguno de sus compinches, y que, cuando llegaron los nacionales, lo cogieron y lo mataron como a un perro. Según Ramonín, no se le conocieron mujer ni hijos.

—¿Y eso es todo? —le pregunté con los ojos abiertos como platos— ¿Esa es la fantástica información que habías conseguido?

Sin abandonar su ingesta de callos, Andrés dijo en tono solemne:

—Ahora no tenemos la menor duda de que Eutiquio Ramírez Sandoval existió.

Samuel me guiñó un ojo para desactivar mi cólera. Era cierto, Andrés era así. No valía la pena hacerse mala sangre. Además, teníamos que reconocer que, en cualquier caso, había atraído a Ramonín, quien nos había brindado un par de nombres esenciales. Por fin terminamos nuestra cena, que Andrés propuso pagar a escote. 

—¡De eso nada! —Samuel hizo un gesto concluyente con sus manos—. Esta cena la pago yo. Me encanta veros aquí conmigo, en Madrid, en plena forma. 

Andrés asintió rápidamente, pero yo comencé una protesta que interrumpió otra voz muy familiar que llegaba del recinto del bar. Una voz cristalina y juguetona que se había alojado en mi cerebro junto con mil imágenes de su dueña.

—Señor Oliveros, ¿le queda sitio para cenar, una mesa para dos, aunque sea pequeñita?

—Creo que en un instante va a quedar libre una mesa de la cueva, señorita —la voz de don Julio se había tornado extrañamente complaciente.

«Como Circe, pero sin brebajes mágicos» pensé, «no hay ni héroe ni monstruo que se resista a su encanto». Elvira sonrió con franqueza al verme, aunque mi reacción, al contemplar a su lado la estirada figura del inspector Dionisio Salas, no fue tan entusiasta. Además, sentía que el alcohol ya me había invadido hasta el punto de no retorno y empezaba a dominarme una molesta sensación de mareo. Con todo, aún me quedaba temple para hablar sin que se me trabara mucho la lengua.

—Don Julio, puede usted añadir, si lo tiene a bien, otros dos servicios a nuestra mesa. Samuel y yo hemos acabado de cenar y creo que podemos arreglarnos bien los cinco.

Oliveros, al ver que también conocíamos a los recién llegados, se dio por vencido, pensando que aquella noche se había desligado por completo de la disciplina del mundo racional. 

—Sí, pueden sentarse. La camarera les preparará la mesa de inmediato. 


Capítulo XXXII: O el Real Madrid o yo

Presentación de la obra e índice general